miércoles, 31 de agosto de 2011

Conciencia y dinero

¿Tenéis 5o minutos para escuchar a este conferenciante?
Os aseguro que vale la pena. Sentaos. Poned el vídeo a toda pantalla. Es una buena forma de terminar el mes y quizá las vacaciones.  

La boda en Madridejos

No admito comentarios.



martes, 30 de agosto de 2011

La fiesta y la cruzada


 Un artículo sobre la JMJ, de Mario Vargas Llosa

  • Tampoco soy fan de Vargas Llosa a pesar de su premio Nobel de literatura. Me parece un excelente narrador, pero le gusta demasiado ensuciar su pluma en ambientes sórdidos y degradados. Traigo aquí este artículo porque me he llevado una doble sorpresa: cuesta creer que sea de Vargas Llosa y que se haya publicado el "El País" *, un diario que milita en el laicismo más radical.

Bonito espectáculo el de Madrid invadido por cientos de miles de jóvenes procedentes de los cinco continentes para asistir a la Jornada Mundial de la Juventud que presidió Benedicto XVI y que convirtió a la capital española por varios días en una multitudinaria Torre de Babel. Todas las razas, lenguas, culturas, tradiciones, se mezclaban en una gigantesca fiesta de muchachas y muchachos adolescentes, estudiantes, jóvenes profesionales venidos de todos los rincones del mundo a cantar, bailar, rezar y proclamar su adhesión a la Iglesia católica y su "adicción" al Papa ("Somos adictos a Benedicto" fue uno de los estribillos más coreados).
Salvo el millar de personas que, en el aeródromo de Cuatro Vientos, sufrieron desmayos por culpa del despiadado calor y debieron ser atendidas, no hubo accidentes ni mayores problemas. Todo transcurrió en paz, alegría y convivencia simpática. Los madrileños tomaron con espíritu deportivo las molestias que causaron las gigantescas concentraciones que paralizaron Cibeles, la Gran Vía, Alcalá, la Puerta del Sol, la Plaza de España y la Plaza de Oriente, y las pequeñas manifestaciones de laicos, anarquistas, ateos y católicos insumisos contra el Papa provocaron incidentes menores, aunque algunos grotescos, como el grupo de energúmenos al que se vio arrojando condones a unas niñas que, animadas por lo que Rubén Darío llamaba "un blanco horror de Belcebú", rezaban el rosario con los ojos cerrados.
Hay dos lecturas posibles de este acontecimiento, que EL PAÍS ha llamado "la mayor concentración de católicos en la historia de España". La primera ve en él un festival más de superficie que de entraña religiosa, en el que jóvenes de medio mundo han aprovechado la ocasión para viajar, hacer turismo, divertirse, conocer gente, vivir alguna aventura, la experiencia intensa pero pasajera de unas vacaciones de verano. La segunda la interpreta como un rotundo mentís a las predicciones de una retracción del catolicismo en el mundo de hoy, la prueba de que la Iglesia de Cristo mantiene su pujanza y su vitalidad, de que la nave de San Pedro sortea sin peligro las tempestades que quisieran hundirla.
Una de estas tempestades tiene como escenario a España, donde Roma y el gobierno de Rodríguez Zapatero han tenido varios encontrones en los últimos años y mantienen una tensa relación. Por eso, no es casual que Benedicto XVI haya venido ya varias veces a este país, y dos de ellas durante su pontificado. Porque resulta que la "católica España" ya no lo es tanto como lo era. Las estadísticas son bastante explícitas. En julio del año pasado, un 80% de los españoles se declaraba católico; un año después, solo 70%. Entre los jóvenes, 51% dicen serlo, pero solo 12% aseguran practicar su religión de manera consecuente, en tanto que el resto lo hace solo de manera esporádica y social (bodas, bautizos, etcétera). Las críticas de los jóvenes creyentes -practicantes o no- a la Iglesia se centran, sobre todo, en la oposición de ésta al uso de anticonceptivos y a la píldora del día siguiente, a la ordenación de mujeres, al aborto, al homosexualismo.
Mi impresión es que estas cifras no han sido manipuladas, que ellas reflejan una realidad que, porcentajes más o menos, desborda lo español y es indicativo de lo que pasa también con el catolicismo en el resto del mundo. Ahora bien, desde mi punto de vista esta paulatina declinación del número de fieles de la Iglesia católica, en vez de ser un síntoma de su inevitable ruina y extinción es, más bien, fermento de la vitalidad y energía que lo que queda de ella -decenas de millones de personas- ha venido mostrando, sobre todo bajo los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.
Es difícil imaginar dos personalidades más distintas que las de los dos últimos Papas. El anterior era un líder carismático, un agitador de multitudes, un extraordinario orador, un pontífice en el que la emoción, la pasión, los sentimientos prevalecían sobre la pura razón. El actual es un hombre de ideas, un intelectual, alguien cuyo entorno natural son la biblioteca, el aula universitaria, el salón de conferencias. Su timidez ante las muchedumbres aflora de modo invencible en esa manera casi avergonzada y como disculpándose que tiene de dirigirse a las masas. Pero esa fragilidad es engañosa pues se trata probablemente del Papa más culto e inteligente que haya tenido la Iglesia en mucho tiempo, uno de los raros pontífices cuyas encíclicas o libros un agnóstico como yo puede leer sin bostezar (su breve autobiografía es hechicera y sus dos volúmenes sobre Jesús más que sugerentes). Su trayectoria es bastante curiosa. Fue, en su juventud, un partidario de la modernización de la Iglesia y colaboró con el reformista Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII.
Pero, luego, se movió hacia las posiciones conservadoras de Juan Pablo II, en las que ha perseverado hasta hoy. Probablemente, la razón de ello sea la sospecha o convicción de que, si continuaba haciendo las concesiones que le pedían los fieles, pastores y teólogos progresistas, la Iglesia terminaría por desintegrarse desde adentro, por convertirse en una comunidad caótica, desbrujulada, a causa de las luchas intestinas y las querellas sectarias. El sueño de los católicos progresistas de hacer de la Iglesia una institución democrática es eso, nada más: un sueño. Ninguna iglesia podría serlo sin renunciar a sí misma y desaparecer. En todo caso, prescindiendo del contexto teológico, atendiendo únicamente a su dimensión social y política, la verdad es que, aunque pierda fieles y se encoja, el catolicismo está hoy día más unido, activo y beligerante que en los años en que parecía a punto de desgarrarse y dividirse por las luchas ideológicas internas.
¿Es esto bueno o malo para la cultura de la libertad? Mientras el Estado sea laico y mantenga su independencia frente a todas las iglesias, a las que, claro está, debe respetar y permitir que actúen libremente, es bueno, porque una sociedad democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos -empezando por la corrupción- si sus instituciones no están firmemente respaldadas por valores éticos, si una rica vida espiritual no florece en su seno como un antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y anárquicas que suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano se siente libre de toda responsabilidad.
Durante mucho tiempo se creyó que con el avance de los conocimientos y de la cultura democrática, la religión, esa forma elevada de superstición, se iría deshaciendo, y que la ciencia y la cultura la sustituirían con creces. Ahora sabemos que esa era otra superstición que la realidad ha ido haciendo trizas. Y sabemos, también, que aquella función que los librepensadores decimonónicos, con tanta generosidad como ingenuidad, atribuían a la cultura, esta es incapaz de cumplirla, sobre todo ahora. Porque, en nuestro tiempo, la cultura ha dejado de ser esa respuesta seria y profunda a las grandes preguntas del ser humano sobre la vida, la muerte, el destino, la historia, que intentó ser en el pasado, y se ha transformado, de un lado, en un divertimento ligero y sin consecuencias, y, en otro, en una cábala de especialistas incomprensibles y arrogantes, confinados en fortines de jerga y jerigonza y a años luz del común de los mortales.
La cultura no ha podido reemplazar a la religión ni podrá hacerlo, salvo para pequeñas minorías, marginales al gran público. La mayoría de seres humanos solo encuentra aquellas respuestas, o, por lo menos, la sensación de que existe un orden superior del que forma parte y que da sentido y sosiego a su existencia, a través de una trascendencia que ni la filosofía, ni la literatura, ni la ciencia, han conseguido justificar racionalmente. Y, por más que tantos brillantísimos intelectuales traten de convencernos de que el ateísmo es la única consecuencia lógica y racional del conocimiento y la experiencia acumuladas por la historia de la civilización, la idea de la extinción definitiva seguirá siendo intolerable para el ser humano común y corriente, que seguirá encontrando en la fe aquella esperanza de una supervivencia más allá de la muerte a la que nunca ha podido renunciar. Mientras no tome el poder político y este sepa preservar su independencia y neutralidad frente a ella, la religión no sólo es lícita, sino indispensable en una sociedad democrática.
Creyentes y no creyentes debemos alegrarnos por eso de lo ocurrido en Madrid en estos días en que Dios parecía existir, el catolicismo ser la religión única y verdadera, y todos como buenos chicos marchábamos de la mano del Santo Padre hacia el reino de los cielos. 
* "El País". 28 de VIII. 2011

Retorno sin operación


También los pájaros tienen su operación retorno 
“Por la intercesión de Santa María, que tengas buen viaje. El Señor esté en tu camino y sus ángeles te acompañen, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Es la bendición de viaje que compuso San Josemaría Escrivá. Debería recomendarla la Dirección General de Tráfico para disminuir el número de accidentes de carretera.
Supongo que uno no puede bendecirse a sí mismo; pero yo recitaré esa oración dentro de unos minutos, cuando ponga en marcha el coche. Antes me despediré del Señor, presente en el Sagrario y saludaré a la Virgen de la ermita.
Ya están las maletas en el maletero y he comprobado por dos veces que no me olvido nada: el breviario, el cargador del móvil..., y el frasco de mermelada hecha aquí por las chicas de la administración, que son las dueñas y señoras de Molinoviejo.
Salgo al jardín por última vez. Se ha levantado una brisa fresca, como una tentación azul. Sobre la mesa de hierro juegan dos petirrojos y se oye el grito de un chochín, al que no veo, pero sé perfectamente por dónde anda.
¿Por qué tengo la impresión de que hoy hasta el paisaje se ha vestido de fiesta? Dice la radio que continúa la operación retorno. Me molesta formar parte de una operación, pero qué se le va a hacer.
Busco desesperadamente una razón para quedarme un par de días más… Beata Maria intercedente, bene ambulem…
En latín la bendición suena mejor.

lunes, 29 de agosto de 2011

Et incarnatus est...



Me pides que “comente” el breve pasaje de la Misa en do menor, que puse en el globo hace unas horas.
Supongo, querido Carlos, que no esperas un comentario erudito. Soy casi analfabeto en historia de la gran Música. Me limito a oírla con atención y a descubrir, de tanto en tanto, pequeños y grandes tesoros que otros han descubierto ya hace siglos.
En mi temeraria opinión, la Misa en do menor nos lleva a la cumbre del talento creador de Mozart, por encima incluso de su Requiem. Es cierto que se trata de una obra incompleta. Dicen los que saben que le falta orquestación; pero es evidente que su autor disfrutó como nunca al crearla, tal vez porque es la única Misa que escribió sin que nadie se la encargara.
En los ocho minutos y medio que dura el pasaje, una soprano excepcional canta un solo versículo del Credo: “et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, et homo factus est. Se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María Virgen y se hizo hombre.”
Mozart, ante un Misterio tan grande e inefable, se ve incapaz de condensarlo en unas pocas notas. Por eso se alarga y se alarga; se sumerge en su propia melodía, la saborea deleitándose en ella, amaga por dos veces un final, se arrepiente y recomienza de nuevo. La voz límpida de la cantante parece emular un canto virginal, una nana, nacida en los labios de María Santísima.
Al término de este versículo, el genio de Salzburgo da por concluido el Credo y comienza el Sanctus. Aún falta más de la mitad, pero no tiene fuerzas para seguir. Los “expertos” dicen que lo dejó incompleto. Yo digo que no.
Mozart nunca más escribió un Credo. No podía hacerlo. Mi cultura musical es mínima, pero estoy seguro de lo que afirmo; el mismo Mozart me lo  contó esta mañana al oído.
 

domingo, 28 de agosto de 2011

El cuento que no escribiré



¿Por qué no escribo el cuento en el globo?
Porque sería tanto como asesinarlo y convertirlo en piedra. Los cuentos se escriben sólo el día de su entierro. Nacen, crecen y se elaboran mil veces en el aire. Se cuentan de viva voz y, a ser posible, con gestos, efectos especiales, pausas expresivas…, hipnotizando a los oyentes para que se conviertan en niños mientras dure la narración.
Yo soy un pésimo cuentacuentos, sin gracia ni talento narrativo; pero me gustaría que mis historias ―las que leo y transformo para predicarlas, y las que me invento mientras voy por la autopista― fuesen únicas y originales cada vez que las malinterpreto.
Ayer, cuando regresaba de Madridejos, oí dos versiones diferentes de la Gran Misa en do menor de Mozart. La misma partitura, el mismo autor genial, las mismas notas, pero dos piezas completamente diferentes: entre la ampulosidad de Karajan, que convertía a Mozart en un pequeño Beethoven, y el rigor de Bernstein había un abismo insalvable.
No quisiera compararme con estos dos genios, pero el Salmo pide que cantemos siempre al Señor un cántico nuevo. Yo trato de cumplir ese mandato contando un cuento nuevo cada día.
No me pidáis, por favor, la partitura. 
En lugar del cuento, os invito a escuchar en silencio esta fantástica interpretación del "et incarnatus est..." de la Gran Misa en do menor de Mozart. Canta maravillosamente la mejor intérprete: Göttin Arleen. Dirige Bernstein.

 




Diario apresurado de la boda de Laura y Miguel Ángel


Así aparecían muchos campos de La Mancha, camino de Madridejos
Llegué a Madridejos a las 12 en punto, un minuto antes de lo que habían pronosticado Google y el GPS. Me presente en casa de José María para dejar constancia de que ya estaba en el pueblo y me dispuse a dar un paseo antes de ir a la iglesia.
En la plaza del Ayuntamiento había más de cincuenta ancianos tomando la fresca en silencio absoluto. Todos alzaron la cabeza a mi paso como girasoles ante la presencia del sol.
―¡Buenos días!
―¡Buenos días! ―respondieron en perfecta sincronía―.
―¿Pueden decirme dónde está la Iglesia del Salvador?
Aquí la respuesta fue menos acorde, pero suficiente para no perderme.
―Es que tengo una boda.
―Sí ―respondió uno―; la de Laura.
―Eso, la de Laura.
El párroco resultó llamarse don Leo, y es un sacerdote amable y cariñoso, que me recibió con todos los honores. El sacristán se llama Pedro.
―Antes estaba Alejandro ―me contó otro viejecito a la salida―; pero se murió de un “farto de corazón” y nos ha hecho la puñeta.
Además estaba Carlos, un chaval de 12 años que ejerce de monaguillo con insólita competencia. Cuando vio que me ponía una casulla blanca para la boda, me detuvo en seco.
―Para las fiestas hay otra más elegante. Pesa más, pero es mejor.
Y fue a buscarla a otra habitación. A continuación se puso un alba que le venía a medida.
―Me parece que tú estás pensando ser sacerdote…
―Eso dice mi hermana; pero no sé. Yo quiero hacer empresariales para trabajar en la empresa de mi tío.
―¿Te gusta ser monaguillo?
―Mucho.
―Y de notas…
―Bastante bien.
Durante toda la ceremonia Carlos demostró ser un auténtico lince, rápido preciso y eficaz. Al terminar, se le veía con ganas de hablar.
―¿Usted está contento de ser cura?
―Por supuesto.
Laura no tuvo que esforzarse mucho para estar guapa. Tampoco su hermana, que lucía un vestido rosa largo y majestuoso. El novio llevaba una rosa blanca en la solapa. La madrina estrenaba cara de novia y el padrino, de resignación.
En la homilía les conté un cuento, y como vi que la gente estaba atenta, me alargué un poco más de lo previsto.
A las dos de la tarde nos hicieron una foto que aún no he recibido.  

sábado, 27 de agosto de 2011

Boda en La Mancha

Laura y Miguel Ángel no son tan cursis como estos paisanos. 
Hace algún tiempo asistí en Consuegra a las bodas de Plata de José María y Maxi, una pareja estupenda que trabajan como porteros en mi casa de Madrid. A su tiempo, lo conté aquí con todo detalle.
Hoy regreso a La Mancha. A la 1 del mediodía celebramos la boda de Laura, la hija mayor del matrimonio. No será en Consuegra, sino en Madridejos, el pueblo natal de José María.
Desde Molinoviejo a Madridejos hay 197 kilómetros de autovía y autopista. Según mi GPS, tardaré 2 horas y 1 minuto. Lo más probable es que sea algo menos, pero, por si ese minuto se alarga un poco, salgo de viaje a las 10 en punto. El runrún del coche me servirá para preparar la homilía.
Será un buen día. Sol sin calor es lo que pronostican los augures.

viernes, 26 de agosto de 2011

Y, de pronto, el otoño

Ognuno sta solo sul cuor della terra/ trafitto da un raggio di sole:/ ed è subito sera.
Es el conocido poema de Salvatore Quasimodo. El poeta retrata en tres líneas la situación del hombre ―quizá también de la humanidad― en el corazón mundo. Se lo imagina solo, a pesar de las multitudes que lo rodean, pero confiado, “traspasado por un rayo de sol”. Y, de pronto, la noche, la vejez, la muerte.
Me han venido estos versos a la memoria no porque sufra algún tipo de depresión ni porque celebremos hoy a Santa Teresa de Jesús Journet, patrona de la ancianidad, a cuya intercesión me acojo con todo derecho. Simplemente es que llueve.
Hasta hoy, Molinoviejo aparecía traspasado por un sol de justicia que a duras penas lograban atemperar los grandes pinos de Valsain y la brisa de la Mujer Muerta. En medio de todo, era un calor estimulante también para las aves, que se iban preparando para la migración rumbo al sur.
Ed è subito sera. Y, de pronto, el otoño. Esta mañana lo he sentido en todos mis huesos. No sólo es la lluvia, que cae mansamente, como quien no tiene prisa por empapar la tierra y pretende permanecer con nosotros muchos días. También la temperatura ha abandonado su techo estival.
Aún resisten en el árbol las hojas de los álamos, que dentro de unos días empezarán  a caer. Aún oigo al atardecer el silbo tremolante de los abejarucos y el maullido líquido de las oropéndolas. Aún busco la sombra refrescante cuando el sol se asoma entre las nubes. Aún es verano, y continúan las fiestas en los pueblos de Castilla. Pero mañana callarán los pájaros. La liturgia del otoño es silenciosa.
Se acabó la película, Kloster. Hay que volver a la pelea. Puedes consolarte pensando que dentro de un mes San Miguel nos traerá un veranillo de propina. 



 

Pollo con chorizos


Parece que colea la campaña electoral. Este cartel ondeaba en algún ayuntamiento. Me lo envía una monja encantadora. Palabra. Y añade: "que nadie se dé por aludido".
Al contrario, que se dé.


jueves, 25 de agosto de 2011

El globo se desmoviliza


El experimento no ha funcionado como esperaba. Al parecer los usuarios de IPad se encontraban con la versión móvil en su tableta como si, en lugar de tener una pantallas grande, fuera un telefonillo. Lo mismo les ocurría a los que trabajan con Android. Algún usuario de IPhone me dice que las líneas salen cortadas. Otros, porque no se pueden leer los comentarios...
Bueno, pues rectifico. Acabo de quitar el enlace que anuncié aquí hace unos días. Esperemos tiempos mejores. Seguro que dentro de poco nuestro amado Google habrá perfeccionado el sistema.

Los confesonarios blancos



Raúl los ha visto en una fotografía y piensa en una bandada de gaviotas blancas a punto de emprender el vuelo. O quizá en garzas reales con las alas desplegadas secándose al sol.
―¿Qué son? ―pregunta al fin a su hijo―.
―Confesonarios.
―¿Todavía existen esas cosas?
―Claro…
Raúl recuerda entonces el viejo confesonario de su parroquia. Estaba escondido en un rincón oscuro al fondo del templo. Tenía seis años cuando se asomó por primera vez a la misteriosa ventanilla y miró a los ojos a un fraile agustino. Quizá se llamaba el padre Fidel, pero no está seguro. Era muy anciano y se acurrucaba allí dentro para leer un libro negro, viejo y ajado como las maderas del aquella especie de ataúd tenebroso. Raúl dijo “hola”, tragó saliva, se puso colorado y sin más preámbulos comenzó.
―Tengo siete pecados…
―¿Siete?
―Sí, los he contado.
Al final sólo dijo seis. A Raúl le daba mucha vergüenza contar que había estado curioseando en los cajones de la chica de servicio que trabajaba en su casa. Menos mal que el  confesor no se dio cuenta de que faltaba un pecado.
Raúl ya no recuerda más. Tampoco lo que le aconsejó el sacerdote; pero, cuando hizo la Primera Comunión vestido de blanco, pensó que estaba cometiendo otro pecado gordísimo por callarse algo tan grave, e imaginó que el demonio se lo llevaría muy pronto al infierno.
Han pasado más de cincuenta años. Desde aquel día no ha vuelto a confesarse. Suele decir que odia la confesión porque tuvo una mala experiencia con un cura que le riñó. Él sabe que no es verdad. Otra mentira más para salir del paso.
Al fin va al Retiro. Allí está su hijo pequeño que trabaja como voluntario en la JMJ. 
―¿Cómo va la cosecha? ―le pregunta―.
―No va mal. ¿Vas a confesarte tú también?
―Yo no creo en esas cosas. Yo me confieso con Dios sin intermediarios.
El hijo de Raúl, que por cierto se llama Rubén, le mira con cara de guasa:
―Yo también me confieso con Dios. Y Dios me dice siempre que pase por la garita. ¿A ti qué te dice?
Raúl hace un gesto con la mano como alejando un insecto y se sienta en un banco “para ver el espectáculo”.
Raúl comprueba que las confesiones son breves; que los chavales se ríen y los sacerdotes también. Una chiquilla de diecisiete o dieciocho años se le acerca y le deja una especie de folleto para hacer examen de conciencia. Raúl lo abre, pero no consigue leer una sola línea. Levanta la cabeza. En el primer confesonario hay un sacerdote muy joven que acaba de despedir a un penitente. El cura le mira y le invita a acercarse.
Raúl se sienta a su lado y, por un momento, tiene la impresión de que se encuentra dentro de un velero blanco navegando por aguas tranquilas; quizá por el lago del Retiro. Se lo dice al sacerdote y éste se ríe.
―Éste es un viaje mucho más bonito. Ya lo verás. ¿Cuándo te confesaste la última vez?
―Bueno; yo no venía a confesarme, pero es que el confesonario es tan blanco… Hace cincuenta y dos años… Además me callé un pecado que me parecía gordísimo, y ahora me da más vergüenza contarlo. Imagínese, iba a hacer la Primera Comunión.
Rubén, que ha contemplado la escena desde lejos, ve que su padre y el sacerdote hablan y hablan durante varios minutos y que al final, después de la absolución, se funden en un abrazo.
Raúl da gracias a Dios por el calor insoportable que hace en Madrid. El sudor le sirve para disimular las lágrimas.
Antes de alejarse, saca una foto del confesonario que acaba de visitar.
Dos días más tarde me enseña la foto, que está como fondo de pantalla en su Iphone y me cuenta la historia en presencia de su hijo.
―Si quiere, escríbala ―me dice―; pero, por favor, cambie el nombre y los detalles.
Amén


miércoles, 24 de agosto de 2011

Los papamoscas

Ya están aquí. No sé cuál es la razón, pero todos los años por estas fechas el jardín de Molinoviejo se llena de "papamoscas cerrojillos". Llegaron a Europa en abril, pero hasta mediados de agosto no les veo el pelo. Será que han empezado la emigración de regreso y hacen un alto en el camino para tomar fuerzas.
Para un pajarero normal son inconfundibles tanto por su plumaje como por su peculiar comportamiento. Cada ejemplar se busca un posadero desde el que otea a su alrededor. Pocos segundos después, despega bruscamente, da una especie de vuelta al ruedo, caza un insecto y regresa e su punto de partida. Y así durante todo el día.
Como veis, no hay mucho que decir de este modesto pajarillo; pero a mí me producen cierta melancolía, ya que son el primer signo de que mi estancia en Molinoviejo está a punto de terminar y debo regresar a Madrid.

martes, 23 de agosto de 2011

Pedro J y la J (MJ)



No soy fan de Pedro J. Ramírez. Tampoco tengo nada contra él. No me gusta alimentar fobias ni adhesiones incondicionales en el ámbito periodístico, político o literario. Reconozco que casi nunca leo sus interminables artículos dominicales, simple y llanamente porque me agotan.
Hoy, sin embargo reproduzco el que publicó anteayer en “El Mundo”. Lo he encontrado en el blog del profesor Ortigosa y, por una vez, recomiendo su lectura.
No, Pedro José no es un Padre de la Iglesia y sigue aferrado a sus antiguas obsesiones, pero algo muy bueno le está ocurriendo a este viejo librepensador, que, al menos, piensa por libre.


DOMINGO 21 DE AGOSTO DE 2011
Han pasado más de siete años pero aún debo de guardar, fosilizada en algún sitio, la mueca de estupor que se me dibujó en el rostro cuando la primera vez que me invitó a La Moncloa, justo antes de sentarnos a cenar, Zapatero me hizo la última pregunta que podía esperar escuchar en aquel sitio: «¿Oye, tú crees en Dios?».
No sé cómo hubieran reaccionado ustedes. Mi primera tentación fue darle un corte en clave ácida, rígida o irónica. Pero mientras dudaba entre el «¿y a ti qué te importa?», el «eso forma parte de mi intimidad» o el «no hablaré si no es en presencia de mi abogado», él aprovechó mis dos segundos de sorpresa para contextualizar su interrogante: «Es que yo no creo… ¿sabes?».
Aún me dejó más estupefacto. La estancia aneja a la sala del Consejo de Ministros, habilitada por entonces como comedor de invitados, se había transformado de repente en una habitación de colegio mayor en la que, con una guitarra en el rincón, un póster del Che o cualquier otro icono pop y un cenicero repleto de colillas, las confidencias y debates no giraban sobre peripecias amorosas, académicas o deportivas sino nada menos que sobre la existencia de Dios.
Claro que, bien pensado, aquello podía parecer frívolo pero no era banal en absoluto. De hecho estaba ante el primer jefe de gobierno de la democracia que, emulando a Azaña, se declaraba cabalmente ateo ante un interlocutor que no podía dejar de tomar nota para, permítaseme el sarcasmo, terminar dando fe de ello.

Moneda de la JMJ acuñada en Roma 

Por eso, confianza por confianza, me sentí obligado a entrar al trapo, aunque pareciera que lo hacía con una evasiva: «Si no tuviera más remedio que responder a esa pregunta, te diría que no lo sé». Probablemente, el que yo diera esa sensación de nadar entre dos aguas terminó de darle alas y fue entonces cuando me explicó que la hoja de ruta de su «democracia bonita» incluía ayudar a la sociedad española a «liberarse» de la dependencia de la Iglesia católica, fruto de tantos años de «atraso».
Desde ese momento tuve muy claro que para Zapatero no podía haber ni progreso ni modernización sin beligerancia laica y que uno de los raseros por los que iba a medir su propia satisfacción política iba a ser el nivel de confrontación con la jerarquía católica. Cuando algo después me explicó que para él hubiera sido aceptable utilizar la expresión «unión conyugal» en lugar de la de «matrimonio» para regular los derechos civiles de los homosexuales, «pero el problema es que Zerolo no quiere», me di cuenta de que, en su obsesión por restringir un poder fáctico, estaba cayendo en manos de otro. Es decir, que combatía lo que él veía como dogmas y supersticiones de una Iglesia desde el código rígido de otra a cuya prelatura añadiría pronto a feministas y ecologistas.
No faltarán quienes vean tanta inmadurez en mi respuesta como en su pregunta, pero durante estos días en los que con motivo de la visita del Papa muchos colegas se han declarado creyentes, agnósticos o ateos en estas u otras páginas también puede tener algún valor que alguien diga que pertenece al segmento del «no sabe, pero sí contesta».
Puesto que para los bautizados en la Iglesia católica creer en Dios significa creer en la Santísima Trinidad, en la concepción de la Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo, en la transubstanciación del Verbo, en la resurrección de Cristo, en su ascensión a los cielos, en la vida eterna, en los goces del Paraíso y en las calderas del Infierno -tengo entendido que últimamente nos han perdonado lo del Purgatorio- debo confesar que no se me ocurre cómo nada de eso haya podido llegar a suceder de forma material. Pero si a continuación alguien me cataloga, en consecuencia y en pura lógica, como no creyente, algo se revuelve en mí pues considero que se me está expropiando de un derecho que me pertenece, de una parte del legado emocional y cultural que me transmitieron mis padres.
Suele decirse que la fe es una gracia del cielo pero esa misma circunstancia la vuelve imposible de valorar por parte de quienes no la tienen o tenemos. No vean, pues, en esta reflexión ningún tipo de ansiedad o sensación de merma. Tan sólo la serena constatación de que muchos agnósticos e incluso ateos se han vuelto creyentes y, por difícil que parezca, eso puede terminar sucediéndole a cualquiera. Tal vez sea una actitud egoísta e incluso arrogante, pero admito, como lo hice al despedir con admiración a Juan Pablo II, aquel gran Papa carismático que «nos cubría las espaldas», que si escucho siempre con interés y respeto al pensador profundo que hay en Benedicto XVI es «por si acaso» tiene razón.
O, para ser más exactos, porque hay una parte de lo que dice -todo lo relacionado con la dignidad de la persona y de la vida humanas- que resulta muy certero y razonable, al margen de cuáles sean las convicciones religiosas de cada cual. Incluso si no fuera verdad ninguno de los hechos extraordinarios descritos en el Catecismo y en el Credo, el aporte a la convivencia y la civilización humanas de una organización que difunde el amor, predica la paz y atiende a los más necesitados continuaría siendo tan digno de encomio como impagable.
No se puede negar que en esta Jornada Mundial de la Juventud que culminará hoy, las calles de Madrid se han llenado de idealismo, de generosidad contagiosa y energía positiva. El «siempre alegres para hacer felices a los demás» que pregonaban Escrivá de Balaguer y el padre Urteaga se ha plasmado a escala multitudinaria y, a pesar de las ofensas y provocaciones de la marcha anticlerical del miércoles, no hemos visto gestos agresivos, no hemos escuchado insultos, gritos o consignas contra nadie; sólo reivindicaciones positivas de una forma de entender la vida más exigente con uno mismo que con los otros.
A pesar de haber estudiado en la Universidad de Navarra y, a diferencia de algunos colegas que ahora ejercen de lobos feroces, nunca fui del Opus -ni se me pasó por la cabeza, era metafísicamente imposible- y todavía sigo mirando a amigos y conocidos que sí lo son como una especie de bichos raros. Pero mi perplejidad se cimienta -y esto es extensivo a todos los activistas católicos- en la percepción de que la mayoría de ellos desarrollan mejor sus capacidades intelectuales y transmiten más a menudo buenas vibraciones que la media de los mortales. No es casual que se resalte como contradictorio el que un hombre de religiosidad acreditada resulte ser un malvado.
Si me fijo en el otro plato de la balanza no tengo duda de que hay áreas claves para el desarrollo y bienestar social en las que el magisterio de la Iglesia cumple hoy un papel claramente reaccionario. Sobre todo en lo relativo a la sexualidad, la contracepción y la bioética. De hecho sólo una minoría de los propios católicos practicantes aplican a su vida diaria esas estrictas normas que te obligan hasta a apartar la vista de cualquier manzana reluciente.
Pero esto sería un problema si viviéramos en un Estado confesional, no digamos en una teocracia, en el que los principios religiosos impregnaran las normas positivas. En la España actual la Iglesia a lo más que puede llegar, cuando se pone antipática, es a amenazarte con las penas del infierno, y al no creyente eso debería darle igual. «Tant se val si és pecat», cantaba el mejor Serrat hace ya más de 40 años. ¿A qué viene entonces que la práctica del sacramento de la confesión irrite tanto a quien se burla del propio concepto de pecado?
No discuto que en el pasado la intransigencia religiosa ha podido arruinarle la vida a mucha gente, pero tras el viaje pendular que hemos vivido en el último medio siglo, la Iglesia cumple hoy en España un saludable papel de contrapeso crítico frente a una legislación desequilibrada que desparrama derechos y omite deberes. A eso se refirió el Papa con su alusión a quienes «creyéndose dioses» pretenden «decidir quién es digno de vivir». Es el caso de la reforma del aborto que relega de manera injusta la protección del nasciturus,encomendada en su día por el Tribunal Constitucional al legislador, lo que hace ineludible su enmienda por un futuro gobierno del PP. No para asumir las tesis de la Iglesia sino para volver a ponderarlas de forma más ecuánime en un contexto de despenalización parcial.
En cambio, puesto que no pretendemos construir una sociedad cartesiana y es lógico que el pragmatismo impere en la acción política, nada me sorprendería que Rajoy no cambiara ni una coma en la Ley del Matrimonio Homosexual, habida cuenta su nula conflictividad práctica. La denominación de «unión conyugal» hubiera sido idónea en términos biológicos y jurídicos, pero no hay situación límite alguna que imponga ahora la marcha atrás.
El Roma locuta, causa finita ya no rige en la sociedad española. Pero precisamente por eso tiene más sentido escuchar con atención a una institución como la Iglesia que forma parte de la médula de nuestra historia y que encima se expresa a través de un portavoz tan articulado y profundo como ese cardenal Rouco que admira a Edith Stein y, muy en sintonía con el propio Ratzinger, cita a los más variados filósofos en sus homilías.
De hecho el tono intelectual que caracteriza el papado de Benedicto XVI no sólo supone una inyección de consistencia para la Iglesia sino que también implica el lanzamiento de un guante que el racionalismo laico no tiene más remedio que recoger. De ahí la puerilidad de quienes han centrado sus críticas contra la JMJ en la cesión de espacios públicos con sus correspondientes dispositivos de seguridad o en la rebaja del transporte público a los asistentes. Al margen de que ya me gustaría a mí tener cientos de miles de usuarios adicionales de un servicio sin coste marginal, aun pagando el 20% de la tarifa, esto sí que es tomar el rábano por las hojas.
«Lo que nadie pone en duda es que la religión interesa cada día menos», escribía el pasado domingo un sedicente teólogo sin darse cuenta de que tal proposición quedaba desmentida por su propia presencia, hay que suponer que remunerada, en la página 3 de un diario de difusión nacional. Ocurre lo contrario: cuanto más hondas son nuestras crisis mayor es la búsqueda de respuestas trascendentes, y la espectacular capacidad de convocatoria de la JMJ lo demuestra.
Sobre todo cuando quien la ha protagonizado no ha sido ni una estrella de rock ni un futbolista con crestas en el pelo sino un anciano de maneras suaves y sonrisa tímida que cuando fue promovido a la silla de Pedro arrastró hasta su escudo papal, junto a la concha del peregrino y al llamado moro de Freising -símbolo de la universalidad de la Iglesia-, la figura de aquel ursus horribilis que hace 13 siglos atacó a un virtuoso clérigo cuando acudía a Roma para ser ungido obispo.
Los más fieles a estas Cartas recordarán mi fascinación por el oso de San Corbiniano -remoto antecesor de Ratzinger en la diócesis de Baviera- cuando Benedicto XVI comenzó a citarlo en sus homilías. Para el Papa la transformación de aquella fiera corrupia que había devorado a la mula del santo en un dócil animal de carga es la imagen del poder de la gracia divina y el recordatorio permanente de que todos, empezando por él mismo, podemos ser llamados a tirar de un carro al que no esperábamos ser uncidos.
Lo que a mí me inspira el episodio es la capacidad de la civilización humana para transformar los antagonismos fatales en relaciones de colaboración en pos de objetivos compatibles. Nunca ha quedado claro qué es lo que el santo le dijo al oso cuando lo doblegó con su voz suave y firme, pero para mí que le habló de los confortables lechos de paja de ciertos establos de Roma. Por eso me alegro de que el mismo jefe de gobierno que hace siete años me dijo que no creía en Dios acudiera el viernes a la nunciatura a cumplimentar respetuosamente a su representante en la tierra después de una etapa de saludable rebaja de la tensión con la jerarquía católica. Y por eso me alegro, sobre todo, de que en la ciudad que también lo tiene incorporado a su escudo, el oso del Estado no sólo no haya devorado a los cientos de miles de peregrinos sino que haya contribuido a sujetar el madroño frondoso de la fe bajo el que se han cobijado.
Al oso lo que es del oso y a la JMJ lo que es de la JMJ, pero todos saldríamos ganando si esta colaboración volviera a ser la regla y no una excepción, dentro del paréntesis de un vibrante macroevento, bajo la canícula agosteña.

lunes, 22 de agosto de 2011

Las mejores imágenes de la JMJ

Me las envía Pascalle, que se empapó y se secó la noche de Cuatro Vientos igual que un millón de peregrinos más. Un vídeo para conservar.

Comentarios sobre la JMJ


El dibujo es de Mingote. Las palabras no: las pronunció completamente en serio un contertulio radiofónico, de cuyo nombre no puedo acordarme.


A los héroes de la JMJ

El Santo Padre se despedía ayer con especial afecto de los cientos de voluntarios que han participado en la JMJ. Los voluntarios se han entregado a su tarea con verdadera abnegación y todos debemos estarles especialmente agradecidos. También el Papa, que aprovechó la ocasión para abrirles nuevos horizontes de entrega. Es un breve discurso que vale la pena leer y meditar.



Queridos voluntarios


Al concluir los actos de esta inolvidable Jornada Mundial de la Juventud, he querido detenerme aquí, antes de regresar a Roma, para daros las gracias muy vivamente por vuestro inestimable servicio. Es un deber de justicia y una necesidad del corazón. Deber de justicia, porque, gracias a vuestra colaboración, los jóvenes peregrinos han podido encontrar una amable acogida y una ayuda en todas sus necesidades. Con vuestro servicio habéis dado a la Jornada Mundial el rostro de la amabilidad, la simpatía y la entrega a los demás.

Mi gratitud es también una necesidad del corazón, porque no solo habéis estado atentos a los peregrinos, sino también al Papa. En todos los actos en los que he participado, allí estabais vosotros: unos visiblemente y otros en un segundo plano, haciendo posible el orden requerido para que todo fuera bien. No puedo tampoco olvidar el esfuerzo de la preparación de estos días. Cuántos sacrificios, cuánto cariño. Todos, cada uno como sabía y podía, puntada a puntada, habéis ido tejiendo con vuestro trabajo y oración el maravillo cuadro multicolor de esta Jornada. Muchas gracias por vuestra dedicación. Os agradezco este gesto entrañable de amor.

Muchos de vosotros habéis debido renunciar a participar de un modo directo en los actos, al tener que ocuparos de otras tareas de la organización. Sin embargo, esa renuncia ha sido un modo hermoso y evangélico de participar en la Jornada: el de la entrega a los demás de la que habla Jesús. En cierto sentido, habéis hecho realidad las palabras del Señor: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Tengo la certeza de que esta experiencia como voluntarios os ha enriquecido a todos en vuestra vida cristiana, que es fundamentalmente un servicio de amor. El Señor trasformará vuestro cansancio acumulado, las preocupaciones y el agobio de muchos momentos en frutos de virtudes cristianas: paciencia, mansedumbre, alegría en el darse a los demás, disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios. Amar es servir y el servicio acrecienta el amor. Pienso que es este uno de los frutos más bellos de vuestra contribución a la Jornada Mundial de la Juventud. Pero esta cosecha no la recogéis solo vosotros, sino la Iglesia entera que, como misterio de comunión, se enriquece con la aportación de cada uno de sus miembros.

Al volver ahora a vuestra vida ordinaria, os animo a que guardéis en vuestro corazón esta gozosa experiencia y a que crezcáis cada día más en la entrega de vosotros mismos a Dios y a los hombres. Es posible que en muchos de vosotros se haya despertado tímida o poderosamente una pregunta muy sencilla: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál es su designio sobre mi vida? ¿Me llama Cristo a seguirlo más de cerca? ¿No podría yo gastar mi vida entera en la misión de anunciar al mundo la grandeza de su amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? Si ha surgido esa inquietud, dejaos llevar por el Señor y ofreceos como voluntarios al servicio de Aquel que «no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). Vuestra vida alcanzará una plenitud insospechada. Quizás alguno esté pensando: el Papa ha venido a darnos las gracias y se va pidiendo. Sí, así es. Ésta es la misión del Papa, Sucesor de Pedro. Y no olvidéis que Pedro, en su primera carta, recuerda a los cristianos el precio con que han sido rescatados: el de la sangre de Cristo (cf. 1P 1, 18-19). Quien valora su vida desde esta perspectiva sabe que al amor de Cristo solo se puede responder con amor, y eso es lo que os pide el Papa en esta despedida: que respondáis con amor a quien por amor se ha entregado por vosotros. Gracias de nuevo y que Dios vaya siempre con vosotros.

domingo, 21 de agosto de 2011

Hasta siempre

Aeropuerto internacional Madrid Barajas
Las últimas palabras del Papa


Majestades,
Distinguidas Autoridades nacionales, autonómicas y locales, Señor Cardenal Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Señores Cardenales y Hermanos en el Episcopado, Amigos todos:
Ha llegado el momento de despedirnos. Estos días pasados en Madrid, con una representación tan numerosa de jóvenes de España y todo el mundo, quedarán hondamente grabados en mi memoria y en mi corazón.
Majestad, el Papa se ha sentido muy bien en España. También los jóvenes protagonistas de esta Jornada Mundial de la Juventud han sido muy bien acogidos aquí y en tantas ciudades y localidades españolas, que han podido visitar en los días previos a la Jornada.
Gracias a Vuestra Majestad por sus cordiales palabras y por haber querido acompañarme tanto en el recibimiento como, ahora, al despedirme. Gracias a las Autoridades nacionales, autonómicas y locales, que han mostrado con su cooperación fina sensibilidad por este acontecimiento internacional. Gracias a los miles de voluntarios, que han hecho posible el buen desarrollo de todas las actividades de este encuentro: los diversos actos literarios, musicales, culturales y religiosos del «Festival joven», las catequesis de los Obispos y los actos centrales celebrados con el Sucesor de Pedro. Gracias a las fuerzas de seguridad y del orden, así como a los que han colaborado prestando los más variados servicios: desde el cuidado de la música y de la liturgia, hasta el transporte, la atención sanitaria y los avituallamientos.
España es una gran Nación que, en una convivencia sanamente abierta, plural y respetuosa, sabe y puede progresar sin renunciar a su alma profundamente religiosa y católica. Lo ha manifestado una vez más en estos días, al desplegar su capacidad técnica y humana en una empresa de tanta trascendencia y de tanto futuro, como es el facilitar que la juventud hunda sus raíces en Jesucristo, el Salvador.
Una palabra de especial gratitud se debe a los organizadores de la Jornada: al Cardenal Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos y a todo el personal de ese Dicasterio; al Señor Cardenal Arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, junto con sus Obispos auxiliares y toda la archidiócesis; en particular, al Coordinador General de la Jornada, Monseñor César Augusto Franco Martínez, y a sus colaboradores, tantos y tan generosos. Los Obispos han trabajado con solicitud y abnegación en sus diócesis para la esmerada preparación de la Jornada, junto con los sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos. A todos, mi reconocimiento, junto con mi súplica al Señor para que bendiga sus afanes apostólicos.
Y no puedo dejar de dar las gracias de todo corazón a los jóvenes por haber venido a esta Jornada, por su participación alegre, entusiasta e intensa. A ellos les digo: Gracias y enhorabuena por el testimonio que habéis dado en Madrid y en el resto de ciudades españolas en las que habéis estado. Os invito ahora a difundir por todos los rincones del mundo la gozosa y profunda experiencia de fe vivida en este noble País. Transmitid vuestra alegría especialmente a los que hubieran querido venir y no han podido hacerlo por las más diversas circunstancias, a tantos como han rezado por vosotros y a quienes la celebración misma de la Jornada les ha tocado el corazón. Con vuestra cercanía y testimonio, ayudad a vuestros amigos y compañeros a descubrir que amar a Cristo es vivir en plenitud.
Dejo España contento y agradecido a todos. Pero sobre todo a Dios, Nuestro Señor, que me ha permitido celebrar esta Jornada, tan llena de gracia y emoción, tan cargada de dinamismo y esperanza. Sí, la fiesta de la fe que hemos compartido nos permite mirar hacia adelante con mucha confianza en la providencia, que guía a la Iglesia por los mares de la historia. Por eso permanece joven y con vitalidad, aun afrontando arduas situaciones. Esto es obra del Espíritu Santo, que hace presente a Jesucristo en los corazones de los jóvenes de cada época y les muestra así la grandeza de la vocación divina de todo ser humano. Hemos podido comprobar también cómo la gracia de Cristo derrumba los muros y franquea las fronteras que el pecado levanta entre los pueblos y las generaciones, para hacer de todos los hombres una sola familia que se reconoce unida en el único Padre común, y que cultiva con su trabajo y respeto todo lo que Él nos ha dado en la Creación.
Los jóvenes responden con diligencia cuando se les propone con sinceridad y verdad el encuentro con Jesucristo, único redentor de la humanidad. Ellos regresan ahora a sus casas como misioneros del Evangelio, «arraigados y cimentados en Cristo, firmes en la fe», y necesitarán ayuda en su camino. Encomiendo, pues, de modo particular a los Obispos, sacerdotes, religiosos y educadores cristianos, el cuidado de la juventud, que desea responder con ilusión a la llamada del Señor. No hay que desanimarse ante las contrariedades que, de diversos modos, se presentan en algunos países. Más fuerte que todas ellas es el anhelo de Dios, que el Creador ha puesto en el corazón de los jóvenes, y el poder de lo alto, que otorga fortaleza divina a los que siguen al Maestro y a los que buscan en Él alimento para la vida. No temáis presentar a los jóvenes el mensaje de Jesucristo en toda su integridad e invitarlos a los sacramentos, por los cuales nos hace partícipes de su propia vida.
Majestad, antes de volver a Roma, quisiera asegurar a los españoles que los tengo muy presentes en mi oración, rezando especialmente por los matrimonios y las familias que afrontan dificultades de diversa naturaleza, por los necesitados y enfermos, por los mayores y los niños, y también por los que no encuentran trabajo. Rezo igualmente por los jóvenes de España. Estoy convencido de que, animados por la fe en Cristo, aportarán lo mejor de sí mismos, para que este gran País afronte los desafíos de la hora presente y continúe avanzando por los caminos de la concordia, la solidaridad, la justicia y la libertad. Con estos deseos, confío a todos los hijos de esta noble tierra a la intercesión de la Virgen María, nuestra Madre del Cielo, y los bendigo con afecto. Que la alegría del Señor colme siempre vuestros corazones. Muchas gracias.

El globo se moviliza


Siguiendo los consejos de mi colega Borja, he colocado en la columna de la derecha un enlace para los que quieran conectarse al globo utilizando su agenda.
Corred la voz entre los millones de lectores que manejan esos diabólicos aparatitos que están revolucionándolo todo

Palabras del Papa en el Ángelus


Queridos amigos,
Ahora vais a regresar a vuestros lugares de residencia habitual. Vuestros amigos querrán saber qué es lo que ha cambiado en vosotros después de haber estado en esta noble Villa con el Papa y cientos de miles de jóvenes de todo el orbe:
¿Qué vais a decirles? Os invito a que deis un audaz testimonio de vida cristiana ante los demás. Así seréis fermento de nuevos cristianos y haréis que la Iglesia despunte con pujanza en el corazón de muchos.
¡Cuánto he pensado en estos días en aquellos jóvenes que aguardan vuestro regreso! Transmitidles mi afecto, en particular a los más desfavorecidos, y también a vuestras familias y a las comunidades de vida cristiana a las que pertenecéis.
No puedo dejar de confesaros que estoy realmente impresionado por el número tan significativo de Obispos y sacerdotes presentes en esta Jornada. A todos ellos doy las gracias muy desde el fondo del alma, animándolos al mismo tiempo a seguir cultivando la pastoral juvenil con entusiasmo y dedicación.
Encomiendo ahora a todos los jóvenes del mundo, y en especial a vosotros, queridos amigos, a la amorosa intercesión de la Santísima Virgen María, Estrella de la nueva evangelización y Madre de los jóvenes, y la saludamos con las mismas palabras que le dirigió el Ángel del Señor.

Homilía de Clausura de la JMJ

MADRID, 21.08.2011; 10:30
Cuatro Vientos


Queridos jóvenes:
Con la celebración de la Eucaristía llegamos al momento culminante de esta Jornada Mundial de la Juventud. Al veros aquí, venidos en gran número de todas partes, mi corazón se llena de gozo pensando en el afecto especial con el que Jesús os mira. Sí, el Señor os quiere y os llama amigos suyos (cf. Jn15,15). Él viene a vuestro encuentro y desea acompañaros en vuestro camino, para abriros las puertas de una vida plena, y haceros partícipes de su relación íntima con el Padre. Nosotros, por nuestra parte, conscientes de la grandeza de su amor, deseamos corresponder con toda generosidad a esta muestra de predilección con el propósito de compartir también con los demás la alegría que hemos recibido.
Ciertamente, son muchos en la actualidad los que se sienten atraídos por la figura de Cristo y desean conocerlo mejor.
Perciben que Él es la respuesta a muchas de sus inquietudes personales. Pero, ¿quién es Él realmente? ¿Cómo es posible que alguien que ha vivido sobre la tierra hace tantos años tenga algo que ver conmigo hoy?
En el evangelio que hemos escuchado (cf. Mt 16, 13-20), vemos representados como dos modos distintos de conocer a Cristo. El primero consistiría en un conocimiento externo, caracterizado por la opinión corriente. A la pregunta de Jesús:
«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los discípulos responden: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Es decir, se considera a Cristo como un personaje religioso más de los ya conocidos. Después, dirigiéndose personalmente a los discípulos, Jesús les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Pedro responde con lo que es la primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». La fe va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad.
Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un don de Dios: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Tiene su origen en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo. Así, la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», en el fondo está impulsando a los discípulos a tomar una decisión personal en relación a Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente relacionados. Y, puesto que supone seguir al Maestro, la fe tiene que consolidarse y crecer, hacerse más profunda y madura, a medida que se intensifica y fortalece la relación con Jesús, la intimidad con Él. También Pedro y los demás apóstoles tuvieron que avanzar por este camino, hasta que el encuentro con el Señor resucitado les abrió los ojos a una fe plena.Queridos jóvenes, también hoy Cristo se dirige a vosotros con la misma pregunta que hizo a los apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondedle con generosidad y valentía, como corresponde a un corazón joven como el vuestro. Decidle: Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me abandone.
En su respuesta a la confesión de Pedro, Jesús habla de la Iglesia: «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». ¿Qué significa esto? Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1Co 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza.
Queridos jóvenes, permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a fortalecer esta fe que se nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a Cristo, el Hijo de Dios, en el centro de vuestra vida. Pero permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.
Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de apoyo para la de otros. Os pido, queridos amigos, que améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza de su amor. Para el crecimiento de vuestra amistad con Cristo es fundamental reconocer la importancia de vuestra gozosa inserción en las parroquias, comunidades y movimientos, así como la participación en la Eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón, y el cultivo de la oración y meditación de la Palabra de Dios.
De esta amistad con Jesús nacerá también el impulso que lleva a dar testimonio de la fe en los más diversos ambientes, incluso allí donde hay rechazo o indiferencia. No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás.
Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios. Pienso que vuestra presencia aquí, jóvenes venidos de los cinco continentes, es una maravillosa prueba de la fecundidad del mandato de Cristo a la Iglesia: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). También a vosotros os incumbe la extraordinaria tarea de ser discípulos y misioneros de Cristo en otras tierras y países donde hay multitud de jóvenes que aspiran a cosas más grandes y, vislumbrando en sus corazones la posibilidad de valores más auténticos, no se dejan seducir por las falsas promesas de un estilo de vida sin Dios.
Queridos jóvenes, rezo por vosotros con todo el afecto de mi corazón. Os encomiendo a la Virgen María, para que ella os acompañe siempre con su intercesión maternal y os enseñe la fidelidad a la Palabra de Dios. Os pido también que recéis por el Papa, para que, como Sucesor de Pedro, pueda seguir confirmando a sus hermanos en la fe. Que todos en la Iglesia, pastores y fieles, nos acerquemos cada día más al Señor, para que crezcamos en santidad de vida y demos así un testimonio eficaz de que Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, el Salvador de todos los hombres y la fuente viva de su esperanza. Amén.