A las 8,35 de la mañana hay un silencio inquietante en el
aire, como el que precede al ataque de los indios navajos en las praderas del
Oeste americano.
―Este silencio no me gusta nada ―habría declarado John Wayne―.
Yo en cambio no digo nada. Contengo el aliento y espero lo
inevitable.
Cinco minutos más tarde, a las 8,35 se agita tenuemente una
de las palmeras del jardín de Gaztelueta. Es como el primer movimiento de batuta
de un director de orquesta antes del ataque repentino y brioso de la orquesta.
El huracán llega así, por sorpresa.
―Ya está aquí ―declara Kloster―. Después de Ruth y Stephanie,
tenía que venir el tercero.
―Hay una conspiración contra este globo ―le respondo―. Tratan de que no
vuele libremente y han organizado una cadena de huracanes para que no podamos
levantarnos del suelo.
―Coincido contigo, colega. La prueba es que todos tienen
nombre de mujer, Como vienen por orden alfabético, no descartes que el último
se llame Vila.
―No me asustes, porfa…