La
sala de espera es un pasillo ancho con sillas y silloncitos arrimados a las
paredes. Yo espero ser recibido pronto, pero me pregunto si esperarán lo mismo
las doce personas que llevan aquí más tiempo. Las voy mirando una a una
y trato de jugar con sus rostros y su aspecto: el primero, con cara de
llamarse Aquilino tiene unos dedos largos y nerviosos que juguetean con un Iphone. Lo
más probable es que sea pianista de la Sinfónica de Tafalla.
―¿Don
José Juan?
Se
levanta presuroso Aquilino y sigue a la voz que le ha llamado por otro nombre.
¿José Juan? Sí, también tiene cara de llamarse así.
Abro
el libro que traigo para la espera. Son poemas de Rilke que ya conozco, pero me
gusta picotear de vez en cuando.
La
chica de enfrente seguro que se llama Carmen. Tiene cara de preocupación a
pesar de que hoy es su santo. Probablemente estudia Empresariales, como todo el
mundo a su edad.
―¿Carmen
Gutiérrez…?
Mi
autoestima sube cinco puntos. He acertado. No le preguntaré si estudia Empresariales,
pero, al pasar frente a mí, aprovecho para felicitarla.
―Ah,
muchas gracias…
Y
sonríe. Vuelvo a Rilke, pero no me da tiempo a leer un solo verso.
―¿Don
Enrique Monasterio?
Ese
soy yo, a pesar de que no tengo cara de llamarme Enrique, sino Eugenio. Me
pongo en pie y se me acerca una señora mayor que probablemente se llama María
Dolores.
―¿Es
usted don Enrique Monasterio? En casa todos hemos leído su libro sobre la
Navidad…
Agradezco
a Lola su devoción por mí y sigo a la voz.
―Buenos
días, don Enrique. Supongo que hoy no habrá escrito nada en el blog.
―Supones
mal. Y mañana hablaré de ti.
Es una doctora y tiene cara de llamarse Elvira.