Los
mendigos de Las Palmas se parecen a los de cualquier otro lugar de España. Si
acaso, piden más suavemente e incluso invocan a Dios, a la Virgen o a los
santos y te piden que los bendigas.
Junto
al hiper que hay a pocos metros de la playa de Las Canteras se sitúa un mendigo
que casi no pide nada. Tiene la mano extendida y musita algo difícil de
interpretar. Cuando paso a su lado, al reconocer al cura, eleva un poco la voz:
—Es
para comer.
El
mendigo tiene los ojos llorosos y cargados de sueño. Su piel enrojecida, las
venillas que le cabalgan por el cutis y un cierto tufillo a alcohol, me sacan
de dudas. Mientras busco un euro en el fondo del bolsillo, le pregunto:
—¿Para
comer, o para beber?
Sonríe
—Las
dos cosas son importantes, padre.
Pongo
una moneda en su mano y, cuando ya no puedo dar marcha atrás, compruebo que es
de dos euros.
El
mendigo se emociona como si le hubiese resuelto la vida. Me da un abrazo y me
desea toda clase de bienes para el futuro por intercesión de la Virgen de los
Dolores. No hay forma de callarlo: habla y habla. Se le ha disparado repentinamente
el frenillo de la lengua. Al fin, pontifica:
—Yo
voy camino de la vejez. Ya tengo 56 años. Usted, en cambio, volverá a ser niño.
—¿Cómo dice?
—Es
el destino de los ancianos. Porque ¿cuántos años tiene, ochenta y cuatro,
ochenta y cinco?
—Devuélveme
los dos euros ahora mismo.
—Lo
que se da no se quita. ¿Sólo ochenta?
Los
mendigos de Las Palmas hablan con música caribeña, pero la letra puede ser terrible. Ya en el coche, me miro en el retrovisor con cierta aprensión.
—¡Ochenta y cinco! Estará bebido...