La primera vez que apreté aquel botón fui feliz. En una décima de segundo, a seis o siete metros de mi mano diestra, el pequeño Citroën negro, recién comprado, vibró en un espasmo electrónico, me saludó con un simpático parpadeo amarillo y desbloqueó, reverente, las cuatro puertas para abrir paso a su nuevo propietario.
El coche y yo estábamos junto al concesionario del Paseo de la Habana, en un pequeño parking al aire libre. Acababa de abandonar el viejo Polo lleno de achaques, e, ingrato de mí, ya lo había olvidado. Brillaba un sol sereno de primavera.
Pulsé el segundo botón del mando y el Citroën guiñó un faro, emitió un sonido rotundo y bloqueó las puertas. ¡Qué noble sensación! Miré a izquierda y derecha en busca del merecido aplauso, pero nadie parecía impresionado.
Ha pasado más de medio año y pensaba que ya me había acostumbrado a sentir la fuerza del poder absoluto en mi mano derecha…, hasta hoy.
Calle Serrano, 6 de la tarde. Un automóvil más negro que el mío, mucho más grande y bastante más lustroso, estaba aparcado en una zona reservada para alguna embajada extranjera. Yo iba caminando por la amplia acera que nos ha regalado el alcalde en la última legislatura, cuando me adelantó una señora bienoliente, elegantemente recauchutada, que portaba en su mano derecha una gran bolsa con el logotipo de una boutique de la zona y en la izquierda un mando a distancia de color azul. Al llegar a cinco o seis metros del vehículo, pulsó el botón y, palabra de honor, el coche habló en alemán mientras abría de par en par el maletero.
Recordé la definición de “envidia” que aparece en el diccionario de la Academia: “tristeza o pesar del bien ajeno”. En mi viejo catecismo se añade algo más: el envidioso percibe ese “bien ajeno” como un mal para sí mismo. Eso era precisamente lo que yo estaba experimentando con toda nitidez.
A continuación mi fantasía se desbocó, como suele suceder a todo envidioso que se precie. Imaginé por un momento que el locuaz automóvil teutón pinchaba las cuatro ruedas y gritaba en seis idiomas como una fiera herida. La distinguida propietaria chillaba más aún para hacerlo callar, sin conseguirlo en absoluto, hasta que llegaba la grúa y, en un descuido, le hacían un raspón de metro y medio en la carrocería… El coche berreaba como una niña rica.
Con la sonrisa en los labios, experimente la otra cara de la envidia: “la alegría por el mal ajeno, percibido como un bien para uno mismo”. No traté de rechazar tan oscuros pensamientos. Supuse, por alguna misteriosa razón, que mi envidia era sólo hambre y sed de justicia.
A las 7 de la tarde, casi había olvidado el incidente cuando me dispuse a montar en mi Citroën para regresar a casa. Allí estaba, estacionado en zona azul a muy pocos metros. Saqué el mando del bolsillo y apreté el botón de siempre. No ocurrió nada. El coche, por primera vez en 8 meses, me negaba el saludo y se resistía a abrirme la puerta.
Me acerqué temeroso a mi bólido sin dejar de pulsar el mando. Nada. Como una piedra. ¿Será la pila? Había una tienda de chismes electrónicos a pocos metros. La ocasión la pintan calva. El tipo del mostrador comprobó el mecanismo y pontificó:
―La pila está bien. Siga insistiendo. A veces estos coches se vuelven caprichosos…
¡Qué sabrá él! Me acerqué de nuevo al automóvil y le acaricié el espejo retrovisor de la izquierda.
―De acuerdo, chiquillo. Tú eres mucho mejor que el idiota ése que habla alemán. Por lo pronto me has leído el pensamiento, cosa que ningún coche había conseguido hasta hoy. Ahora voy a pulsar el botón por última vez. Si no respondes, lo entenderé y meteré la llave en la cerradura como hacía con tu predecesor.
Pulsé la tecla y sentí la fuerza del poder. Un parpadeo de luces y las puertas quedaron expeditas.
Ya en el interior pensé que hoy no tenía nada que contar en el globo.