Salgo de Riaza a las 10,30. El termómetro del coche dice que
4º grados bajo cero. Ayer fue peor; amanecimos a -8º y tiritaban hasta mis
pensamientos.
A quince grados de distancia está Madrid, que ensaya los
primeros compases de la primavera. Yo solo tengo que hacer un par de gestiones
antes ir a casa de Santi y Amalia, que me invitaron a comer hace varios meses y
hasta hoy no había encontrado un hueco.
En la Plaza Mariano de Cavia tengo suerte: primera gestión,
zanjada. Voy en busca del coche y, en el momento de abrir la puerta, oigo una
voz:
—Padre…
Se trata de un anciano que camina apoyado en un
bastón. Viste pobremente y lleva al cuello una bufanda de colores vivos. No
parece un mendigo.
—Dígame.
—Permítame que me presente —comienza—.
Me dice su nombre, Ramón, su edad (86 años) y sus títulos
académicos, que son muchos y variados. Se expresa lentamente, pero con
precisión. No tengo necesidad de interrumpirle. Sólo, al final, cuando afirma:
—Además soy presbítero como usted; sólo que retirado. Ya no
tengo cabeza.
—¿Es usted sacerdote?
Asiente con la cabeza, y como los dos estamos de pie en la
acera, le invito a entrar en mi coche.
Sentado en el asiento del copiloto, me pregunta a qué me
dedico, hace cuantos años que "canté misa", si pienso retirarme… Me
aconseja que no lo deje mientras tenga salud. Y termina por pedirme "un
favor muy grande": mi bendición. Luego explica que ha venido de Galicia
para ver a su hermana mayor, que está muy enferma.
—Si pudiera usted visitarla de vez en cuando. A nuestra
edad, ya sabe…
Me apunta su dirección y su teléfono en un papel, y, antes
de despedirnos, me dice que hablará con su hermana para que esté prevenida.
—Ha sido un gozo encontrarme con usted —añade—.
Un abrazo grande y pongo rumbo a la casa de Santi y Amalia.