martes, 16 de octubre de 2007

Reflexiones en el Ave



Parece sencillo hablar con Dios desde un asiento del Ave, pero esa misma sencillez me hizo sentirme incómodo, incluso un poco avergonzado.

Acababa de leer en el periódico el triunfo de la selección española de fútbol contra Dinamarca y todavía tenía en los labios el regusto del café del desayuno. Me apetecía seguir con la prensa, pero debía comenzar la oración. Pensé que, si me ponía los auriculares, podría oír el Mesías de Händel. ¿Por qué no? Era la mejor forma de aislarme por completo del murmullo de las conversaciones vecinas. Al otro lado de la ventana, la niebla se iba disipando poco a poco. Nada podía distraerme. Ni siquiera el roce de las ruedas sobre los raíles, apenas perceptible.

Abrí el libro que tenía en las manos y que releo desde hace meses, el Gesù di Nazaret, de Benedicto XVI, y me fui el capítulo que habla de la Transfiguración del Señor.

Hace notar el Papa que Jesús también se aislaba para orar. Por eso subió con tres de sus apóstoles a lo más alto del monte Tabor. En la montaña, la cercanía de Dios se hace más patente. Como en el Sinaí, como en el Horeb, como en el Calvario o como en el monte de la Ascensión.

El Señor se trasfiguró y los apóstoles se vieron envueltos en una niebla luminosa, igual que Moisés cuando hablaba con Yahveh cara a cara. Aquella niebla señalaba los límites de un templo inmaterial donde se oía la voz de Dios. Pedro, Santiago y Juan se sintieron trasportados, en un instante, a la antesala del Paraíso.

—¡Qué bien se está aquí! —dijo entonces Pedro—, hagamos tres tiendas…

Desde mi asiento en el Ave yo me conformaba con mucho menos: con que nunca termine la música de Händel, que descansen los sentidos, que no suba ni baje la temperatura, que se calle el tipo que vocifera con el móvil en el asiento de atrás, que surja de la niebla un paisaje de olivos, que una azafata sonriente me sirva en silencio todo lo que necesito.

La experiencia duró sólo unos segundos. Jesús recuperó su imagen habitual, y bajaron de la montaña.

El recuerdo del Tabor acompañó a los apóstoles toda su vida, también cuando fueron testigos de la Pasión del Señor. Y comprendieron que Dios no se había encarnado para sobrevolar el mundo sin mancharse, deslizándose en silencio sobre una carroza de cristal. Jesús quiso pisar el mismo suelo que nosotros.

El Ave llegó a Madrid. Se abrieron las puertas y cambió la música. Estrépito de maletas, gritos de los viajeros, un viento frío, aromas inciertos, sudores… La vida ordinaria.




3 comentarios:

María dijo...

La vida ordinaria... pero también se esta bien aqui!

Lucía dijo...

Cuanto animan los pedacitos de cielo que se adivinan en algunas situaciones!

Hard dijo...

Quizás esos momentos más oscuros hagan que podamos disfrutar mucho más de los luminosos, al percibir que la vida aunque es bella, en ocasiones nos resulta dura.