8 de la tarde. En las inmediaciones del estadio aguarda una multitud compacta bajo el aguacero. La policía a caballo y unas barreras amarillas contienen a la masa, que ya está acostumbrada a estas estabulaciones previas a los grandes eventos deportivos. Llueve con entusiasmo y hace un frío pelón, pero nadie se mueve. La calle Padre Damián está cortada al tráfico rodado y peatonal.
―Caballero ―me dice un caballista―: las normas son para todos. No puede usted pasar.
Ruge la multitud a mis espaldas. Yo vuelvo a casa después de predicar a un grupo de chicas sobre alegría, buen humor, sentido del humor, cordialidad, optimismo y no sé qué más. Ahora me toca cursar una clase práctica.
―Pero es que yo vivo en aquella esquina, voy a pie y estoy desarmado.
―Caballero ―insiste el del caballo―. Yo tengo que cumplir las normas.
―¿Y qué sugiere que haga?
―Caballero, yo no sugiero nada. Mientras no lleguen los equipos, aquí no pasa nadie.
―¡Ah, entiendo!: estamos abriendo pasillo a un grupito de millonarios…
El del caballo se da la vuelta y busca al jefe del destacamento.
―Caballero…
No continúa la frase. Me mira de arriba abajo y me pregunta qué llevo en la bolsa. Se me ocurren varias respuestas ingeniosas: “una ametralladora”, “la pasta para el árbitro”, etc. Pero como no está el horno para bollos, le digo la verdad.
―Una sotana.
Subo en solitario por la calle Padre Damián. A izquierda y derecha la multitud me aclama. Un caballero con caballo me insta a que acelere el paso. Y yo me siento como Gary Cooper sólo ante el peligro.