sábado, 23 de octubre de 2021

Contraseña para el Cielo


 


Empiezo a redactar este artículo a pocos días de la fiesta de Todos los santos y precisamente en el décimo octavo aniversario del fallecimiento de mi hermana Mari Pili.

Cuando llega esta fecha siempre me viene a la memoria una anécdota un tanto surrealista que comenzó hacia la mitad del siglo pasado y concluyó en 2003,casi medio siglo más tarde.

Mari Pili tendría 8 o 9 años, y yo unos pocos más. Como hacía mucho calor en Bilbao, decidimos refugiarnos en la terraza del Café "La granja" para esperar a mi abuela Carmen, que vivía allí mismo y nos iba a llevar al cine "Actualidades" a ver una peli de vaqueros. Mi hermana se enfrascó en la lectura del "Pulgarcito", uno de los tebeos infantiles más conocidos de la época, mientras yo me abanicaba con un periódico que alguien había abandonado a su suerte.

 —A que no sabes cómo se llama el remedio contra el hipo que ha inventado el doctor Cataplasma —me dijo de pronto Mari Pili—.

El doctor Cataplasma —parece mentira que no lo conozcáis— era, junto con Carpanta, Zipi y Zape, el repórter Tribulete, las hermanas Gilda y algunos otros, uno de los personajes más conocidos del cómic español de los años cincuenta. Pues bien en aquella ocasión el famoso doctor había creado una fórmula magistral contra esas molestas contracciones del diafragma conocidas como "hipo" y la había llamado antidinamonoscoliteraperostilius. Un nombre sencillito.

Mari Pili leyó dos veces la palabreja, la repitió una vez más y añadió:

—Si te la aprendes de memoria, cuando seamos mayores te la pregunto.

—Muy bien; será nuestra contraseña secreta —respondí—.

Nos hicimos mayores enseguida. Las décadas pasaron volando y mi hermana siguió siendo la chiquilla más guapa de mi tierra; también la más, alegre, divertida y bromista. En agosto de 1971 se casó con un chaval espigado y charlatán llamado Constan y, naturalmente, me tocó oficiar la ceremonia. Un año después nació Susana, y luego Amaia. Por último, Jon. Y, cuando ya se anunciaba el arribo del primer nieto, se presentó aquel maldito tumor…

En pleno verano de 2003, recibí una llamada de Mari Pili.

—La quimio no ha funcionado. El médico ha dejado claro que se acabó. ¿Puedes venir a verme?

Tuvimos una primera conversación en la terraza de su casa mientras Constan se desvivía en mil pequeños pormenores. Luego, ya en el hospital, sin dejar de hacer bromas ni de contar chistes, se preparó para dar el salto a la vida eterna. Nos quedamos a solas unos minutos y hablamos del Cielo. Es lo que ella quería. Hasta me pidió detalles concretos. De pronto, de improviso, dijo algo parecido a esto:

—Para entrar en el Cielo no te piden contraseña, ¿verdad?

—¿Contraseña? ¡No! Tú tendrás entrada libre.

—Bueno; pero además está la del doctor Cataplasma. ¿Te acuerdas todavía del remedio contra el hipo?

—Claro. Antidinamonoscoliteraperostilius.

Lo dijimos a la vez. Ella, de corrido sin dejar de sonreír. Yo también, pero con un nudo amargo en la garganta.

Tres días más tarde se nos fue al Cielo. Desde entonces —sé que os parecerá una tontería—, la absurda contraseña del doctor Cataplasma, me acompaña hasta hoy. A veces la repito como si fuera una jaculatoria. Seguro que el Señor me entiende. Tengo la esperanza de que, cuando me llegue el turno, Mari Pili me pedirá que la repita en la misma puerta de la Gloria. No debo olvidar ni una sílaba.

Va a empezar noviembre. Es el tiempo de todos los fieles difuntos. Tiempo de Esperanza, por tanto, y ¿por qué no? de sonreír con historias como ésta.

Por cierto, que nadie se atreva a copiar mi contraseña; es solo mía y de Mari Pili.



 

miércoles, 30 de junio de 2021

"Abuelear"

 


Dentro de pocos días cumpliré 80 años y pienso celebrarlo a lo grande. Con permiso de mi pediatra me tomaré una copa de brandy. Si intenta impedírmelo, cambiaré de pediatra. A mis parientes y amigos sólo les pido que no intenten convencerme de que "todavía" soy joven, que estoy como siempre, que por mí no pasan los años y otras bobadas semejantes. Siempre quise llegar a viejo y, al fin, lo he conseguido. ¿Por qué queréis quitarme también esto? Llevo más de un mes proclamando que he cumplido los 80. Es estupendo ponerse años, mejor que quitárselos, como una manifestación más de coquetería.

—¿Y los achaques?

Bien, gracias. Ahí siguen, creciendo un poco cada día. Son el recordatorio de que hay que ir preparando la maleta, sin prisas, para el último viaje de la vida. Eso me dijo mi amigo Mariano, un chico de mi edad, cuando me telefoneó hace un par de años:

—No nos hemos visto desde la universidad, pero creo que ya no tengo excusas. Deberías ayudarme a preparar la maleta.

La preparamos juntos en su chalet de Las Rozas, quemando los malos recuerdos en la hoguera de la contrición y embalando los buenos para el viaje.

A esta edad, a uno le van jubilando por la espalda aunque no quiera. También a los que cultivamos la tarea de ser sacerdotes in aeternum. Uno ya no está disponible para correr el encierro en San Fermín ni para hacer el camino de Santiago. Quizá todavía esté en condiciones de predicar sin demasiados balbuceos, pero esto durará poco.  Lo nuestro ahora es "abuelear" a diestro y siniestro.

¿Abuelear? Sí. Me propongo escribir al director de la Real Academia para que incluya este verbo cuanto antes en el diccionario. De momento no se me ocurre una definición breve y precisa, pero puedo arriesgarme a describir su contenido.

Abuelear es profesar de abuelo aunque uno, como es mi caso, no tenga nietos. También sirven los sobrinietos, los hijos de los alumnos y sus amigos.  Abuelear es estar disponible para lo más importante de la vida aunque uno sea un completo inútil para lo accidental. Es ser canguro cuando los padres se van de finde o tienen demasiado trabajo; ser maestro de primaria; ser oyente y sobre todo escuchante de las increíbles historias que relatan los niños, ésas que los padres no tienen tiempo de valorar. Es aprender a contar cuentos que siempre terminan bien y, paradójicamente, nunca acaban.  Es transmitir por contagio, con pocas pero francas palabras, la sabiduría que uno guarda en la memoria del corazón, aunque la otra memoria empiece a naufragar y se vayan borrando los nombres y los apellidos que uno debería haber conservado.

Abuelear es aprender a mimar a los niños sin ser empalagoso ni indigesto. Es dar lecciones magistrales que deberían impartir los padres pero que, algunas veces —ay de mí—, parecen haber olvidado. Es hablar de Dios, de la Virgen María y de los santos con la naturalidad que uno emplea para charlar sobre la mascota de la familia. Abuelear es ser generoso para dar y para darse. Es aprender a ser niño otra vez y descubrir que la formación del abuelo no termina nunca.

Yo sé que un día me dirán, con todo el afecto del mundo, que no renueve más el permiso de conducir porque puedo causar una catástrofe en la vecindad; que intente no repetir tanto las mismas historias, porque, la verdad, empiezan a cansar al personal; pero como, gracias a Dios, mi familia es la mejor, me tomaré con todos la copa del decenio para que ellos también aprendan a abuelear.

martes, 19 de enero de 2021

Begin the beguine

 


Cole Porter, famoso músico y gran vividor de los años 30, compuso infinidad de canciones, pero ninguna tan conocida como beguin the beguine, una balada algo empalagosa que ha sobrevivido hasta nuestros días. El autor hablaba del "beguine", un ritmo tropical con aires de rumba lánguida que fue muy popular en la isla Martinica; pero la canción fue "versionada" por infinidad de intérpretes, desde Xavier Cugat a Fran Sinatra, y, quién sabe por qué, empezaron a llamarla "volver a empezar". Incluso un Julio Iglesias jovencito, que aún no había aprendido a mover las manos, se atrevió a cantarla en castellano y darle ese título. Luego Garci hizo una peli, ganó un Oscar y fuimos felices.

Pero no temáis. No quiero hablar de música, sino del título renovado de aquella canción.

Para el senegalés que llega a las costas de España en patera huyendo de la miseria, "volver a empezar" no es precisamente el sueño de una noche apacible de verano, sino la expresión de un drama. Huir de la propia tierra, echar al mar las señas de identidad para no ser repatriado y desembarcar solo y desnudo sin más papeles que el hambre en una playa de Europa, es un comienzo aterrador.

En cambio a los burgueses del primer mundo, el begin the beguine nos habla de un anhelo irrealizable  que casi todos hemos sentido alguna vez. No pienso solo en el síndrome que suele asociarse a la crisis de los 40 ó de los 50, cuando uno descubre que el tipo que nos mira cada mañana desde el espejo está cerca de su fecha de caducidad como un yogur rancio. En ese instante, uno tal vez sienta la tentación de recuperar la juventud perdida y —por qué no— de "volver a empezar". Se viste un vaquero, se clava una chincheta en el ombligo y otra en la oreja izquierda y se dispone a hacer el ridículo en la disco y a fracturarse la cadera por culpa del rock and roll.

Sin  llegar a esos extremos, ¿a quién no le gustaría atrasar los relojes hasta un minuto antes de aquella decisión apresurada o errónea; de aquel "no" que debería haber sido un sí; de la palabra inoportuna que uno pronunció sin pensar; del viaje que emprendimos camino a ninguna parte…?

Estos pensamientos son inútiles ya que la historia no tiene marcha atrás.

—Tengo derecho a rehacer mi vida y ser feliz—clamaba una famosilla en la tele para justificar su tercer divorcio—.

No, amiga. Ni la felicidad es un derecho, ni es posible hacer un zurcido para recuperar los viejos paisajes de la adolescencia. El tiempo ha puesto sus sucias manos sobre nuestros mejores recuerdos, y ahora todo es diferente. 

—Sin embargo —me interpela Homero, mi búho— Dios lo renueva todo. Eso dice el Apocalipsis.

Por supuesto. Dios sí que viaja en el tiempo y derrota al pasado cancelando cada error cometido, cada atrocidad, por muy vergonzosa que parezca. Una vida podrida por el pecado puede renacer de la basura y florecer limpia, inocente, como la mirada de un niño.

Los hombres somos justicieros; nos gusta fantasear con el castigo que impondríamos a los que nos han hecho daño; pero Dios no es así. Cuando le pedimos perdón en el Sacramento de la Penitencia, absuelve cada ofensa, cura cada herida, limpia cada inmundicia y lo olvida todo con la ternura de una Madre que solo recuerda las cosas buenas de su hijo.

Al final queda el dolor por haber ofendido a Dios, el asombro agradecido por la Vida recuperada y un deseo enorme de volver a empezar.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Año..., ¿nuevo?

 


Decían los viejos pitagóricos griegos que "los dioses se alegran con los números impares". Y el gran Virgilio lo tradujo al latín: numero deus impare gaudet. A continuación aclaró que los impares son inmortales —o infinitos, no lo recuerdo muy bien— porque no pueden dividirse por la mitad. Al contrario que los pares, que, en su docta opinión, lo tienen crudo. No me pidáis más explicaciones. Yo tampoco lo entiendo.

Como se ve, siempre ha habido supersticiones y supersticiosos, incluso entre los poetas y los humanistas más ilustrados. Ahora mismo, veintitantos siglos más tarde, seguimos haciendo cábalas poniendo del revés y del  derecho los números de la lotería o los del año que termina o los del que empieza, como si el destino de la humanidad dependiese de una combinación de cifras caídas de un Olimpo mágico en el que los dioses se entretendrían proponiendo sudokus a los mortales.

Es verdad; el 2021 es un año impar, y la suma de sus guarismos da 5, que también es impar. Así que esos pequeños "dioses" deben estar eufóricos.

 Según Masaoka Shiki, poeta japonés de finales del XIX, "el día de año nuevo es el principio de la armonía del cielo y la tierra"; pero no nos aclara de qué "año nuevo" habla; porque el 1 de enero no es el primer día del año para los mayas, los judíos, los árabes, los chinos y otros muchos habitantes de este planeta. Por tanto, lo que lo que para unos es impar, para otros vaya usted a saber lo que es.

Aquí somos un poco más escépticos, y, ante el nuevo  calendario, nos limitamos a decir "año nuevo, vida nueva", que no es una profecía, sino un brindis, un buen deseo para uno mismo y una tópica bobada para un Christmas empalagoso.

Hace casi cincuenta años, 31 de diciembre de 1971, San Josemaría Escrivá propuso a sus hijos del Opus Dei sustituir ese aforismo por otro más realista. Explicó entonces que había hecho confesión general y se aprestaba a recomenzar una nueva vida al servicio de la Iglesia con un lema renovado. "Año nuevo, lucha nueva". Bien sabía él que un año es demasiado breve para cambiar el estado del mundo. Pero san Josemaría no era pesimista. El propósito de  mejorar un poco cada día en su trato con Dios haría sobrenaturalmente fecundos esos doce meses con la ayuda de la gracia.  

Aquel mismo día había redactado una ficha con sus reflexiones. Una frase resumía sus pensamientos. Sacó del bolsillo la agenda y la leyó: Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias!

Años después, por deseo del Beato Álvaro del Portillo, esas palabras quedaron grabadas en la última piedra de la sede, recién construida, del Colegio Romano de la Santa Cruz.

Ahora, a punto ya de comenzar un año, permitidme que yo también me sume con vosotros a ese propósito de San Josemaría. Lucha nueva, sí, hasta que el tiempo se acabe y empiece la eternidad. ¿Año nuevo? Todos los años son nuevos si sabemos renovarlos cada mañana diciendo sí a Jesucristo que llama. ¿Y contra quién lucharemos? Contra nadie; sólo contra aquello que nos separa de Dios: el odio, la mentira, el egoísmo, la lujuria, la mediocridad, la desesperanza…

Ya veréis, será un año sin par. El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Y el Señor, que se ríe de las cábalas de los pitagóricos, sonreirá desde el Cielo al vernos recomenzar día tras día.

 

lunes, 7 de diciembre de 2020

Casi un cuento de Navidad

 Basado en hechos reales



Fue antes de la pandemia; supongo que hace un año o dos. Quizá era otoño, como ahora, cuando salí a dar un paseo por el Madrid de los Austrias y me detuve ante el escaparate de una pequeña librería de viejo. Me demoré un buen rato curioseando aquellas maravillas cubiertas de polvo. Estaba a punto de seguir mi camino cuando descubrí un libro que me resultó más que familiar porque lo escribí yo mismo hace casi veinticinco años. Verlo allí, arrinconado entre cientos de viejas glorias, me provocó una cierta melancolía; pero lo que más me molestó es que parecía nuevo, como recién salido de la imprenta.

Acudí al librero, a Matías, que resultó ser el dueño del negocio, y me contó que pertenecía a un lote del difunto marido de doña Lola, que, al quedarse viuda, había puesto a la venta la biblioteca de su esposo. Me aseguró que el libro estaba sin estrenar y que era "muy famoso".

—¿Usted lo ha leído?

—Pues no; pero tiene muchas ediciones.

Le pregunté el precio y la respuesta me deprimió aún más:

—Por cinco euros es suyo.

—No, amigo; es mío, porque yo soy el autor y, francamente, no me parece bien que me venda tan barato.  

—Entonces podemos hacer una cosa —respondió Matías—. Usted se lo dedica al que quiera comprarlo. Lo firma y yo lo coloco en el centro del escaparate con un letrero que diga: "dedicado para usted por el autor".

Así lo hicimos y subió el preció a 12 euros.

Ahora que llega la Navidad debería volver a la librería (tal vez sea capaz de encontrarla) para comprobar si el libro sigue aún en el escaparate. Aunque lo más probable es que el dichoso virus coronado haya dado al traste con el negocio.

¿Y si hubiera ocurrido otra cosa?

Creo que me arriesgaré a completar esta verídica anécdota dejándome llevar por la fantasía.

*     *     *

Matías estaba a punto de clausurar definitivamente su establecimiento, y, mientras guardaba los libros en grandes cajas, vio llegar a Joaquín, el dueño de la Pensión "La Estrella".

—¿Tú también cierras, Matías?

—Sí; son malos tiempos…

Joaquín había decidido hacer lo mismo con su pensión. Los clientes huían y ya solo quedaban dos: Ana, una anciana con muy mal genio, y su nieto Seve, un chiquillo de 12 años con síndrome de Down.

—A estos no puedo echarlos; llevan mucho  conmigo y son de la familia. Pero no quiero  ni uno más.

Mientras hablaba, Joaquín iba hojeando los libros de Matías. Uno le llamó la atención de forma especial.

—"El belén que puso Dios". ¿Es sobre la Navidad?

—Sí. Además te lo ha dedicado su autor.

—¿A mí?

—Bueno; la dedicatoria dice que es "para el primero que lo compre", y yo te lo cambio por una caña y una tapa de boquerones. Es un buen libro; te gustará. Acabo de leerlo. Habla de un posadero que se llama Joaquín, como tú, de un niño-Down como Seve y de una estrella, como la de tu pensión.

Joaquín, ya en casa, decidió leerlo en voz alta para entretener a sus dos huéspedes.

En el primer capítulo se habla de "un matrimonio joven de inmigrantes que acaban de llegar a la ciudad. No traen el borrico, porque la especie está en peligro de extinción, sino una moto desvencijada que sabe Dios cómo sigue funcionando todavía. No encontrarán sitio en los hoteles, y ella deberá dar a luz en el Metro…"

En ese momento sonó la aldaba de la puerta. Joaquín iba a gritar que la pensión estaba cerrada, pero no se atrevió. Descorrió el cerrojo, y allí estaban: él era muy joven, apenas cuatro pelos en la barba. Ella, casi una niña, con unos ojos verdes enormes y una sonrisa serena. La moto era una ruina.

—Pasad, chicos, pasad, que no se nos enfríe la sopa —dijo Joaquín—.

XII/2020

 

 

 

viernes, 31 de julio de 2020

Lo que el virus se llevó



Me telefonea Pablo, uno de los pocos lectores que aún me quedan, para preguntarme qué voy a escribir este mes. Se lo digo y me responde:
—No me gusta el título; parece una broma y tiene poca gracia. El virus se llevó a miles de personas,  quizá el año próximo hablemos de millones, de todas las razas, clases, ideologías y credos. Ya sé que están en las manos de Dios, que es sabio y misericordioso, pero la pandemia ha dejado un reguero de dolor que durará décadas. Y se ha llevado también los sueños de los pobres, de los enfermos, de los marginados; las ilusiones sencillas de unos soñadores que solo aspiraban a sufrir un poco menos cada día.
—Tienes razón —le contesto—, pero quizá no todo ha sido malo. También ha servido para ahuyentar a otros virus igualmente perniciosos.
—¿De qué hablas?
—Por ejemplo, de la "fe en el futuro", esa religión idolátrica que impusieron los gurús de la corrección política. Nos hicieron creer, con fe casi teologal, que vivíamos en un mundo domesticado por nuestra especie donde todo sería posible gracias a las nuevas tecnologías. Predicaban  el progreso indefinido, el feliz advenimiento de un superhombre robotizado que superaría los mismos límites de la naturaleza humana e incluso alcanzaría la inmortalidad... Ahora ese optimismo  —"transhumanismo" lo llaman— ha regresado al mundo de los comics, de donde nunca debía haber salido.
Pablo reflexiona un momento:
—Sí; pero también se llevó los bares y restaurantes de barrio, los negocios familiares. La autonomía de los autónomos, los ahorros de los pequeños…
—Tienes razón. Y, para colmo, se llevó la primavera. Volverán las oscuras golondrinas, pero este año hasta las aves que vienen del sur han pasado sin pena ni gloria. Me pregunto si las flores nos habrán echado de menos. Dios las pintó de colores para ser contempladas, y si nadie las mira quizá lloren nuestra ausencia.
—Claro que también se ha llevado el miedo a pensar en Dios y en la otra vida…
—Así es. Podríamos decir que hemos pasado de un optimismo tonto a la Esperanza. Nos aguarda un tiempo duro, y quizá lo que llaman "nueva normalidad" sea solo el período de prueba que necesitamos para volver a repasar algunas verdades elementales. La primera, que el mundo está en las manos de Dios, y nosotros somos solo administradores.  La segunda, que la vida pasa volando y lo que cuenta es llegar preparados a la meta. La tercera, que todo lo que el Señor envía tiene un sentido. La cuarta, que hay que vivir el momento presente —carpe diem!, decían los clásicos—, pero no para consumir desaforadamente las chuches de cada día, sino para tocar la eternidad en cada instante, teniendo hoy la maleta preparada para el último viaje.
—¿Y crees, de verdad, que el virus tiene algo que ver?
—Hace algo más de un mes fui a la peluquería para que me arreglaran el desaguisado capilar que yo mismo perpetré durante el confinamiento. Había tres peluqueros trabajando, y nada más entrar por la puerta, el primero declaró en voz bien alta: "yo necesitaría confesarme. Ni sé cuánto tiempo hace…" El segundo, un rumano muy simpático, dijo que ya había quedado con el cura. El tercero me miró de reojo y se puso en la cola. Los clientes guardaban silencio.
No me cabe duda de que el virus se ha llevado también la vergüenza.  

martes, 19 de mayo de 2020

Encuentros en la primera fase

De nuevo me anticipo a mí mismo y  cuelgo del globo el artículo que saldrá en junio en Mundo Cristiano


Perdona, querido Spielberg, que emule el título de uno de tus primeros films. Aún recordamos los "encuentros en la tercera fase", la peli de ciencia aflicción que estrenaste hace ya 47 años. Ahora la dicen "de culto", misteriosa expresión cuyo significado nunca he entendido del todo. El título tampoco era claro: ¿tercera fase? ¿Y cuáles fueron las dos primeras? ¿O hubo además una fase cero como la que han inventado los expertos del Gobierno para ir "desconfinándonos" por etapas?
En tu peli los "encuentros" fueron intergalácticos. Algunos elegidos (norteamericanos, of course) recibieron a unos extraterrestres que llegaron a la tierra sin escafandra ni mascarilla para devolver a los abducidos en una fase anterior.  Creo recordar que provecharon el viaje para llevar a su planeta a otro grupo de terrícolas. Pero vamos a lo nuestro.
No sé en qué fase estarán los lectores de este artículo; pero ya puedo asegurar que en mi barrio, se han producido algunos encuentros en la primera fase.
Mi amigo Jesús, sin ir más lejos, tuvo uno muy singular en plena cacerolada. Caminaba por la calle de vuelta a casa cuando una ardorosa manifestante agitó con demasiada energía una campana de bronce y la lanzó desde el sexto piso en dirección al cráneo del paseante, que ese día no llevaba casco. Por dos centímetros se salvó su calavera.
También ha habido encuentros entre balcones, como el que protagonizan cada tarde Mercedes y Luis, que estudian el mismo curso de la misma carrera, pero han necesitado una pandemia para verse y gustarse. Me dice Luis que Mercedes le espiaba con unos prismáticos, y que él respondió con el telescopio de su hermano. La comunicación continuó con un despliegue de carteles hasta que Mercedes se decidió a escribir en uno su número de teléfono.
Palabra que no me lo invento. Me lo contó Luis en un febril correo electrónico. Yo solo he cambiado el nombre de ella porque es tan original que ni siquiera necesita apellido para que medio Madrid la identifique.
Tampoco es falsa la historia de un matrimonio conocido (en esta ocasión omitiré los dos nombres) que andaba en trámites de divorcio hace meses. Ahora él ha perdido su empleo y ella ha dejado de ir de copas con su amigo de la empresa. El teletrabajo tiene estas cosas. "Estamos bien —me escriben—; jugamos con los niños y hemos empezado a hacer el puzzle de quinientas piezas que usted nos aconsejó como terapia".
Los restantes "encuentros" puedo imaginármelos. Supongo que es un chiste la historia de aquel fulano que, al tercer día de confinamiento, descubrió que en su casa vivía una señora la mar de simpática; era su mujer. Sí que es verdad, en cambio, que algunos padres han descubierto que sus hijos e hijas tienen inesperadas virtudes y que incluso pueden hablar como adultos si se les da la palabra y se les pide la opinión.
Las nuevas tecnologías ayudan a generar contactos en la primera fase. Yo, por ejemplo, tengo ahora mismo a unos cientos de interlocutores. Cada semana hago mi oración en voz alta delante de una pequeña grabadora y la cuelgo en la red. Mi intención era compartirla con el grupo de amigos que asisten a círculos o a retiros espirituales en casa; pero, ya se sabe, la red no tiene fronteras, y las meditaciones llegan ya al mundo entero.
Esos sí que son "encuentros" eficaces. El dichoso virus ha hecho posible que más de uno se encuentre con Dios sin guantes ni  mascarilla.



lunes, 20 de abril de 2020

Desde mi arresto domiciliario


Acabo de enviar a "Mundo Cristiano" mi artículo del mes. Supongo que la revista saldrá, pero como no me fío, me he decidido a poner en órbita el globo aprovechando que todavía se asoman a esta página cuatro o cinco lectoras. Es una apertura provisional y con mascarilla, pero espero que os guste mi columna.


Abrazos pendientes

 
Han pasado más de treinta años y aún tengo grabada en la memoria la fuerza y la calidez de aquel inesperado abrazo. Fue un domingo de julio y hacía mucho calor en Madrid. Yo trataba de aprovechar cada centímetro cuadrado de sombra, pero el sol caía a plomo sobre la acera, amplia y despejada, de la  calle Velázquez.
Caminaba muy despacio de norte a sur cuando vi que alguien se acercaba en dirección contraria. Era un anciano vestido pobremente con una camisa gris arrugada y un pantalón oscuro demasiado ancho. Me miró a la cara y dibujó una sonrisa melancólica. Al llegar a mi altura se detuvo y exclamó:
—Hermano, necesito un abrazo.
Se me lanzó encima. No sé cuántos segundos duró el estrujón; estaba fuerte el viejo. Comenzó a llorar sin reprimir los sollozos ni las lágrimas mientras me decía al oído:
—Yo también soy cura… Necesitaba esto.
Entramos en una cafetería cercana y le invité a desayunar. Hoy no debo contar más. Era un admirable sacerdote de pueblo, agobiado, que no derrotado, por la soledad y el desamparo.
—Me he escapado a Madrid para "para ver a otra gente" —me dijo—. Mañana regreso a casa.
Desde ese día fuimos amigos hasta su muerte, y cada vez que nos veíamos, volvíamos a abrazarnos, ya sin lágrimas, porque, según dijo, "ahora nadie abraza a los curas".
Durante estos días de confinamiento domiciliario me he acordado alguna vez de aquel buen sacerdote y de los abrazos que se me han quedado pendientes para el día en que termine la pandemia. Uno tiene un gran respeto por las costumbres orientales, pero, francamente, las tímidas reverencias de chinos, japoneses y coreanos se me quedan en nada. Estoy seguro de que ellos son capaces de expresar los más apasionados sentimientos con su enigmática sonrisa, las manos juntas y una leve oscilación cervical, pero en esta parte del Planeta los humanos necesitamos algo más.
No comparto, por supuesto, la desmesurada afición besucona de los árabes ni los tres ósculos que se atizan los polacos y los rusos. También me desconcierta que en el Tíbet lo cortés exija sacar la lengua al prójimo. Más razonable se me antoja que los esquimales se restrieguen las narices. Así no necesitan sacar la mano del bolsillo ni quitarse los guantes para estrecharla al británico modo.
En resumen, sigo pensando que lo mejor es el abrazo. Es verdad que, de un tiempo a esta parte, el beso va ganando adeptos entre hombres y mujeres, ministros y ministras, futbolistos y futbolistas; pero el prestigio del abrazo es sólido: si no, ¿por qué se despide Andrés en el mensaje que acabo de recibir con "un beso muy fuerte"?  Sin duda se trata de un lapsus. Él quería mandarme un abrazo enérgico con el corazón por delante. Un beso "fuerte" da miedo y sería manifiestamente inapropiado.
Yo tengo una buena lista de abrazos pendientes, sin guantes ni mascarilla, para el día en que recuperemos la libertad. Algunos abrazos llevan incorporada una cerveza y un pincho de tortilla. Otros servirán para pedirnos perdón por viejas ofensas ya cicatrizadas. La mayoría serán gozosos, pero no descarto que se escape alguna lágrima.
Ahora sueño con esos abrazos, y estoy convencido de que, si el Señor perdona mis atrocidades y me recibe un día en el Cielo, en la puerta recibiré un abrazo enorme de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo, con Santa María. Y en ese abrazo volveré a encontrar a aquel cura anciano de la calle Velázquez, y a mis padres, a mis hermanos, a…


lunes, 6 de abril de 2020

Meditaciones para la cuarentena


Las grabé para las personas que frecuentan este centro y para algunos amigos más. Si os coláis sin permiso, allá vosotros.
https://soundcloud.com/enrique-monasterio-hern-ndez