Son
las 11 de la noche. Acabo de predicar la primera meditación de un nuevo curso
de retiro, y sé que tardaré en dormirme.
Estamos
en La Acebeda, una casa de convivencias a 40 kilómetros de Madrid. Ha subido la
temperatura, pero aún quedan restos de nieve en el jardín. El silencio es
total.
Pido
al Señor por los treinta hermanos míos
que hacen el curso de retiro. Muchos estuvieron aquí también hace un año
y quizá vuelvan el año que viene. El temario será el mismo, pero la oración se
renueva cada día, cada minuto.
Hago
el examen de conciencia y pido al Señor que sea así; que mi oración no sea
ceniza, sino fuego; que sirva para que cada uno de los que la escuchan se
enciendan y canten un cántico nuevo a solas con Dios.
Hacer un curso de retiro de vez en cuando me parece sencillamente genial.
ResponderEliminarY cuando lo hagas de verdad, bien hecho, te parecerá sencillamente imprescindible.
ResponderEliminarMarita
Y ya verás como a veces, la oración del sacerdote es fuego, pero otras es manantial de agua fresca, nueva y sorprendente. Y luz. Y lágrimas. Y gracia.
ResponderEliminarImprescindible.