miércoles, 21 de noviembre de 2018

El perfume y la pecadora


Sus padres le dieron un nombre al nacer, pero ella lo esconde avergonzada para que no se asocie con su oficio. Nadie debe conocer la verdadera identidad de la pecadora. Ahora la llaman con un apodo que alguien inventó una noche de alcohol y furia. Toda la ciudad la conoce por ese mote.
El búho la ve cada día al ponerse el sol. Viste de colores vivos y camina con la cabeza erguida, el cabello suelto y un enérgico golpeteo de tacones sobre las losas de la calzada romana. Se vende a sí misma con una canción obscena. Cualquiera diría que se siente orgullosa de ser quien es.
Hoy sin embargo…, aún no ha anochecido. ¿A dónde va tan decidida vestida de blanco y con unas viejas sandalias? Lleva en la mano un frasco de alabastro tallado por algún orfebre.
Homero asoma la cabezota en su madriguera y la sorprende llorando.

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—¿A dónde vas —le pregunta el búho—, y porque lloras?
—Ha venido a la ciudad Jesús de Nazaret, un profeta que devuelve la vista a los ciegos y limpia la carne de los leprosos
—¿Y crees que puede curarte también a ti?
—Dicen que basta con tocar la orla de su manto y que perdona los pecados...
—Solo Dios perdona —responde el búho—, ¿pero qué llevas en las manos?
La pecadora aprieta el frasco de alabastro contra su pecho y acelera el paso.
En casa de Simón el Fariseo las puertas están abiertas de par en par. Se celebra un banquete, y el anfitrión quiere que todo el pueblo sea testigo de su riqueza y de la presencia de Jesús de Nazaret, el famoso Profeta de Galilea, que se aloja en su casa. Los mendigos se agolpan en la calle; los perros, bajo la mesa, dan buena cuenta de lo que desechan los convidados. Jesús apenas come. Calla, escucha a su anfitrión y espera en silencio.
La pecadora se abre paso entre la multitud y llega a los pies del Maestro. Los invitados se miran escandalizados. Simón hace ademán de rasgarse las vestiduras, pero Jesús le sujeta la mano.
La mujer quiebra el frasco de alabastro y derrama el perfume sobre los pies de Jesús. El aroma que llena la estancia representa su vida entera. En el frasco está toda su fortuna, la riqueza atesorada moneda a moneda durante años y que ahora le repugna. Por eso debe desprenderse de ella para siempre.
El Señor mira a la pecadora con ternura y dice solo una palabra:
—María…
Las lágrimas de María, límpidas y copiosas, se mezclan con el perfume.
—Así me llamaba cuando vivía en Magdala con mis padres.
—Has amado mucho, María. Por eso tus pecados te son perdonados, y desde hoy recuperas tu nombre de niña, el que yo mismo te puse antes de la creación del mundo. Así te llamarán siempre y te alabarán todas las generaciones: llevas el nombre de mi madre y tu corazón ya es virgen como el suyo.




domingo, 4 de noviembre de 2018

El cielo se parece a una canción de cuna



En noviembre, el búho sale de su guarida a media tarde. La noche es más larga y la caza abunda en el bosque. Hoy, sin embargo, Homero piensa en la fiesta de Todos los Santos, de los que llegaron al Cielo y vuelan en la gloria como águilas por toda la eternidad. A él le gustaría emprender ese vuelo para ver a Dios cara a cara con sus ojos pasmados. Y se pregunta cómo será dar alcance al mismo Cristo, atraparlo con sus garras poderosas y llevarlo a su guarida. O, mejor aún, vivir en la casa de Jesús para siempre, para siempre.


El Cielo se parece…
—¿A qué se parece el Cielo?
Me lo preguntó Inés a mediados del Jurásico. Ella tenía 9 años y yo cincuenta. Éramos dos chiquillos con suficiente imaginación para lanzarnos a fantasear sin ningún género de dudas.
—El Cielo —le dije— se parece al mejor viaje que hayas soñado; es un viaje por el corazón de Dios. Se parece también a una sinfonía que querríamos oír por toda la eternidad. Se parece a aquella tarde después de la tormenta, cuando todo se llenó de pájaros y de cantos y el horizonte se incendió sobre las montañas. Se parece a la sonrisa de dos enamorados que no pueden dejar de contemplarse. Se parece a un banquete familiar donde compartimos mesa y mantel con La Santísima Trinidad…
—Pues yo creo —me interrumpió Inés—, que también se parece a una canción de cuna.
¿Una canción de cuna? Sí, es posible que tengas razón. Llevamos tantos años luchando por ser pequeños delante de Dios, y es lógico pensar que al final lo lograremos plenamente. ¿Te lo imaginas? En la puerta que da entrada a la Vida Eterna, no está San Pedro con gesto huraño y un manojo de llaves, sino mi Señora, la Virgen María.
Ella nos mira como miran las madres a sus hijos pequeños cuando llegan a casa con las manos sucias, el pelo revuelto y algún que otro arañazo en cualquier parte del cuerpo.
Con semblante serio, pone el dedo índice delante de sus labios para que no digamos nada. Luego nos toma en brazos, nos quita la ropa y nos introduce en una bañera de agua muy caliente, casi a punto de hervir. No puedo contener un grito al notar la quemazón sobre mi piel, pero María sonríe y, en silencio, mete sus manos dentro del agua y empieza a limpiar mis heridas una a una y a disolver la roña acumulada durante tanto tiempo. Es el Purgatorio.
Al fin puedo ponerme en pie y me miro en el espejo: tengo tres o cuatro años nada más. María me seca con una gran toalla azul. Me perfuma con el aroma de sus manos blancas y, con un peine de plata, ordena mis cabellos revueltos.
―Estás hecho un Cielo ―me dice―. Y me da un beso. 
Antes de quedarme dormido la oigo cantar una nana muy dulce.