miércoles, 17 de octubre de 2007

Música en la niebla



Cada diez días, un refrito. Éste también habla de niebla y de música. El tema me lo sugirió mi hermana Carmen: "a ver cuándo hablas de las letras de las canciones". Aquella misma tarde, de regreso a Madrid, se presentó la ocasión.

Aprovecho para decir que suelo hacer caso a los que me sugieren algún tema o algún punto de vista para mis artículos.


Regresaba a Madrid envuelto en una niebla cada vez más espesa. A medida que transcurrían los kilómetros, el cansancio y el miedo me hacían reducir la velocidad. Heinz Kloster, a mi derecha, encendió la radio. Cantaba una chica de voz adolescente entre espasmos y susurros. La música era mediocre, pero la intérprete tenía una virtud: vocalizaba bien y se le entendía todo. Mejor hubiese sido no entenderla, ya que jamás hasta entonces (subráyese jamás) había oído tal cantidad de procacidades, irreverencias y salvajadas pornofónicas en tan breve espacio de tiempo. Uno ya está habituado al hedor del lenguaje de las alcantarillas. Sin embargo aquello superaba cualquier marca conocida.

Traté de apagar la radio, pero Kloster me lo impidió. Se conoce que quería tragarse el bodrio por completo. Al terminar rezamos el rosario. Luego, en otra emisora, sonaron los primeros acordes de una sonata de Mozart. Antes de hablar, mi amigo hizo una larga pausa:

—Dicen los expertos que la música nació en el Paraíso tres días antes del penoso incidente de la manzana. Eva dormitaba a la sombra de un ciruelo cuando se vio sorprendida por el trino del ruiseñor, que, como sabes, es el único pájaro que improvisa cuando canta. Entonces —por amor a la belleza— trató de imitar al ave con un silbido…

—¿Y…?

—No le salió gran cosa: apenas un prrrui, pi, pi, purrup. Pero ella y su esposo comprendieron que acababan de crear un nuevo y misterioso idioma; un lenguaje capaz de alborotar o de sosegar los sentidos, el corazón y la inteligencia, sin necesidad de palabras ni de traductores… Aquello —era evidente— sólo podía venir de Yahveh.

En el coche se hizo un silencio denso como la niebla que nos rodeaba. Al fin, Kloster prosiguió:

—Luego nacieron los instrumentos: los de viento se inspiraron en el canto de la brisa cuando peina las ramas de los pinos. Los timbales copiaron al trueno, y los tambores, al martilleo del pájaro carpintero… El golpear de la lluvia sobre el agua creó el arpa. Luego llegó el violín, la guitarra… Y así sucesivamente.

Un día la poesía y la música se encontraron; comprendieron que habían nacido la una para la otra, y se unieron en un feliz y fecundo matrimonio. La música parecía capaz de transfigurar las palabras, de dotarlas de fuerza y color completamente nuevos. Las palabras, por su parte, prestaban racionalidad a la música, le daban sentido. Y la unión fue tan perfecta que nadie se atrevió a enfrentarlas: bastaba que el poema —lírico o épico, infantil o adulto— fuese digno de la melodía, y que la música no envileciera las palabras.

—Entiendo…

—Ahora sin embargo me temo que asistimos a la apoteosis de la música como envoltorio. Alguien descubrió un mal año que la fuerza de una melodía no sólo podía emplearse para crear belleza o para comunicar sentimientos nobles y elevados —para cantar a Dios, al amor o a la persona amada—; también era útil para transmitir todo tipo de mensajes: para destruir, para corromper conciencias, para vender detergentes, para llamar a la guerra o al odio, para mentir o para escupir sandeces y guarradas.

—¿No exageras un poco?

Kloster pareció no oírme.

—Un día, en la tele, trataron de vendernos el AVE (me refiero al tren) con el Ave María de Schubert. Hubo varios terremotos: era el genial compositor que se revolvía en su tumba. Me quejé amargamente; pero un experto en publicidad me dijo que habían puesto esa melodía porque Schubert ya no cobra derechos de emisión.

Mi amigo hizo un gesto como para quitar hierro a sus palabras.

—Tienes razón: exagero; pero aquí está la raíz del problema. Hemos descubierto que la música vale como embalaje de cualquier cosa. Todo, hasta lo más cutre, parece maquillarse cuando se envuelve en el prestigioso celofán de una melodía, aunque sea elemental y embrutecedora. Lo malo es que, como el contagio es mutuo, las palabras también envilecen a la música. ¿Crees que esa pobre chica que cantaba antes es tan puerca como parece? Desde luego que no. Si tuviese que decir a palo seco la mitad de lo que ha dicho cantando, se pondría morada de vergüenza y sus padres la mandarían a la cama sin cenar. Pero la música todo lo justifica. Seguro que tus alumnas de bachillerato, de las que tanto presumes, mueven el esqueleto con ese bodrio.

—¿Mis alumnas…? ¡Estás loco!

Se había disipado la niebla y el coche volaba camino de casa. Kloster guardaba silencio. No sé si dormía o se había disuelto con la bruma.



10 comentarios:

Breo Tosar dijo...

La música es un arte. Lamentablemente vivimos en un mundo en el que todo vale. Y ese gran relativismo superficial y materialista empuja a vanalizar el arte y también, poco a poco, al ser humano. ¡No dejemos que eso pase! ¡Escribamos cuentos, canciones, poesía!

Juanan dijo...

¡Eso, escribamos arte!

Anónimo dijo...

Hola Don Henry!
¿Sabe qué? El otro día me sorprendí a mí misma llorando a moco tendido mientras escuchaba la canción "Vivimos siempre juntos" de Nacho Cano. ¿Qué le parece?

Aquí se la paso:
http://www.musica.com/letras.asp?letra=811349

PS: lo de mi revolución hormonal perpetua, no tuvo nada que ver ;o)

Benita Pérez-Pardo dijo...

D. Enrique, desde luego con Kloster no se aburre...

La verdad es que tiene toda la razón, hay letras "innenarrables" (se pone así?). Votaría por que las emisoras de radio se les calificara: "para todos los públicos" o "insensibles y embrutecidas" porque hay cada letrita... Es que llaman escritor de canciones a cualquier cosa...

Como tengo poco o ningún oído (ya sabe que me echaron del coro un par de veces o tres...) presto mucha atención a las letras y, a veces, me pego cada chasco...

Jesús Sanz Rioja dijo...

Hay mucha gente que se extasía con "Imagine" a pesar de que nos invita al estado vegetal. O piensa que Joaquín Sabina hace canciones de amor.

Anónimo dijo...

El fin de la música es signo del fin del arte, y el fin del arte es signo del fin de lo sublime. Al final, todo viene a parar en el olvido de los nombres, tanto de los nombres de las cosas, en palabra o no, como de que tenemos un nombre secreto. ¡Ay, el hombre industrial!

j.a.varela dijo...

Al fin le encuentro! Vengo de "caraacara" y la cita del infortunado incidente de la manzanita es una casualidad totalmente inesperada. Le conozco desde el álbum de los 25 de Gaztelueta, en mis tiempos de director de Monte VI en Montevideo. Y su blog me lo había recomendado mi hija desde Roma. Pero ahora llegué para quedarme. Me gusta de verdad.

j.a.varela dijo...

Me olvidaba, a propósito de música y arte, le recomiendo el videoclip que puse ayer en nuestro blog familiar. Además del tema de ese casamiento irlandés, las connotaciones que tiene para mi familia, me gustó ver la orquestación, tan diferente a la que se escucha por estas tierras. Vale la pena.

j.a.varela

Enrique Monasterio dijo...

Bienvenido, J.A Varela!
Acabo de curiosear un poco en tus blogs y mañana mismo pondré los correspondientes links en esta página.
La red es, en verdad, algo fantástico: Montevideo, Roma, Madrid, París...
Muchas gracias por estar aquí.

Adaldrida dijo...

Sabina HACE canciones de amor. Lo de Imagine es otra cosa. Te puede repugnar Sabina (a mí me repugna) pero el tío sabe lo que escribe...