Cuando
charlo con adolescentes, ellos suelen empezar contándome lo que van a estudiar,
y casi siempre manifiestan un montón de dudas y de miedos. Cualquiera diría que
los estamos educando en una un especie de realismo cauteloso que les lleva a obsesionarse
con las posibles dificultades de la vida, con lo duras que son las carreras y con
las pocas "salidas" que hay; las dichosas salidas que a la hora de la
verdad no tienen tanta importancia como parece.
Trato de
ponerme en su lugar y recuerdo mi propia adolescencia: aquellas ambiciones descabelladas
que se me antojaban al alcance de la mano, los proyectos fantásticos que nacían
de mi imaginación calenturienta y también, por qué no, los fracasos periódicos,
las depresiones de la edad del pavo, de las que había que renacer una y otra vez.
Echo de
menos todos esto en los chavales, especialmente cuando les hago mi pregunta predilecta:
—Imagínate
que mañana te levantas de la cama y descubres que han pasado 20 años; de pronto
has viajado al futuro y ves que todo ha salido como en el mejor de tus sueños.
¿Dónde estás? ¿A qué te dedicas? ¿De qué vives?
Alex
tiene dieciséis años y gasta una mirada melancólica como de abuelo prematuro.
Me mira desconfiado, cierra los ojos y responde:
—Vivo…,
aquí mismo con mi pareja…
—¿Casado?
—Sí,
claro. Bueno, supongo que sí, aunque no sé… Trabajo en la empresa de mi padre y
como tengo pasta, me compraré un Ferrari.
—¿Tienes
hijos?
—Sí, dos
—Alex se va animando—, y a mi chica le compraré también otro Ferrari.
—¿Eso es
todo lo que se te ocurre?
Alex se
encoge de hombros y se ruboriza un poco no sé bien por qué.
—¿No te
gustaría cambiar el mundo?
Ahora casi
sonríe:
—¿Es que
quiere que me haga cura o algo así?
—No,
majo, no. Para ser cura o algoasí hay
que empezar por ser ambicioso; tener sangre en las venas y un corazón grande
que sueñe con empresas imposibles, con aventuras reales… Sobre esa base, Dios
puede edificar algo y llamarte; pero a ti…, no creo.
(Otro
día continúo con el relato. Hoy no tengo tiempo)