Odio eterno y hamburguesas
Mi
General:
Tenía
ganas de enviarte un e-mail desde hace meses, más que nada por aquel famoso
juramento que te obligó a hacer tu padre Amílcar. Juraste "odio eterno a
los romanos". Al menos, eso decía el libro de historia que yo estudié a
los 11 ó 12 años. Poco más aportaba aquel manual; sólo que destruiste la ciudad
de Sagunto, que por entonces era un enclave de Roma, y que, para rematar la
faena, decidiste marchar sobre la Capital del Imperio atravesando los Alpes con
cuarenta elefantes y treinta mil soldados de infantería.
No
sé si me sorprendió más la ruta elegida o el medio de transporte, pero un día
cayó en mis manos una biografía tuya y empecé a tomarte en serio. Me enteré de
que fuiste un aventajado discípulo de Alejandro Magno, un estratega colosal,
audaz y astuto en tus planteamientos y casi invencible en el campo de batalla.
Aún se preguntan los historiadores por qué te quedaste a las puertas de Roma.
Un paso más y habrías cambiado la historia de Europa.
Pero
volvamos al famoso juramento. ¿Odio eterno? No es que me asombre demasiado.
Desde el penoso incidente de la manzana en el Paraíso terrenal, los hombres
tenemos la insana costumbre de formar bandos irreconciliables para atizarnos
sin piedad: romanos y cartagineses, capuletos y montescos, béticos y sevillistas,
de Joselito y de Belmonte, de Pedro y de Mariano… Y no es que la rivalidad me
parezca mal. Al contrario, la competencia casi siempre es sana, deseable y
compatible incluso con la amistad más entrañable. Pero odiar es otra cosa. Te
lo diré con claridad: nada hay más diabólico que el odio.
Odiar
significa querer aniquilar al odiado; desear que el otro no exista, que
desaparezca para siempre de nuestro horizonte.
Para
odiar al prójimo es preciso verlo como objeto, no como persona. Mi amiga Maica,
a sus trece años, asegura que odia las hamburguesas con mostaza, las mates y
las canciones de Amaral. Se trata de "odios" efímeros —a saber qué pensará el año próximo—, pero no por eso menos auténticos. Maica querría
alejar de su vida para siempre esos infames "objetos", aunque, para
algunos, puedan ser objetos de deseo.
Se
ha dicho que del amor al odio solo hay un paso. La afirmación vale para quienes
confundan el amor con la simple atracción sensual, con el afán de poseer a una
persona para gozar de ella. Ese amor erótico no comprende que las personas no
se desean como simples objetos, se aman. Y amar es entregarse, desvivirse, y
mirar a los ojos de otro hasta comprender que allí hay algo divino, un abismo
infinito en el que es posible sumergirse sin miedo, porque no envejece.
No,
querido Aníbal. No es posible odiar a quien vemos como una persona, como un ser
creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso el Señor no sabe odiar. Él es todo
Amor, y entre ese Amor, que en Dios se desborda, y el odio, que es patrimonio
de Satanás, hay más que un paso: hay una distancia infinita.
Ahora
debería preguntarme por qué esta epidemia de odios que parece crecer sin freno
en el siglo XXI. Y tendría que hablar de los llamados "delitos de
odio", que son una novedad en las legislaciones penales; de la violencia
doméstica, del machismo desatado y del hembrismo frenético, de los niños
maltratados o profanados; de las fobias ideológicas, de casta o de nación.
¿Qué
nos está ocurriendo? Es evidente, mi general: cuando se expulsa de la sociedad
al Creador, se apaga en el prójimo esa chispa divina que lo hace único porque
Dios lo ama como si no existiera nadie más en el mundo, y se convierte en
simple objeto: útil o inútil; agradable o molesto; hermoso o deforme; simpático
o insoportable… Ya podemos utilizarlo, gozar de él u odiarlo sin alterarnos
demasiado. Sólo es una cosa.
¿Odio
a los romanos? Valiente bobada. "Los romanos" en general no son nada;
es sólo una cómoda etiqueta que ponemos para despersonalizarlos y poder
odiarlos sin cargos de conciencia, igual que Maica odia las hamburguesas.
Si
aprendiéramos a mirarnos a los ojos como Dios nos mira, uno a uno, empezaríamos
a amar de verdad y entonces las cosas serían muy distintas.