A Narciso
Querido Narciso: Según la mitología griega fuiste un joven hermosísimo, un tipo de exposición, tan lozano y apuesto que todas las ninfas y diosecillas del barrio quedaban prendadas de tu belleza. Tú en cambio las despreciabas. Para castigar tu engreimiento, Némesis, que tenía muy mal carácter y era la diosa de la venganza, hizo que te enamoraras de tu propia imagen reflejada en una fuente. Y al mirarte en aquellas cristalinas aguas, quedaste tan absorto que fuiste incapaz de apartar la vista, te arrojaste al manantial para atraparte a ti mismo y pasaste a mejor vida. En el lugar donde cayó tu cuerpo creció una hermosa flor, un narciso, of course.
Tu historia es edificante. Gracias a aquel chapuzón entraste de cabeza en las límpidas aguas del diccionario de la Academia de la Lengua. Desde entonces existe el "narciso", con minúscula ("hombre que cuida demasiado de su adorno y compostura, o se precia de galán y hermoso, como enamorado de sí mismo"), y la mayoría de los idiomas modernos incorporaron el substantivo "narcisismo" a su léxico habitual. Y del narcisismo nacieron los selfis.
En efecto, apuesto amigo: tú fuiste el primero y, por tanto, el responsable de la epidemia que invade el mundo civilizado. Ahora mismo, mientras envío este e-mail a tu correo electrónico del Olimpo, millones de personas del mundo entero se están fotografiando a sí mismos, solos o en compañía de otros, con una sonrisita boba en los labios.
El fenómeno no es nuevo: Velázquez en el siglo XVII se hizo un selfi rodeado por la familia de Felipe IV: ¡las Meninas!. Y Rembrandt, por la misma época, se pintó 12 veces al óleo. Era un genio, desde luego, pero le gustaba disfrazarse para la ocasión y hacía posturitas, como nosotros delante de la cámara.
El selfi fotográfico es la máxima expresión de la pandemia narcisista de este siglo. Pongamos que llega un turista finlandés con su esposa a la catedral de León y decide conservar un recuerdo de la visita. ¿Qué hace? ¿Compra una postal? Eso ocurría en el siglo XX. Ahora todos llevamos una cámara fotográfica en el bolsillo de la camisa. Por tanto, sacará una foto; ¿de la catedral? Ni pensarlo; se retrata a sí mismo y a su parienta utilizando como fondo desvaído la fachada del templo. Lo importante es que quede claro ante la posteridad que él estaba allí con su rostro sonrosado y su sonrisa satisfecha.
Imaginemos que se celebra en Berlín una cumbre de jefes de estado y de gobierno de los países más poderosos de la tierra. ¿Se harán otro selfi el Primer ministro británico y el Presidente de los Estados Unidos con la bella primera ministra danesa, una tal Helle Thorning-Schmidt, como ya ocurrió en Sudáfrica? No lo descartes, gentil Narciso.
Debo decirte con toda sinceridad que en ocasiones he envidiado a los selfistas. Todos parecen tener muy alta su autoestima. Yo, en cambio, me miro al espejo lo menos posible, y cuando me afeito, algunas veces pienso que estoy rasurando la barba de mi padre. Tal vez un día de estos me haga un selfi en esa desairada situación y guarde el retrato para mí solo. Lo miraría despacio cuando el virus de la vanidad me ataque con demasiado ímpetu.
Y es que, lindo Narciso, no solo hay selfis fotográficos. Abundan en nuestros días los selfis literarios —los del escritor que siempre habla de sí mismo—, los selfis políticos, filosóficos, espirituales, líricos, artísticos… La cultura dominante en este siglo es netamente egocéntrica, es decir, selfítica.
Son las once de la noche y debo terminar este correo. Antes de acostarme me haré un selfi por dentro, es decir una auto-radiografía de carácter espiritual. Es muy sencillo y os aconsejo que lo probéis. Basta con ponerse en la presencia de Dios y prestarle la cámara para que sea Él quien saque la foto. Le pedís que ajuste el objetivo, que encuadre, enfoque, ilumine todo lo que ve con su mirada penetrante y haga clic.
Luego os dejará ver una esquina de la foto, lo justo para que podáis volver a empezar por la mañana, sin hundiros del todo en la miseria.