Querido Ulises:
Han pasado casi treinta siglos ―centuria arriba, centuria abajo―
desde que emprendiste viaje de regreso a Ítaca, al acabar la guerra de Troya. Tenías
que recuperar tu reino, y además te esperaba Penélope, tu fiel esposa y
Telémaco, tu hijo. ¡Menudo viaje! Fue tan largo y peligroso que dio lugar a “La
Odisea”, un excelso poema épico de 24 cantos que sigue vivo, a pesar de lo que
ha llovido desde entonces, gracias al genio de Homero.
Como sabrás, ahora recorremos distancias muchos más largas volando
sobre las nubes en modernas carrozas de fuego, atendidos por sirenas
uniformadas que nos obsequian con mágicos manjares para hacernos más grata la
travesía. Tú, en cambio, lo pasaste regular. Contabas con la protección de
Palas Atenea, hija del mismísimo Zeus, pero los demás dioses (¡diosecillos!) te
lo pusieron difícil con sus engaños y trampas. Venciste a al gigante Polifemo,
a su padre, Poseidón, a los lotófagos, a un par de hechiceras y qué se yo…
Quizá el pasaje más conocido de tu aventura fue el de las sirenas.
¡Cuántas veces lo habrás contado!
Las sirenas no eran doncellas bellísimas con cola de merluza
congelada como piensan la mayoría de mis contemporáneos: el romanticismo y su
profeta Walt Disney han hecho mucho daño. Eran más bien entes monstruosos,
criaturas probablemente ligadas al mundo de los muertos, con cuerpo de pájaro y
torso de mujer.
Las sirenas tenían un don al que nadie se resistía; una voz
musical, prodigiosamente atractiva e hipnótica. Y si me preguntáis cómo una canción es capaz
de seducir de forma tan eficaz a quien la oye, la respuesta la conoce muy bien
Ulises: el pico de aquellas sirenas cantaba las hazañas de los héroes que
pasaban por sus aguas. A cada héroe le contaban la suya, y éste se quedaba tan
embelesado deleitándose en el relato de sus triunfos que ya nunca más quería
marcharse de allí.
Tú, Ulises, conocías el peligro. Sabías que un héroe no debe
mirarse al espejo de su vanidad demasiado tiempo. Tus hazañas debía cantarlas
Homero cuando tú ya hubieses desaparecido; pero las sirenas no. Los halagos
hechizan, reblandecen la conciencia, domestican el alma del guerrero y lo
convierten en un guiñapo estúpido y gordinflón.
Por eso te ataste al palo mayor de tu nave y te amordazaste para
no gritar. Pudiste haberte tapado los oídos con cera como los demás
tripulantes, pero optaste por combatir la tentación mirándola de frente. Y tu
victoria fue completa: fuiste fiel a Penélope, a tu hijo y a tu reino a pesar
de haber oído el canto de las sirenas.
¿Sabes por qué te recuerdo esta historia? Por culpa de un e-mail (un
poco cursi, la verdad) que recibí hace un par de meses de viejo amigo.
“No, Enrique, ―me dice―. Esta vez no voy a atarme. P y yo queremos ser libres, sin-papeles, como los negros que llegan
a nuestras costas. Solos y desnudos frente al mar. No queremos un amor que
encadene, sino que libere. Por eso tampoco tendremos boda ni hijos”.
Tú sabes bien, querido Ulises, que ésa es la libertad del perrito
que nunca renuncia a cambiar un hueso por otro; la “libertad” banal de este
siglo, que, inevitablemente, desemboca en la soledad y el hastío.
El hombre libre es capaz de decir “para siempre” y cumplir su
palabra aunque el viento sea contrario, aunque los diosecillos del egoísmo, la
vanidad o la lujuria arremetan con fuerza contra su nave. Y si alguna vez debe
atarse al palo mayor, besará esos nudos, porque en ellos puede estar su libertad.
Atentamente, tu fiel lector,
Kloster