lunes, 27 de febrero de 2017

Estirpes y generaciones

A Romeo (con permiso de Julieta)

Querido Romeo: he vuelto a leer vuestra historia tal como la imaginó Shakespeare y otra vez me he enfadado con su autor por no haberse atrevido a redactar un final feliz. ¡Qué ganas de convertirlo todo en tragedia! La leyenda de vuestros amores merecía un happy end a la americana con beso y fiestón familiar incluidos.  Claro que "Romeo y Julieta" en versión de comedia romántica no habría tenido el mismo éxito. Me temo que, para pasar a la historia de la literatura, es mejor el drama que el sainete.  
Tuviste mala suerte, Romeo. Te enamoraste en el peor momento de la chica menos adecuada. Eras un Montesco, y jamás se había oído decir que uno de tu familia se fijase en una Capuleto. En tu tiempo pertenecer a una estirpe significaba aceptar una herencia irrenunciable de odios y amores ancestrales, sólidos como rocas, que se recibían con orgullo como un título nobiliario, y se mantenían con uñas y dientes como si estuviera en juego el honor de todo el linaje.
Julieta y tú habríais renunciado con gusto a vuestro nombre con tal estar juntos hasta la muerte, porque, como te dijo ella desde su balcón “¿qué es «Montesco»? No es mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni parte del cuerpo. Lo que llamamos rosa ¿acaso sería menos fragante si llevara otro nombre…?"
Tenía razón tu  novia, pero las cosas son como son. Y desde que Caín mató a Abel, los humanos tendemos a pelearnos unos contra otros individual y colectivamente: romanos contra cartagineses, judíos contra árabes, moros contra cristianos, béticos contra sevillistas…, y, naturalemente, los Corleone contra los Bonanno, Los Montesco contra los Capuleto… Ya lo decía Hobbes :  homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre.  
Claro que las cosas han cambiado mucho en los últimos siglos. Ahora las batallas entre estirpes se han convertido en algo marginal, propio de la vieja mafia siciliana o de algunos pueblos anclados en la Edad Media. Las estirpes languidecen. Ya casi nadie presume de la nobleza de su familia. Hasta los aristócratas ocultan con pudor sus títulos nobiliarios.
¿Significa eso que hemos mejorado? No estoy muy seguro. El odio siempre acaba por abrirse paso y en estos últimos cien años se ha vestido de todos los colores: blancos contra negros, rojos contra azules, arios contra judíos, rubios contra pardos…
Pero yo no querría hablarte de eso, sino de una rivalidad nueva —no la llamaré odio— que desde hace un siglo aproximadamente se ha instalado en nuestra sociedad y que, en mi opinión, no es natural ni, por supuesto, inocente. Me refiero a la lucha entre generaciones.
Coinciden los expertos en que la división vertical de la sociedad —por familias o linajes— ha sido sustituida por una segmentación horizontal. Ahora ya no importa si eres Montesco o Capuleto; marqués o descendiente del Zar; lo que cuenta es el año en que naciste. Ese año definirá tu identidad tribal, la música que oigas, la jerga que hables, la ropa que vistas y, si me apuras, hasta el partido en que milites.
Siempre ha habido generaciones distintas, claro, pero nunca tantas ni tan efímeras. El tiempo se acelera, las décadas pasan volando por nuestra vida y nos hacen envejecer diez minutos después de haber alcanzado la adolescencia.
Los políticos totalitarios y los grandes poderes económicos fomentan descaradamente la guerra entre generaciones. A una masa de jovencitos emancipados, sin la protección de su familia y conectados en vena a Internet, se les puede vender cualquier idea y cualquier moda indumentaria.
Con notable descaro lo confesaba hace poco una profesional de la "nueva política". Explicaba este personaje que "la familia convencional" es insana porque se opone a la autonomía de los hijos. Quería decir, supongo, que los niños liberados son clientela fácil para su ideología.
En resumen, que prefiero las estirpes a las generaciones. Mejor tener raíces que volar sin alas. Mejor recibir la savia de los antiguos que los virus, sin filtro, de Google.
Eso sí, que la savia esté limpia de odios. Montescos y Capuletos deben coexistir en paz y armonía. 


sábado, 4 de febrero de 2017

A John Wayne


Ni buenos ni malos 


Querido y admirado John Wayne, o sea, Yonbaine, que es como te llamé toda la vida; ¡cuánto echo de menos tu mirada franca y honrada, tu inconfundible modo de caminar, tu sonrisa irónica y tu colt 45!
No todas tus pelis fueron Westerns, pero en el Oeste es donde te encontrabas más a gusto porque no necesitabas cambiar de personalidad; allí te interpretabas a ti mismo. Eras tan John Wayne en la vida real como en la pantalla. Me apuesto un dólar a que, terminado el rodaje, volvías a casa, amarrabas el caballo en el parquin, y, sin quitarte el sombrero de la cabeza ni el pañuelo del cuello, dabas cuenta del último güisqui, con las botas sobre la mesa y el revólver a tu diestra.
Tus biógrafos, con sospechosa unanimidad, se complacen en destacar la "rudeza" de tu carácter y tus ideas "ultraconservadoras". Sin embargo, cuando uno lee el testimonio de tus allegados, la impresión es muy diferente: dicen que fuiste un hombre entrañablemente familiar, un buen padre de familia y  un abuelo casi pegajoso. Lo del "ultraconservadurismo" no merece comentarios; en esta tierra nuestra si uno va a la iglesia los domingos y no se divorcia cada cinco años corre el riesgo de ser tachado de talibán.
He vuelto a leer la historia de tu conversión a la Iglesia Católica por influencia de John Ford —otro gran John—, que dirigió muchas de tus pelis y fue también católico a pesar de sus muchas miserias y pesares; pero no hablaré de eso. Hoy quería agradecerte alguna de las lecciones que me diste en la pantalla.
De ti, y de tu maestro John Ford, aprendí que los hombres sencillos son más ricos que los poderosos; que los humildes saben crecerse en la adversidad; que es preferible tener una familia a estar solo; que vale la pena luchar para no perder a los tuyos; que la infancia es un campo sembrado de nostalgias; que las mujeres no son objetos de consumo y pueden ser adorables a los 20 años y a los 80; que en los horizontes del oeste se forjan los sueños y las leyendas; que hay que mantener limpio el revólver para hacer justicia a los inocentes. Y es que, querido Yonbaine, en el cine que tú hacías había buenos y malos, y tú siempre eras de los buenos.
Ahora me dirán que no sea simplista, que en este mundo traidor el bien y el mal están mezclados como el trigo y la cizaña; que los buenos no lo son tanto y los malos, en el fondo, también tienen su corazoncito. De acuerdo, pero también es cierto que en aquellas añoradas películas, los buenos —sin ser santos— luchabais por defender la justicia. Y amabais la verdad, la fidelidad a la palabra dada, la patria, la familia. Incluso bendecíais la mesa antes de almorzar sin pedir permiso al fiscal del distrito.
Las cosas empezaron a estropearse con el nacimiento de la llamada "novela negra". Raymond Chandler, Dashiell Hammet, Ross Macdonald, sus más conocidos representantes, dieron a luz respectivamente a  Philip Marlowe, Sam Spade y Lew Archer,  tres detectives duros, solitarios, cínicos y de moral ambigua, que parecían fascinados por lo más oscuro e irracional del ser humano y penetraban en las más turbias alcantarillas a cambio de un puñado de dólares.
A partir de entonces la división entre buenos y malos se fue difuminando en la literatura y en el cine, y el careto taciturno de Humphrey Bogart, con su pitillo colgado del labio, echó de las pantallas a Gary Cooper.
Sabes bien, querido John Wayne, que el fenómeno responde a una profunda crisis de valores de nuestra decrépita sociedad occidental. El "todo por la pasta" parece haber sustituido al "todo por la Patria".  Y el aroma de las cloacas ha contaminado la literatura, el cine y la tele. Ya lo dijo Lord Voldemort, el malo malísimo de Harry Potter: "no hay ni mal ni bien, sólo hay poder y personas demasiado débiles para buscarlo".
Yo no me resigno, querido John. Por eso te invoco con este mail. Saca del armario el látigo y el revólver para dar un buen susto a esos tristes héroes —ni buenos ni malos— que vagan por la literatura y las pantallas escupiendo procacidades y blasfemias, sin más horizonte que su propio estómago.
Te necesitamos, amigo.