domingo, 26 de marzo de 2017

Elogio de la galantería

A Julieta (con permiso de Romeo)




Gentil Julieta, musa de los trovadores que aún lloran el trágico final de tu insensata aventura con Romeo; hace un mes le escribí a él un mensaje en esta misma página para lamentarme de lo injustas que son las querellas entre familias y estirpes y para explicarle que, en nuestro tiempo, privan más las luchas entre generaciones.
No quiero volver sobre ese asunto, que a ti en el fondo te preocupa poco. Hablemos en cambio de la galantería, que es arte y virtud poco apreciada en mi generación.
Como bien sabes, querida Julieta, Romeo se enamoró de ti a la velocidad del rayo. Le bastó verte un segundo en el baile de máscaras de los Capuleto para que tu rostro y tu mirada desplazara de su veleidoso corazón la imagen de una tal Rosalinda, que hasta ese instante había sido su amor indestructible. Tú, como sólo tenías 13 años, necesitaste algo más de tiempo. Primero oíste una voz desconocida detrás del embozo del Montesco. Luego él tomó tu mano y apenas la rozó con un beso. Después —tú misma lo contaste— sus labios dejaron en los tuyos "la huella de su pecado".
¿Eso fue todo? Ciertamente que no. Faltaban las palabras; era preciso que unas pocas palabras galantes encendieran definitivamente la llama del amor. Y aquella noche, a la orilla de tu balcón, hubo un duelo de requiebros y poemas. Shakespeare os estaba espiando y nos lo contó todo.
Como digo, nuestra época está olvidando la galantería. Enamorar a una mujer con palabras seductoras parece delictivo y fuera de lugar. Es más, cualquier signo de caballerosidad con alguien del sexo opuesto puede ser tildado de machismo, un pecado grave difícil de definir, que un día de estos entrará en el código penal.
Yo empiezo a ser viejo, querida Julieta, y confieso que me gustaría haber sido un galán-galante en mi juventud. Ahora, como comprenderás, no sería correcto volver a unas andadas que nunca anduve antes. Sin embargo aún cedo el asiento en el autobús a las mujeres, aunque parezcan más jóvenes que yo. Alguna lo rechaza, pero ninguna, de momento, ha protestado.
Sólo me queda una persona con la que ejercitarme en el arte de la galantería: la Virgen María. Por supuesto que me basta y me sobra. Cuando rezo a María Santísima no puedo olvidar que es mucho más hermosa que tú, gentil Julieta, y que además es mi madre. A ella le gusta ser conquistada por las palabras galantes de sus hijos. Lo hizo el mismo Dios cuando puso en boca del arcángel San Gabriel un piropo para ruborizar a su Madre: "llena-de-gracia".
Hay otra oración que rebosa de galantería y caballerosidad. Es un poema bellísimo muy sencillo, y tan antiguo que ya existía antes de la primera cruzada. Me refiero a la Salve. La rezo varias veces a la semana y la traduzco a mi manera para que la Señora comprenda que yo soy el poeta que la escribe y reescribe cada día.
"¡Salve!, Reina, Madre de la Misericordia, dulzura de la Vida, Esperanza nuestra, ¡Salve!"
El saludo es una sucesión de piropos. Así atraigo la mirada de mi Dama. Los latinos dirían que es la captatio benevolentiae con la que debe comenzar todo buen discurso desde los tiempos de Cicerón.
Luego el poema habla de los "hijos de Eva" que fuimos desterrados del Paraíso terrenal y aspiramos a recuperarlo si la Señora vuelve a nosotros "esos sus ojos misericordiosos". Y recurrimos a Ella como Abogada, que es un magnífico título, porque el buen abogado sólo dice cosas buenas de sus clientes.
Pero lo que más me conmueve es una palabra que no la he visto jamás en otra oración. Es una súplica insólita, familiar y confiada, compatible con la cortesía, que parece salida de la boca de un andaluz o de un niño.
— ¡Ea, pues, Señora!
¡Ea! ¡Qué gran jaculatoria! La puedo repetir cien veces sin más explicaciones, porque María y yo sabemos lo que hay detrás: hay confidencias de amor que a nadie importan. En esas dos letras se condensan ruegos y peticiones, poemas y piropos que dije un día bajo el balcón de mi Dama, esperando, como Romeo, un "sí" y una sonrisa. Al final siempre los logro:
— ¡Ea!

IV.2017