sábado, 31 de marzo de 2007

Miradas IV. El uniforme


Salí de la iglesia a las ocho de la tarde y me detuve un instante en la acera tratando de recordar dónde había dejado el coche. De pronto supe que alguien me estaba espiado. Esto no es una novedad: los curas, cuando vestimos de uniforme, somos la diana de muchas miradas. Me di la vuelta, y, en efecto, dos niños de cuatro o cinco años, idénticos, me observaban descaradamente. A su lado, una señora mayor, quizá su abuela, charlaba a gritos con una amiga dura de oído.

—Hola.

Uno de los críos se escondió detrás de la abuela. El otro, más descarado, me preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Enrique, ¿y tú?

—Quico. Mi hermano se llama Javi. Somos gemelos, pero yo tengo un lunar y él no. Oye, ¿y por qué te vistes de negro?

—Porque soy sacerdote.

—Ah. ¿Y todos los sacerdotes vais de negro?

Contraataqué:

—¿No te gusta?

—No. Podías ir de verde.

—¿De verde…?

A Quico le entró la risa:

—Irías como el periquito de mi hermana.

En ese momento intervino la abuela para hablar de respeto y de no sé qué más, y nos estropeó la conversación, que se presentaba prometedora.

La abuela les dijo que los sacerdotes son como Jesús, que dicen Misa, que perdonan los pecados…

Mientras me alejaba, Javi seguía escondido, pero Quico insistía:

—¡…pues podía vestirse de verde!

Camino del coche, me reafirmé en la idea de que a los curas nos sienta bien el “uniforme”, porque somos un servicio público sin horarios. Es razonable, por tanto, que no vistamos de camuflaje, que nos distingamos del resto de los mortales, igual que los taxis se distinguen de los demás automóviles.

Y Quico, en el fondo, tenía razón: los taxis llevan una lucecita verde. Habrá que estudiarlo.

viernes, 30 de marzo de 2007

Séneca me envía un mail




El texto de Séneca no ha despertado excesivo entusiasmo entre los visitantes del blog. Rocío lo califica de gélido; Altea reivindica el valor de las lágrimas; Martin explica que él es un llorón y no piensa cambiar. Y yo, que he sido castigado con la imposibilidad física de llorar, por culpa de aquella inoportuna fractura de la base del cráneo, que desconectó mi sesera de los lagrimales, he escrito un mail al propio Séneca, para que me aclare la cuestión o pida disculpas.

Ha contestado inmediatamente:

—Nascimur in lacrymis, lacrymabile ducimus aevum. Clauditur in lacrymis ultima nostra dies.

Lo que, traducido a romance, significa “nacemos llorando, la vida trascurre entre llantos, y se cierra con lágrimas nuestro último día.”

Le escribo de nuevo:

—“Oye, Séneca, tío, aclárate. ¿Estás a favor de las lágrimas o en contra?

Y me contesta:

—Nulla flendi es maior causa, quam flere non posse.

O sea, “no hay mayor causa de llanto que el no poder llorar”. Y, tras asegurar que “cualquier dolor se disuelve con lágrimas” (plerumque omnis dolor per lacrimas effluit), corta la comunicación definitivamente.

Y yo añado que el pobre Séneca no tiene nada contra el llanto y menos contra los sentimientos, sino contra ese ambiente quejumbroso, propio de las sociedades opulentas, que se creen con derecho a todo y viven en perpetuo síndrome de abstinencia.

Séneca, además, es sólo estoico, y predica la fría resignación y la fortaleza. Eso, para los cristianos, es poco: nosotros encontramos la alegría cuando abrazamos el dolor sin miedo y descubrimos que Jesús es nuestro cómplice, que está a nuestro lado llevando la Cruz.

jueves, 29 de marzo de 2007

Seneca dixit


En una sociedad como la nuestra, llorona, gemidora y en perpetuo estado de irritación, vienen al pelo estas sabias admoniciones que Séneca dedica a Lucilio en el siglo I nuestra era.

Te indignas tanto, Lucilio, y te lamentas… ¿No comprendes que lo único malo es precisamente eso: tu indignación y tus quejas?

Si me preguntas a mí, pienso que ninguna desgracia natural debería hacerme llorar. El día en que haya algo que yo no pueda soportar, ese día no podría soportarme a mí mismo

¿Estoy mal de salud? Es parte de mi destino. ¿Se han ido a dormir los criados, bajan mis rentas, se me ha hundido la casa, me han venido daños materiales, heridas, trabajos, cosas que dan miedo...? Suele pasar. Son cosas que ocurren necesariamente; no son accidentes.

Créeme y te descubriré mis sentimientos más íntimos. En todo lo que parece adverso actúo así. No obedezco a un dios, sino que consiento con su voluntad. Le sigo, pero no porque no tenga alternativa. No me sucederá nada que yo acoja con tristeza, con mal gesto. No pagaré mis tributos de mala voluntad.

Todo lo que lloramos, lo que nos asusta, son tributos de la vida. De todas estas cosas, amigo Lucilio, no esperes inmunidades ni las pidas.

¿Te ha producido inquietud que te duela la vejiga, recibir cartas amargas, una pérdida patrimonial detrás de otra...? ¿Acaso no querías llegar a viejo? Todas esas cosas en una existencia dilatada son como el polvo, el lodo o la lluvia en una caminata larga.

—“Pero es que yo quería vivir sin todos esos inconvenientes.”

Unas palabras tan afeminadas son impropias de un varón (1). Mira como recibes este deseo que yo tengo para ti: yo lo formulo con grandeza de ánimo, no simplemente con buen ánimo. Ni los dioses ni las diosas harán que la fortuna te lleve en palmitas.

Pregúntate a ti mismo, si un dios te diera el poder de vivir en el mercado o en el campamento militar. Y, querido Lucilio, la vida es milicia.

Los que andan activos de un sitio para otro, y van arriba y abajo por lo trabajoso y por lo arduo, y hacen frente a las misiones más peligrosas, esos son los varones esforzados, los héroes del campamento. Y esos otros a quienes una vergonzosa inacción les hace vivir blandamente son unas gallinas mojadas cuya seguridad es una deshonra.

Séneca. Epístolas a Lucilio. 96.


Y para que mi amigo Ricardo, recién ingresado en la globosfera, compruebe la fidelidad de la traducción, he aquí el texto latino que, como suele ocurrir, suena bastante mejor que el castellano.


Tamen tu indignaris aut quereris et non intellegis nihil esse in istis mali hoc tuum nisi hoc unum quod indignaris et quereris? Si me interrogas, nihil puto viro miserum nisi aliquid esse in rerum natura quod putet miserum. Non feram me quo die aliquid ferre non potero.

Male valeo: pars fati est. Familia decubuit, fenus offendit, domus crepuit, damna, vulnera, labores, metus incucurrerunt: solet fieri. Hoc parum est: debuit fieri. Decernuntur ista, non accidunt.

Si quid credis mihi, intimos adfectus meos tibi cum maxime detego: in omnibus quae adversa videntur et dura sic formatus sum: non pareo deo sed adsentior; ex animo illum non quia necesse est, sequor.

Nihil umquam mihi accidet quod tristis excipiam, quod malo vultu; nullum tributum invitus conferam.

Omnia autem ad quae gemimus, quod expavescimus, tributa vitae sunt: horum, mu Lucili, nec speraveris inmunitatem nec petieris.

Vesica te dolor inquietavit, epistulae venerunt parum dulces, detrimenta continua - propios accedam, de capite timuisti. Quid tu nesciebas haec te optare cum optares senectutem? Omnia ista in longa vita sunt, quomodo in longa via et pulvis, et lutum, et pluvia.

"Sed volebam vivere, carere tamen incommodis omnibus ". Tam affeminata vox virum dedecet (1).

Videris quemadmodum hoc votum meum excipias; ego illud magno animo, non tantum bono facio. neque di neque deae faciant ut te fortuna in deliciis habeat. Ipse te interroga, si quis potestatem tib ideus faciat, utrum velis vivere in macello an in castris. Atqui vivere, mi Luicili, militare est.

Itaque hi qui iactantur et per operosa atque ardua sursum ac deorsum eunt et expeditiones periculosissimas obeunt, fortes viri sunt primoresque castrorum; isti quos putida quies aliis laborantibus molliter habet turtutillae sunt, tuti contumeliae causa. Vale.

(1) Lo siento: no lo digo yo. Los antiguos no eran políticamente correctos.


miércoles, 28 de marzo de 2007

¿Perdonar?



Dejemos para mañana el texto prometido de Séneca. En vista del aluvión de comentarios y de correos que he recibido acerca del perdón, desempolvo un viejo artículo que escribí dos días después del 11 de marzo de 2004.

Trabajaba yo entonces como capellán del Centro Universitario Villanueva, en Madrid. Aquella mañana había un silencio sobrecogedor en toda la ciudad, y Los chavales parecían contagiados por un clima de tristeza y desconcierto. Hablaban en voz baja, como se habla delante de un enfermo o de un moribundo. Muchos fueron a IFEMA para echar una mano. Yo comenzaba un curso de retiro aquella misma tarde; pero antes celebré una Misa en sufragio por las víctimas. La capilla del Centro estaba abarrotada.

Habrá que seguir hablando sobre el perdón, el olvido, la justicia... Ahora más que nunca. Este artículo apenas dice nada, pero puede ser un punto de partida. Me gustaría que los que entráis en este blog de vez en cuando pongáis por escrito vuestras reflexiones, después de ponderarlas con calma y con serenidad.



—Es demasiado pronto para hablar de per­dón.

Lo oí por la radio al día si­guiente del atentado del 11 de marzo. Hablaba una de tantas voluntarias que regresaba del tanatorio de cam­paña que habilitaron las autoridades en IFEMA. La chica llevaba más de treinta horas sin dormir, y tenía el corazón roto, henchido de lágrimas ajenas. En aquellas horas, la congoja, la rabia y el miedo parecían los únicos sentimientos líci­tos.

Luis estaba más sereno, pero vino a decir lo mismo:

—Dígame que no les desee la muerte, que las víctimas están en el Cielo, y que allí recibirán la gran cruz al mérito civil; pero no hable ahora de perdón.

Y todo porque aquel día, en la breve homi­lía de la misa de difuntos, pronuncié una vez esa palabra. Luego, Luis y yo hablamos despacio, y le dije que tal vez tenía razón, que quizá era dema­siado pronto; pero no podíamos omitir el padrenuestro, y me dolía comprobar que en las terribles cróni­cas de la matanza, algunos, al calor de la sangre recién vertida, gritaban a las cámaras que no perdonarían jamás.

Ya sé que no tengo derecho a reprocharles nada. Es fácil absolver un crimen cuando uno no ha recibido en su carne la mordedura de la metralla ni tiene entre las víctimas a nadie cercano. Sólo los ofendidos pueden perdonar.

—¿Y qué es perdonar?

Quizá la pregunta de Luis era pura retó­rica. En todo caso, no es­taba yo para definiciones. Pero ahora, cuando el paso de los días comienza a sedimentar la tristeza, sí me atrevo a decirle unas pocas palabras.

  • Perdonar es tener fe en el hombre, en su espíritu inmortal, creado a imagen de Dios. Es estar persuadido de que, mientras vivimos en la tierra, todos podemos con­vertirnos. También ésos a los que llamamos alimañas, y no lo son.

  • Perdonar es cosa de dos. Es salir al encuentro del enemigo con los brazos abiertos, como el padre del hijo pródigo. Quizá el enemigo no acepte el abrazo y el perdón no pueda con­sumarse. Pero alguna vez se produce el milagro.

  • Perdonar es esperar más de lo razonable. Decía Peguy que “la esperanza es una niña que me da cada mañana los buenos días”. Esa niña cura el rencor, mueve a la oración, alimenta el espíritu.

  • Perdonar es olvidar la ofensa. Repito: olvidar. O guardar a la sombra del alma un recuerdo tan te­nue, tan sin rencor, que parezca una historia que nunca ocu­rrió.

  • "Yo perdono, pero no olvido”. Lo siento: ni perdonas ni olvidas. “El Altísimo no se acordará de mis peca­dos”, dice la Biblia. ¡Qué estupenda amnesia de Dios!

  • Perdonar es recordar, sí, los propios críme­nes, y saber que “somos ca­paces de todos los erro­res y de todos los horrores que puede cometer el hombre más miserable”. Perdonar es siempre pedir perdón.

  • Perdonar es envejecer un poco. A los jó­venes (perdonadme) os cuesta más porque no tenéis la mochila tan llena de crímenes. Aún pensáis que nunca haríais eso. Y vais de justicie­ros hasta la injusticia. Acordaos de la mujer adúltera: cuando Jesús dijo: “el que esté libre de pecado tire la primera piedra,” los viejos fuimos los primeros en abandonar.

  • Sin embargo, perdonar no significa renunciar a la justi­cia: al contrario. El deseo de poner entre rejas al delincuente es compatible con la misericordia.

  • “Nada nos asemeja más a Dios que el estar siempre dispuestos a perdonar”, escribió San Juan Crisóstomo. Y San Josemaría se quedaba pasmado al considerar la grandeza “de un Dios que perdona”.

—Pero usted me habla de santos. Y yo no lo soy: yo no puedo perdonarlo todo.

—No estés tan seguro, Luis. Si supieras lo que el Señor puede hacer contigo, si conocieras el don de Dios...



martes, 27 de marzo de 2007

Perdonar

Hace tiempo escribí un artículo con este título. Hablaba del terrorismo; pero también de los insultos, de las calumnias... Aquel día estuve elocuente.
Ahora veo que lo que de verdad cuesta es perdonar al que esta noche de lluvia ha roto el cristal de mi coche, ha entrado a saco y me ha quitado hasta el paraguas.

lunes, 26 de marzo de 2007

Señorita María

El gran Joaquín Antonio de Peñalosa, sacerdote y poeta mexicano, fallecido en 1999, tuvo entre sus muchas virtudes literarias y humanas, una humildad llena de sabiduría y un delicioso sentido del humor.

Su humildad le llevó a escribir con sencillez, que no es poco. Su sentido del humor (y su “buen” humor, que no es lo mismo) nos lo hicieron cercano y amable.

Hoy, fiesta de la Anunciación del Señor, quiero recordar un breve pasaje del Diario del Padre Eterno, esa joya de prosa poética, que perdí hace años y que llevo buscando desde entonces sin éxito para incorporarlo al pequeño Olimpo literario de mi mesilla de noche.

Miguel D’Ors, al referirse a este poema, dijo que debería leerse como si el Arcángel tuviese la voz y los modos de Cantinflas.

¡Qué estupenda y piadosa “irreverencia”!



Señorita María

Ya regresé, Padre Eterno. Te traigo buenas noticias del asunto que me encomen­daste. Oye, qué bonita es ella. Supongo que la hiciste a tu gusto, de acuerdo natu­ralmente con el Hijo y el Espíritu santo. Iba a decirte que parece un ángel; pero no, nos aventaja a todos juntos. Yo, Gabriel, me quedo chiquito delante de ella.

—Buenos días, señorita María. Alégrate, llena de gracia, Diosito está contigo.

Yo la noté desconcertada con mi saludo, con esta cascada de alabanzas y piro­pos. No que se hubiera asustado conmigo, que soy un ser del otro mundo, sino que se sentía pequeñita como una hoja de hierbabuena, turbada de humildad. ¿Qué haré, Padre Santo, para quitarle esta impresión?

—No temas, preciosa. Te manda decir Padre Eterno que te quiere mucho y que vas a ser mamá de su Hijo, el salvador del mundo, y que le pongas el nombre de Jesús. ¿Cómo lo ves?

No me contestó ni sí, ni no. Pensaba, pensaba. ¿Cuánto duró este silencio? A mí se me hizo una eternidad, como la eternidad de la que yo venía. Gracias a Dios los ángeles no somos impacientes. La señorita María estaba muy en su derecho de re­flexionar y salir de dudas.

—¿Cómo puedo ser mamá, si no tengo relación con ningún hombre?

—Mira, para Dios nada es imposible. No hace falta ningún hombre, actuará so­lamente Dios. El Espíritu Santo te hará fecunda. ¿Qué te parece?

Ay Padre Eterno, yo estaba así de tamañito esperando la respuesta. Donde la se­ñorita me diga que no, qué irá a pensar mi Padre, que no pude arreglarle el asunto que me confió; y el Hijo se va a quedar en la sala de espera sin alcanzar turno, con las ganas que tiene de hacerse hombre; y los hombres se quedarán sin salvador. Ay Diosito de mi vida, qué apuraciones pasa uno en la tierra.

—Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí según lo que tú me has dicho.

Me puse tan contento con su aceptación, que luego-luego vine a darte la noticia, Padre. No me acuerdo si del gozo me despedí de María. Voy a ver qué dice el Evan­gelio de Lucas que narra la escena:

“Después de estas palabras, el ángel se retiró” (1, 18).

Válgame Dios, qué vergüenza no haberme despedido de la Reina de los ángeles

domingo, 25 de marzo de 2007

25 de marzo, día de la vida

Desde hoy, 25 de marzo, hasta la Navidad faltan exactamente 275 días, es decir, 9 meses: el tiempo que estuvo Dios encarnado en el seno de la Virgen María.

Por eso la Iglesia católica celebra mañana la solemnidad de la Encarnación. Y por eso , en el 2003, cinco mil grupos Provida de todo el mundo acordaron que en esta fecha se celebrase el día de la vida, el día del niño por nacer.

Hoy, hace un año, se casaron en mi presencia Bernardo y Marta, que ya están a la espera de su primer hijo. Eligieron esta fecha con toda la intención. Unieron su al sí de la Virgen, Esposa del Espíritu Santo. Ojalá no lo olviden nunca. Desde aquí les deseo que sigan siendo muy felices, cada día más.

Y, al pensar en el día de la vida, ¿qué puedo decir?

—que vivimos en un mundo extraño que necesita defenderse de sus propias tendencias suicidas;

—que es triste habitar un mundo en el que nacer es ya una aventura;

—que ojalá todos los días del año estuviesen consagrados a la vida

—que los cristianos debemos seguir demostrando lo evidente: que la vida humana es sagrada y es siempre mejor que la muerte.

Y que hay una vida eterna.



viernes, 23 de marzo de 2007

23 de marzo. Memoria de una amnesia


Desde hace mucho tiempo no celebro mi santo ni mi cumpleaños, sino el 23 de marzo, el día en que perdí por un instante todos los recuerdos, incluso el de mi propia identidad.
Me rompí la cabeza. Eso lo saben mis amigos, y hasta bromean con el aniversario, porque aseguran que antes del golpe yo era un estudiante mediano, y después “me volví” listo.
Ni que decir tiene que todo eso entra en el terreno de la leyenda.
No voy a recordar ahora los detalles del accidente, entre otras razones porque sólo sé lo que me contaron. Pero quiero evocar la angustia que sentí durante…, ¿cuánto tiempo? Quizá sólo dos o tres minutos.
Recuperé la conciencia. Abrí los ojos y vi a un par de personas con batas blancas y a un tercero que me miraba acongojado. Era mi padre. Intuí que tendría que conocerlo; que si no lo hacía, quizá me reñirían por maleducado o quién sabe por qué. Cerré los ojos y me hice el dormido.
No sabía nada. El disco duro de mi memoria estaba completamente vacío. Y el horror que sentí entonces era mucho más intenso, sin comparación posible, que el sufrimiento físico o el miedo a la muerte, que llegaba.
Luego he leído algo sobre la amnesia, y he visto películas que tratan este tema. Comprendo que es un recurso muy sugerente para hilvanar historias; pero nadie ha reflejado ese pánico al vacío, ese dolor de no ser, de estar muerto.
Hoy doy gracias a Dios por mi memoria, que, por cierto, es bastante buena. También por el recuerdo de mis errores: porque sé que son míos, y querría reivindicarlos como un terrorista cualquiera, para luego pedir perdón.
La memoria suele ser optimista: nos hace pensar que cualquiera tiempo pasado fue mejor, como escribió el poeta. Las fotos del recuerdo se tiñen de color de rosa, mientras uno cierra armarios y arroja basura por las alcantarillas del alma.
Sin embargo es mejor recordarlo todo: traer al presente, sin adornos, precisamente aquello que no querríamos haber hecho jamás. La Iglesia, que es muy sabia, nos invita a pedir perdón con tres golpes de pecho, mientras decimos: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Y es que nuestra “memoria histórica” es una tramposa y tiende a golpear sólo pechos ajenos.
Así que…, felicitadme. Hoy es mi auténtico cumpleaños. Y pidamos al Señor que olvide nuestros delitos. Esa amnesia divina, de la que, por cierto, habla la Sagrada Escritura, es magnífica, y se produce precisamente cuando tenemos el valor de recordar, cuando buscamos y amamos la verdad que nos hace libres.

jueves, 22 de marzo de 2007

Parábolas urbanas I

Dirección espiritual


Juan va caminando por la calle y cae en una zanja muy honda, muy honda. El golpe es tremendo, y se queda aturdido durante unos segundos. Luego siente una vergüenza enorme y trata de salir a toda prisa para que nadie se dé cuenta de su torpeza. Pero la zanja es muy profunda y no lo consigue.

Pasa una señora con un cesto, y se esconde en un rincón para no ser visto.

Pasa otro peatón. Juan se pone un chaleco amarillo que encuentra por allí, y finge que es un empleado del ayuntamiento que trabaja en las obras.

Luego inspecciona la zanja en busca de una escapatoria. Intenta salir con dignidad, sin perder la compostura, como quien tiene previsto cada paso y cada obstáculo. Pero nada. Se diría que la zanja es cada vez más honda.

Al fin decide intentarlo arrastrándose a cuatro patas. Pero ni así…

Por último, lleno de vergüenza, grita:

—¡Socorro. Ayúdenme a salir!

Pasa un médico, y le pregunta:

—¿Está usted herido?

—Por supuesto. ¿Es que no ve el chichón que tengo en la cabeza?

Entonces el doctor extiende una receta y se la tira a la zanja.

—Y no se olvide: un comprimido cada seis horas.

Pasa el alcalde y, al oír los gritos, exclama:

—No se queje usted tanto, amigo mío: trabajamos para hacer una ciudad más confortable. Hemos de ser solidarios y pensar en el interés general.

Dicho lo cual, se aleja e inaugura unos parquímetros.

Pasa un periodista y le saca unas fotos.

Al fin, pasa su amigo Manolo y, al reconocer a Juan, se tira a la zanja.

—Se puede saber qué haces. Ahora estamos los dos igual.

—No creas. Yo estuve aquí antes y conozco el camino de salida.


martes, 20 de marzo de 2007

España

Es un lugar muy triste que ha prohibido los héroes
y ha dejado pudrirse las rosas del escándalo.
Siempre he vivido en él. No sé si en otra parte
habrá tantos borrachos y chicas tan espléndidas.
Es sólo un lugar pobre que ha perdido su alma

sin ganar nada a cambio, un lugar sin futuro,
un puñado de tierra desunido y estéril.
Por él daría mi sangre hasta la última gota.

Luis Alberto de Cuenca
El Otro sueño (1987)

lunes, 19 de marzo de 2007

Machismo, hembrismo y síndrome de Estocolmo

Busco la palabra “machismo” en el DRAE, y encuentro una definición breve pero precisa: “actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres”. No hay más acepciones.

Reflexiono un instante, hago examen de conciencia y me reconozco inocente de este pecado capital. Es verdad que en cierta ocasión, fui acusado de machismo por sostener ante veinte adolescentes bravías que es de buena educación ceder el asiento a las señoras; pero entiendo que el Diccionario, al no penalizar dicha conducta, me absuelve de toda culpa.

“De acuerdo, concluyo,: ser machista es éticamente reprobable y además está muy feo. Me esforzaré en no ser déspota con el sexo opuesto.”

A continuación busco el término “hembrismo”, que, en buena lógica, sería lo contrario a “machismo”. Pero, ya se sabe, el lenguaje es como es, y “hembrismo” no viene en el diccionario.

Me dice Kloster que busque “feminismo”, y naturalmente lo encuentro, pero con dos acepciones que nada tienen que ver con la cuestión: “1. Doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los hombres, y 2. Movimiento que exige para las mujeres iguales derechos que para los hombres.”

Vuelvo a hacer examen de conciencia, y de nuevo me absuelvo de toda falta: soy feminista por convicción y por la cuenta que me tiene.

Pero, entonces, me digo, ¿cómo se denominaría una presunta actitud prepotente de las mujeres respecto de los hombres?

—Esa conducta no se da —responde Kloster elevando mucho el tono de voz—; por tanto no precisa de vocablo alguno.

—Ya. ¿Y se puede saber por qué hablas tan alto?

—Para que lo oiga mi señora. Hay micrófonos ocultos —me susurra—.

El hembrismo existe. Soy consciente de lo que me juego al decirlo; pero va siendo hora de hablar claro a mis cuarenta y siete lectoras.

Así, por ejemplo, IP, una intrépida navegadora de la red, defiende con entusiasmo la superioridad femenina en asuntos literarios, y asegura en este mismo blog que cuando, excepcionalmente un hombre escribe bien, es que es más inteligente que la media. Es más: excepcionalmente más inteligente que la media.

El problema del hembrismo es que afecta a los dos sexos, y quizá especialmente a los varones. Véase si no lo que escribe José Luis Olaizola, en “Mundo Cristiano”: las mujeres son mucho más fiables que los hombres a la hora de devolver el dinero. ¡Vaya por Dios! ¿Qué habría ocurrido si hubiese dicho lo contrario, o sea que son menos fiables? No quiero ni pensarlo. Probablemente habría tenido que hacer pública penitencia y disculparse ante el hembrismo dominante.

Y es que vivimos tiempos post-machistas y acomplejados en los que es perfectamente correcto defender que las féminas son más inteligentes, trabajadoras, alegres, constantes, sacrificadas y sensatas que los varones. Incluso he oído asegurar que conducen mejor. A los hombres nos encanta decir estas bobadas, porque padecemos un agudo síndrome de Estocolmo. Pero que nadie ose afirmar algo parecido de los machos. Uno ya no se atreve ni siquiera a sugerir que los chicos suelen ser más altos o mejores barítonos que las chicas.

—Mi querido amigo —interviene Kloster— me temo que estás entrando en un jardín lleno de plantas carnívoras y de difícil salida.

—Tienes razón. Y lo malo es no tengo tiempo ni ganas de matizar. Ahora debería hablar del “masculinismo”, que no es vicio sino virtud, aunque tampoco figure en el diccionario.

El masculinismo (o sea, lo contrario del feminismo) podría definirse como la actitud favorable a defender los valores y virtudes del varón, con permiso de las señoras, por supuesto.

Concluyo. Según el Génesis, Dios creo al hombre a su imagen y semejanza. Por eso lo hizo “macho y hembra” (así de rotunda suena la mejor traducción del texto): para que en la distinción de sexos se expresara también la imagen divina. Buena cosa será, por tanto, que enseñemos a las niñas a ser mujeres, no “tías” en el peor sentido de la palabra; y a los chicos, a ser hombres, no pardillos ni verracos.

—Difícil tarea, colega.

—En efecto, dilecto Kloster.

—¿Y publicarás esta bobada?

—Yo, lo que diga mi hermana Carmen, que es mucho más lista.

domingo, 18 de marzo de 2007

Al ponerle en la Cruz

CB me envía este espléndido poema de Lope de Vega.
Estos días uno no está para bromas. La recientes blasfemias gráficas contra Nuestro Señor Jesucristo y contra la Santísima Virgen me obligan, una vez más, a embridar la pluma y a ser prudente. Pero todos hemos de desagraviar en nombre propio y en el de aquellos que no saben lo que hacen.
Este poema me ha servido para hacer examen de conciencia y para pedir perdón, porque Jesús sigue sufriendo en la cruz. Hemos vuelto a arrancarle sus vestiduras.
Gracias, CB, por este regalo


En tanto que el hoyo cavan
a donde la cruz asienten,
en que el Cordero levanten
figurado por la sierpe,
aquella ropa inconsútil
que de Nazareth ausente
labró la hermosa María
después de su parto alegre,
de sus delicadas carnes
quitan con manos aleves
los camareros que tuvo
Cristo al tiempo de su muerte.
No bajan a desnudarle
los espíritus celestes,
sino soldados que luego
sobre su ropa echan suertes.
Quitáronle la corona,
y abriéronse tantas fuentes,
que todo el cuerpo divino
cubre la sangre que vierten.
Al despegarle la ropa
las heridas reverdecen,
pedazos de carne y sangre
salieron entre los pliegues.
Alma pegada en tus vicios,
si no puedes, o no quieres
despegarte tus costumbres,
piensa en esta ropa, y puede.
A la sangrienta cabeza
la dura corona vuelven,
que para mayor dolor
le coronaron dos veces.
Asió la soga un soldado,
tirando a Cristo, de suerte
que donde va por su gusto
quiere que por fuerza llegue.
Dio Cristo en la cruz de ojos,
arrojado de la gente,
que primero que la abrace,
quieren también que la bese.
¡Qué cama os está esperando,
mi Jesús, bien de mis bienes,
para que el cuerpo cansado
siquiera a morir se acueste!
¡Oh, qué almohada de rosas
las espinas os prometen!;
¡qué corredores dorados
los duros clavos crueles!
Dormid en ella, mi amor,
para que el hombre despierte,
aunque más dura se os haga
que en Belén entre la nieve.
Que en fin aquella tendría
abrigo de las paredes,
las tocas de vuestra Madre,
y el heno de aquellos bueyes.
¡Qué vergüenza le daría
al Cordero santo el verse,
siendo tan honesto y casto,
desnudo entre tanta gente!
¡Ay divina Madre suya!,
si agora llegáis a verle
en tan miserable estado,
¿quién ha de haber que os consuele?
Mirad, Reina de los cielos,
si el mismo Señor es éste,
cuyas carnes parecían
de azucenas y claveles.
Mas, ¡ay Madre de piedad!,
que sobre la cruz le tienden,
para tomar la medida
por donde los clavos entren.
¡Oh terrible desatino!,
medir al inmenso quieren,
pero bien cabrá en la cruz
el que cupo en el pesebre.
Ya Jesús está de espaldas,
y tantas penas padece,
que con ser la cruz tan dura,
ya por descanso la tiene.
Alma de pórfido y mármol,
mientras en tus vicios duermes,
dura cama tiene Cristo,
no te despierte la muerte.

sábado, 17 de marzo de 2007

Torturas políticamente correctas

—Se os acusa de practicar la autotortura física…
—No me digas...
Uno ya no se asombra de nada. Ni siquiera de que te acusen de extravagancias ni de que te lancen a la cara palabras-tabú, como “tortura”.
—que se nos acusa… ¿de qué?
—Ya sabes. La llaman “mortificación corporal”.
—Ya, ¿y en qué consiste el delito?
—Bueno…, está claro. Uno no puede obligar a nadie a torturarse. Eso es de sectas.
—Ya. O sea que además obligamos. Sí, realmente es grave…
Sirva este inicio de diálogo, surrealista pero real, para introducir unas melancólicas consideraciones, ahora que estamos en plena Cuaresma, cerca ya de la Semana de Pasión.
Lo reconozco: torturar está feo: seguro que es anticonstitucional. Y si encima es “auto”, mucho peor. Pero lo que resulta definitivamente irritante es que quienes se sacrifican, aleguen motivos religiosos para tan tenebrosas prácticas.
Con lo fácil que sería sufrir lo mismo o incluso más, pero sin dar la nota. Bastaría con que los “autotorturados” se aplicaran alguno de los suplicios físicos y psíquicos admitidos, recomendados y aplaudidos por la moral dominante. Y es que hay torturas hedonistas, estéticas, políticas, deportivas y económicas la mar de correctas y urbanas, como las que paso a enumerar a continuación sin ánimo de ser exhaustivo.
1. Mortificaciones por razones de imagen: a) la depilación a la cera; b) la liposucción; c) las perforaciones umbilicales, auriculares, labiales, nasales y linguales, o sea, el piercing. d) La automutilación de las partes adiposas del organismo y otras prácticas quirúrgicas salvajes: forjarse unos morritos-guardabarro a la silicona como los que lucen varias famosas requiere un espíritu de sacrificio cercano al heroísmo. e) Los tatuajes. f) La dietas de la alcachofa y de la sopa de apio. g) El footing mañanero con chándal de penitente. h) Los tacones de aguja. El ombligo y los riñones congelados. i) Y, por supuesto, el corsé, ya en desuso, que fue el cilicio de nuestras abuelas.
2. Mortificaciones políticas. a) La laringitis electoral, que nuestros amados líderes padecen después de cada campaña. b) Los insufribles viajes en autobús por el suelo patrio. El tormento se acentúa por el hecho de que muchos líderes no han tomado jamás un autobús. c) La llamada “sonrisa fósil” o rictus metálico: supongo que algunos se operan para aguantar la tirantez muscular del rostro sin desfallecimientos.
3. Mortificaciones hedonistas: a) El zurriagazo masoca y otras prácticas sexuales dolorosas. Antes se llamaban “perversiones” porque lo son; pero si a uno le gustan, se ofertan a buen precio en los periódicos más progres. b) Los atascos vacacionales de ida; c) los de vuelta. d) El tueste al sol con crema bronceadora a la zanahoria. e) El menú creativo de la cuñada. f) Las hormigas fritas. g) La nouvelle cousine. h) La cuenta.
4. Renuncio a enumerar por falta de espacio las mortificaciones olímpicas o deportivas, que están en la mente de todos. Y no digamos nada de las torturas económicas. Por un puñado de dólares, Clint Eastwood se hinchó a matar forajidos en el Oeste para cobrar la recompensa. Por un puñado de euros, nos sacrificamos hasta dejar chiquito al bueno de San Simón el Estilita, supuesto inventor del cilicio.
—Entonces, ¿por qué se escandalizan tanto de las mortificaciones corporales?
—Elemental, mi querido Kloster. No se escandalizan del dolor sino de los motivos. Por ganar una pasta estarían dispuestos a dejarse apalear hasta perder el sentido, pero por amor de Dios les parece excesivo mover un dedo.
Cuentan que en cierta ocasión, alguien dijo a la Madre Teresa de Calcuta: “lo que ustedes hacen, yo no lo haría ni por un millón de dólares”. La monja sonrió antes de responder:
—Nosotras tampoco, hijo mío.

viernes, 16 de marzo de 2007

Piercing

Cinco minutos después de subir al blog la última estación del Via Crucis, me escribe J.A., mi agnóstico anónimo predilecto, que estaba al acecho, para echarme en cara no sé que obsesión enfermiza que por lo visto sufro. Me dice que la Edad Media terminó ya hace tiempo, dato que desconocía y le agradezco. Me sugiere que me haga un psicoanálisis para curar mi masoquismo, y termina con unas cuantas lindezas que no reproduzco para mantener limpio este blog.

Todo lo cual me ha traído a la memoria algún viejo artículo que escribí sobre el dolor y el valor del sufrimiento. No lo reproduzco ahora porque, de momento, prefiero mantener un tono desenfadado y risueño. A ver si mañana lo pongo.

Pero me acordé también de esta broma. Algo tiene que ver con el tema.


"Piercing"

La palabra vino de América como el ketchup y define un sistema de tortura que se impone con insólita rapidez.

Rafa, por ejemplo, un chaval de pelo engominado y espinoso, porta cuatro arandelas al norte de su oreja izquierda. Son unas argollas gruesas como llaveros. Cuando se las clavaron vio las estrellas, pero si le preguntáis por qué lo hizo, lo más probable es que se encoja de hombros y os conteste como a mí:

—Porque mola.

Sandra, una chica grande y lustrosa, además de tener los dedos blindados con diez o doce anillos, luce en el labio inferior un aro que le traspasa el belfo en sentido vertical.

Resulta difícil hablarle mirándola a los ojos. Ese aro tiene poderes hipnóticos.

—Y por la noche ¿te lo quitas?

—Claro tío. En casa no lo llevo. Si me ve mi padre me mata.

Ana se hizo agujerear la lengua y se metió una especie de alfiler con una bola dorada en cada extremo.

—¿Y cuánto te costó la faena?

—Quince papeles… ¿Te la enseño?

—Ni se te ocurra.

En su casa no saben nada. Y eso que, desde la operación, no pronuncia bien las erres, y tiene que buscar sinónimos para no enredarse con las palabras más comprometidas.

—Hija mía, no sé que te pasa últimamente en la lengua; pareces francesa.

—Jo, mamá, no seas plasta.

Según me cuenta, estuvo varios días en ayunas, curándose la herida sin que se enteraran sus padres.

—También me hice otro piercing en el ombligo… ¿Te lo enseño?

* * *

Sé muy bien que no hay peor tabú que el de la moda. Nunca ha estado bien visto ir contra ella. Quien se atreva a criticar “lo que hace todo el mundo” es excluido de la tribu, y no seré yo quien corra ese riesgo: me encuentro muy a gusto integrado en el planeta de los chicos danone.

Sin embargo, como las modas nunca son del todo arbitrarias, vale la pena preguntarse por qué ha surgido el piercing y qué sentido tiene. ¿Es sólo un virus masoquista que afecta a la tribu?

Es evidente que los chavales de este milenio son tan blandos y asustadizos como los del pasado, pero no les importa someterse a intervenciones quirúrgicas dolorosas y nada asequibles con tal de lucir una argolla en la ceja o una perla en la nariz.

Todo el mundo sabe que el lóbulo de la oreja es un perchero del que puede colgarse sin peligro cualquier cosa. Pero el resto del organismo no tiene la misma función. De hecho los pinchaombligos profesionales causan abundantes y peligrosas infecciones entre la chavalería.

Pero la moda no cesa.

—Que no es una moda, tío —insiste Sandra—, es una cuestión de personalidad…

Ortega escribió en El espectador que los adornos corporales —los pendientes, el sombrero o la pluma del indio americano— son como el marco de un cuadro, sirven para resaltar la belleza o la dignidad de quien los porta. Por eso, cuando el guerrero siux se coloca una pluma sobre la cabeza, no pretende que nos fijemos en ella, sino en la testa que hay debajo. Esa pluma es un acento, y el acento no se acentúa a sí mismo, sino a la letra en que se apoya.

Pero el piercing nada tiene que ver con la belleza. Rafa no se perfora la oreja con tres grilletes de acero para estar más elegante. No quiere que nos fijemos en su apuesto perfil ni en la dudosa perfección de sus apéndices auriculares, que, por lo demás, suelen estar sucios. El piercing, para él, es como la pintura de guerra de los apaches: un signo belicoso de pertenencia a la tribu.

Heinz Kloster asegura además que, en algunas chicas, la profusión de metales perforantes tiene otro significado añadido: según él, cuando una adolescente no se gusta a sí misma trata de compensar sus complejos estéticos con un disfraz agresivo que desvíe la mirada del prójimo y le impida fijarse en lo superfea que ella se ve.

Teorías aparte, el piercing revela, sobre todo, hasta qué punto esta generación es capaz de los mayores sacrificios. ¡Quién lo diría! En vano les enseñaron sus padres que la mortificación, los cilicios y el ayuno son cosas del pasado; que ahora lo único obligatorio es la búsqueda del placer y del confort; que la cruz sirve sólo como gargantilla. La tribu ha comprendido que el dolor puede tener un sentido, que hay razones por las que sí vale pena torturarse sin piedad. Lo extraño es que esas razones sean tan pobres. El día que descubran la grandeza del amor de Dios quién sabe lo que serán capaces de hacer. La tentación del heroísmo puede ser irresistible.

Por eso, cuando llego cada mañana a clase y contemplo el panorama de los autoperforados, casi me lleno de optimismo. ¡Si supiera hablarles de santidad; si fuésemos capaces de sacarles de ese pasotismo artificial en el que algunos vegetan…!

Daría cualquier cosa..., incluso me pondría un pendiente.

Via Crucis de Ernestina (VII)

XIII. A María, con Jesús muerto en los brazos

Era tu carne, tu sangre deshecha, martirizada; tu vida y la de Dios; tu gloria y la del Cielo. Y de todo solamente quedaba en tus brazos un cadáver maltrecho, una frialdad incontenible que te iba invadiendo inexorablemente.

Y en ese momento concedido a las tinieblas empezabas a ser nuestra Madre, a cobijarnos en el regazo de tu dolor. Y por eso tus lágrimas no acabarían de caer nunca. Se te cuajaron al presentir que te necesitábamos, que no dejarías nunca de ser madre, que tu maternidad prodigiosa se ensanchaba, floreciéndote nuevamente los senos, ¡oh redentora de los redimidos!




XIV. Jesús es sepultado

Y nos llamas ahora desde esa piedra que te ciña, aislándote por un breve plazo de todo. Porque para resucitar contigo hay que sepultarse primero enterrar hondo los gritos de la carne, seguirte en tu pasión y hasta tu muerte.

Y saber que estás ahí, aunque no te sienta, aunque nos falte tu sombra, tu contigüidad, tu recuerdo. Danos la fe que resiste a todas las tentaciones, que no se quebranta aunque el mundo entero se alce contra ella, esa fe que surca los mares y traspasa los montes, porque sabe muy bien que, al marcharte, permaneciste entre nosotros...


Via Crucis de Ernestina (VI)

XI. Jesús es clavado en la cruz

¡Clávanos en la cruz de tu voluntad! Un clavo para cada sentido, cada pasión, cada deseo... ¡si supiéramos tendernos inmóviles sobre ese lecho donde Tú te tendiste, abriendo los brazos en un ademán de amor absoluto...!

Pero siempre frustramos tu generosidad con nuestra obligación o nuestras inquietudes. Queremos amarte a nuestro modo, sufrir a nuestro gusto, como si el dolor y la propia satisfacción fueran compatibles... Como si Tú hubieras elegido... Ofreciste al verdugo tus pies, tus manos, todo tu cuerpo y, primero que nada, tu Corazón...

¿Pues qué valen todos los martirios si el corazón se escuda y esquiva? Que el primer martillazo nos caiga en mitad del pecho derribándonos sin piedad, totalmente. Rendirse a Tu merced es rendirte, hacernos tuyos, para que seas nuestro.




XII. Jesús muere en la Cruz

Muerte victoriosa la tuya. Pero el triunfo derramado en tus venas se ocultaba celosamente, y para los que te vieron eran sólo un despojo humano, unos restos inútiles... Dios sin vida para hacernos vivir. Dejaste de alentar para infundirnos aliento.

Te sometiste al abandono, a la traición, al desamparo, para que cifremos nuestra dicha en sentirnos abandonados, traicionados, desvalidos. Y nuestra desconfianza es tan grande que todavía nos obstinamos en temer, estremeciéndonos ante la posibilidad de morir.

No olvidemos que, en tu muerte, nos abriste las puertas de Ti mismo y la mansión de tu amor.


jueves, 15 de marzo de 2007

Via Crucis de Ernestina (V)

IX. Tercera caída

Sólo le faltan unos pasos, muy pocos... Pero, ¿quién no desfallece al último momento, cuando todo en nuestro mundo parece inmovilizarse, concentrándose en torno al sacrificio? Ya no hay manera de volver atrás, de poseer nuevamente aquello a lo que se ha renunciado.

El universo entero retrocede, nos abandona. Estamos solos a orillas de algo implacable, desconocido, cruel; y antes de ofrecernos, de dejarnos devorar voluntariamente, lanzamos un postrer clamor.

Pero Tú no gritas, no protestas. La ofrenda viva de tu cuerpo se ha consumado ya y permaneces en tierra, vacío de Ti mismo, dispuesto a no ser para que nosotros seamos, a abrirnos la senda de la recuperación y del amor.



X. Jesús es despojado de sus vestiduras

Algo ampara tu desnudez de la violencia... Te yergues sobre todos como un rayo de luz, como un haz intacto de secretos resplandores. Tu pureza irradia tu blancura entre la suciedad, la traición, las mezquindades. Te alzas como una antorcha alumbrando la senda para los que quieren aún seguirte. Y entre tantos rostros que deforman la ira, el odio o la codicia, eres, indefenso, salpicado de injurias, el único signo de paz. ¡Blancura de tu frente ensangrentada, de tu cuerpo herido! Límpianos, Señor, con tu mirada, purifica hasta el último rincón de nuestras mentes, grábate en ellas, desnudo, silencioso, intocado...


El VC en Isilo

El año pasado hice una versión de este Via Crucis en Isilo, con las ilustraciones de Alzuet, para utilizarlo en mi PDA. A mí me resulta util tenerlo así. Y como creo que salió muy bien, estoy dispuesto a enviárselo por correo electrónico a quien me lo pida.

Via Crucis de Ernestina (IV)

VII. Segunda caída

Caíste de nuevo como un tronco al que no pudo abatir el leñador de un primer golpe. Te veo en tierra y me invade, junto a una piedad infinita, una confianza inefable, que hace reposar de dulzura mi corazón.

Al contemplarte siento que, aunque yo caiga otra vez, mil veces, Tú estarás a mi lado y que, con tu auxilio, podré levantarme siempre, alzar los ojos a Ti y, al encontrar los tuyos, bañarme en tus pupilas, dejar en ellas el polvo del camino, recobrar la antigua pureza, renacer amparada por tu misericordia, por tu paciencia, acogerme a esa mansedumbre que nos rinde a tus plantas y nos entrega a ti sin remedio.



VIII. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén

¡Que el otoño no siegue nuestras hojas, Señor! Queremos ser, como Tú, leña verde, fragante, derramando savia. Que el hacha del sufrimiento, al desgajarnos, se impregne de aromas. Danos a raudales la vida de tu gracia, para que no escuchemos jamás de tus labios la maldición de la higuera.

¿Y qué fruto puede brotar de nuestras ramas sin tu ayuda y apoyo? Haz que lloremos por Ti hacia adentro, sin lágrimas, con un dolor verdadero que trascienda a todos nuestros actos y nos redima de llorar más tarde sobre la propia muerte.