Seguramente
exagero. Tampoco es que ardan las calles de Madrid, pero a las cuatro y media
de la tarde, coincidiendo con la escapada en masa para el primer finde del año
con sol, el asfalto empezaba a echar ese vaporcillo transparente tan típico del
verano.
Yo
había bajado a Madrid desde Molinoviejo a las diez de la mañana bien protegido por un chaquetón
impermeable y un buen jersey de lana. Antes de llegar a casa, aproveché para
dilapidar toda mi hacienda en gastos de farmacia y perfumería. El chaquetón se
quedó en el maletero del Citroën, y no me desprendí del jersey porque me
parecía feo llevarlo sobre los hombros. El termómetro del coche ya marcaba 23
grados.
He
estado pocas horas en la ciudad; las suficientes para irme cociendo en salsa de
asfalto. Durante el almuerzo, Ramón me habla de los mendigos que él atiende
todos los meses en compañía de un buen grupo de familias: "Los
invisibles", se llaman, porque, efectivamente, los mendigos son
transparentes hasta el momento que alguien los mira a los ojos.
Mis
mendigos están hoy más alegres y lustrosos que otras veces, pero con tanto
gasto me he quedado sin un céntimo. Saludo a Germán y tomo la autovía de La
Coruña camino de Molinoviejo. A la altura de Puerta de Hierro enciendo el aire
acondicionado.
Ya en Segovia, la Mujer Muerta se resiste a desprenderse de la sábana blanca que la cubre por completo.
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