—Relojes,
tengo relojes majos…
El
vendedor de relojes luce un sombrero negro de ala ancha y una sortija enorme en
el meñique. A la legua se ve que es un profesional del trapicheo. Pregona su
mercancía en voz muy baja y sin hacer el menor gesto que pueda delatarlo; mira
sin mirar, con la cabeza inclinada hacia el suelo, y mueve los labios solo lo imprescindible
para que los más cercanos podamos asomarnos a la pequeña bolsa azul donde se
muestra el género.
—Son
buenos, caballero. Y baratos.
Se
detiene frente a mí y trata de que les eche una ojeada.
—Le
doy un Rolex por cien euritos.
—Muy
legal no será.
—Todo
legal —responde mientras saca el presunto Rolex de la bolsa y me lo pone en la
mano—.
—Lo
siento, amigo. Si es auténtico no estaría bien que lo lleve un cura. Y si no lo
es, peor aún.
El
vendedor de relojes se guarda la mercancía en el amplio bolsillo del tabardo,
y, sin cambiar de actitud, con la mirada en el suelo, como si estuviese
traficando con algo ilegal, masculla
entre dientes:
—Deme
algo pa comer, que acabo de llegar de Cádiz y no me queda ni un euro.
De
pronto le ha salido un inesperado acento andaluz.
Echo
la mano al bolsillo y saco unas cuantas monedas: apenas seis o siete euros. Elijo
una y busco en la chaqueta una estampa del Beato Álvaro. El relojero aún hace
un último intento:
—Por
esas monedas te vendo un Viceroy como el de Fernando Alonso.
¿Y qué ha hecho? Supongo que le habrá comprado el Viceroy, porque es una ganga.
ResponderEliminarDe Cádiz tenía que ser...arte pa' todo
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