martes, 30 de octubre de 2007

Desde un ciber de Arucas


Lo siento
, no me es posible acceder al blog desde Airaga. Tendría que utilizar una línea telefónica idéntica a la que ya empleaban los homínidos de Atapuerca. Así que no me vengáis con esa majadería de "el siglo de las comunicaciones".

Por lo demás, la prensa canaria es fantástica: da noticias. No como la de Madrid, que da sólo declaraciones.

Ahora comprendo que el animal más longevo del planeta sea una almeja de 400 años de edad. Yo mismo me siento tentado a convertirme en almeja e incrustarme un par de siglos en la arena de estas playas.

Y el pinzón azul, sin aparecer.

Hasta el lunes..., o no.

lunes, 29 de octubre de 2007

Hacia la Gran Canaria


Vista aérea de Trapiche. Arucas (G.C.)



Dentro de un par de horas vuelo hacia Las Palmas. Predicaré un curso de Retiro en "Airaga", cerca Arucas, al Norte de la Isla. Si hacéis clic en la foto veréis mejor la casa. Termino el domingo, día 4, pero no regresaré hasta el lunes. De esta forma el viaje me saldrá 300 euros más barato.

Al parecer las líneas aéreas han pensado que debo permanecer un día más en la Isla para para que busque y encuentre de una vez al "fringilla teydea", uno de los pocos pájaros españoles que todavía no se han puesto al alcance de mis prismáticos.

El blog permanecerá cerrado toda la semana. Francamente no creo que en ese pueblo haya ADSL. Será un alivio para mí y tal vez para mis cuatro lectores.



Pinzón del Teide

domingo, 28 de octubre de 2007

7 chicas 7



La primera se llama Mamen y es la madre de las otras seis. Las demás son, por orden de edad, María, Ana, Lucía, Elena, Carmen y Maite. Las seis fueron alumnas de Aldeafuente mientras yo fui capellán, y, por tanto, me considero autorizado para hablar de ellas con cierta libertad.

El esforzado padre de familia se llamaba Jesús Ordovás y se fue al Cielo inesperadamente hace seis años. Jesús era óptico y santo. Como óptico era excelente: el me colocó las primeras gafas de mi vida, y las segundas, las terceras…, hasta que llegó su hija Lucía —un nombre muy adecuado para una profesional del ramo—, que me vendió las que llevo ahora mismo

Jesús y Mamen no tuvieron hijos, sólo niñas. Supongo que esta circunstancia contribuyó a que Jesús fuese más santo aún.

El caso es que, cuando Jesús falleció, unos días después del funeral las siete chicas me pidieron que les dijera una Misa para ellas solas en la pequeña cripta de Diego de León 14.

De aquel día sólo recuerdo un detalle significativo. Estaban las seis sentadas en el primer banco, a metro y medio del altar desde donde yo predicaba. Les hablé de una jaculatoria que solía decir San Josemaría Escrivá en los momentos de tribulación o de pena: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno.

Como es natural yo me sabía de memoria esa oración, pero, al recordarla, las seis niñas la recitaron conmigo al unísono en voz alta. Su padre, desde el Cielo, aplaudió muy bajito para no interrumpir la ceremonia.

Han pasado 6 años y hemos vuelto a la cripta de Diego de León. Esta vez nos han acompañado Carlos y Miguel, maridos respectivamente de Ana y Lucía; Javi, novio o algo así, de Elena y cuatro niños y medio: dos de Ana y dos de Lucía. El medio también es de Lucía. No pongo los nombres, porque me lío.

Yo me he vuelto a conmover mientras predicaba, y no por hablar de Jesús, que sin duda alguna está en el Cielo, sino al contemplar a las seis chicas, que no han cambiado nada, con su madre convertida en abuela. Los críos alborotaban moderadamente como es su obligación, pero a mí sus gritos me sonaban a música gregoriana.

Ahora sólo espero que me inviten a merendar algún día.

25 años




Supongo que toda la prensa de hoy hablará de aquel 28 de octubre de 1982 en que el Partido Socialista triunfó por primera vez en las elecciones generales de España.

No haré comentarios sobre este aniversario. Prefiero recordar que el próximo martes se cumplirán 25 años de la primera visita a España de Juan Pablo II.

He buscado algún vídeo de ese viaje para ponerlo en el blog. Seria fantástico volver a escuchar el discurso a las familias en el Paseo de la Castellana de Madrid, o su encuentro con los jóvenes en el Bernabeu. Lamentablemente no he encontrado nada.

Éste que reproduzco a continuación recoge parte de su vida y de aquella primera e inolvidable homilía en la Plaza de San Pedro. Vale la pena verlo.





sábado, 27 de octubre de 2007

El look es lo importante





Acaba de inaugurarse en IFEMA, Madrid, el "10º Salón look internacional de peluquería, estética y bienestar".

No he podido resistirme. He entrado en una de las webs y he visto maravillas. No sé si darme un garbeo por la feria para que me planchen las orejas y me hagan una moderada reducción de papada. Por el mismo precio pueden ponerme unos labios-guardabarros a la silicona y unas eficaces inyecciones de botox anti arrugas. Además leo que necesitan "azafatos de imagen" (sic) con una altura mínima de 1,70 y talla 38-40. Yo soy bastante más alto que todo eso y en lo de la talla, podríamos llegar a un arreglo.

El problema es que hay demasiados testigos. Miles de mujeres y de hombres (o viceversa) se agolpan ya a la entrada en busca de su imagen perfecta. Algunos y algunas llevan en la cartera la fotografía del actor o actriz a quien quieren parecerse.

—Este modelo le saldrá caro, señora.

Creo que tendré que renunciar. Supongo que mi presencia sería perturbadora. Por si acaso, se lo consulto a Kloster. Me mira con desprecio, y sentencia:

—Juan XXIII no hizo nada de eso, y su cuerpo está incorrupto, no como el tuyo.

—Este Kloster es un talibán incorregible. No sé que tiene contra mi cuerpo.


viernes, 26 de octubre de 2007

Los blogs de mi barrio (XII)


Historias del Metro


Entre los blogs de mi barrio, “historias del Metro” fue el penúltimo en llegar. El título me intrigó un tanto, y di por supuesto que no conocía al autor.

El Metro es un transporte rápido y seguro, pero también es una cueva, una red de túneles; una multitud silenciosa que se mueve deprisa por oleadas; un sonido metálico de escaleras fantasmales que suben y bajan; un temor inconcreto; un olor penetrante a alcantarilla desinfectada; una noche de 24 horas; un mercado de cualquier cosa; un auditorio de música sin papeles; un dormitorio de mendigos y vagabundos.

Hablo de Madrid, y de esos Metros viejos, con churretes de historia en las paredes y delincuentes de plantilla.

Hay adictos al Metro, entre los que no me cuento. Me agobia ese continuo y subir y bajar por la entrañas de mi ciudad. Lo reconozco, soy un burgués de cochecito y autobús.

Sin embargo, entré en el blog y reconocí a su autora en 15 segundos.

-¿Se puede saber qué hace una chica como tú en un túnel como éste?

Pasad sin miedo a visitarlo. No hace falta billete y aquí hay mucho talento. Yo, además, le agradezco hoy especialmente que me haya ahorrado el trabajo de poner una posdata al artículo de ayer sobre “las gominolas”. He aquí el comentario que escribió esta bloguera:

Buff... tengo 28 años y he probado muchas cosas, entre ellas las drogas, y cosas que para mí son aún peores... No me considero vieja, aunque sé que probablemente los jóvenes de 15 años y yo no tenemos ya nada que ver...

Sólo sé que cada cosa que he hecho al revés en esta vida me ha dejado una marca tan profunda, que ojalá alguien me hubiera hablado de Dios en su momento.

Me temo, Ayn Rand, que el que te estás haciendo viejo eres tú... Crees que mencionar a Dios puede hacer que los demás echen a correr, que no nos entiendan... Pero te aseguro que la naturaleza del hombre busca a Dios desesperadamente.

No nos entenderán, no soy ninguna ilusa, pero la mención de un Padre que te quiere infinitamente y te perdona mucho antes de que lo hagas tú mismo se queda en el subconsciente de la persona.

Sé que no basta con mencionarlo. Hay que acompañar a la persona, hacerse su amigo, ganarse su confianza, atenderlo hasta en las cosas más mundanas. Pero no dejes de nombrar a Dios, desde el primer momento, porque las personas lo piden a gritos, aunque a gritos te contesten cuando les hables de él.

Tus palabras suenan a desesperanza. Dios tiene sus tiempos.

jueves, 25 de octubre de 2007

Las gominolas

Este artículo que descongelo hoy sigue siendo actual a pesar de que quizá nadie se acuerde del anuncio de la tele que me sirvió como pretexto para hablar de la droga.

Cuando lo escribí estaba furioso y desolado a partes iguales. Nadie lo diría al leerlo, pero acababa de hablar con una niña de 15 años, adicta a la heroína desde que, a los 13, unos vencinitos de su mismo bloque empezaron a emborracharla y a pincharla para tenerla como esclava. Quizá un día cuente la historia entera.

Por entonces yo era muy joven y algo más cobarde que ahora. Fui muy prudente. Me temo que demasiado.




Al fin hemos descubierto una razón para no drogarnos. Ya tenemos un buen motivo para vivir, a pesar del paro, de la depresión y de la declaración de la renta: las gominolas.

Lo asegura la tele en un vertiginoso anuncio que patrocina algún organismo público. Quizá lo hayáis visto: de pronto aparecen y desaparecen en la pantalla docenas de frases que bombardean la retina del espectador, sin darle apenas tiempo de asimilarlas. Se trata de una larga lista de incentivos que deberían apartarnos de la tentación de la droga:

—las focas, el pantalón vaquero, mi perro, un paseo por el campo, mi prima Belén, las gominolas, la ecología, la playa, el cinemascope…

Llevo meses tratando de grabar el mensaje para ponérmelo después a cámara lenta y recrearme en todos y en cada uno de los exquisitos placeres que nos proponen los poderes públicos como alternativa al viaje letal de la droga. Pero es inútil: el maldito anuncio aparece de improviso, y cuando me lanzo en plancha hacia el vídeo, ya es demasiado tarde.

Lo que más me intrigó la primera vez fue la referencia a las gominolas. ¿Es posible, me dije, que las vulgares y contrahechas gominolas, tengan la virtualidad de prevenir la toxicomanía? Decidí comprobarlo.

Reconozco que hasta ayer no me había atrevido a entrar en una caramelería. Me imponen esos recipientes esferoides de tonos rosas repletos de dulces de colores, que recuerdan la Guerra de las galaxias, y la encargada, que suele ser una señorita con gorro rojo y aspecto de azafata de la TWA.

—¿Tiene gominolas?

—¿Normales o súper?

Me tomé una allí mismo en presencia de la dependienta, e incluso compartí el experimento con dos diminutos clientes, que agradecieron el detalle, aunque me aseguraron que preferían las piruletas y unos chicles que han salido ahora con sabor a natillas.

Al terminar la primera gominola, comprobé que, en efecto, no sentía el menor deseo de drogarme. ¡Esto funciona!, me dije. Y ya estaba dispuesto a contárselo a mis amigos, cuando caí en la cuenta de que antes de entrar en la tienda tampoco tenía ganas de drogarme. Es más, nunca, en toda mi vida, me había planteado esa posibilidad. El experimento, por tanto, no ofrecía suficientes garantías científicas. Debía hablar con alguien que realmente, tuviera ese problema, y ofrecerle una gominola como alternativa…

Hablemos en serio. Estoy convencido de que los creadores de ese anuncio tienen la mejor voluntad y sólo pretenden alejarnos de la heroína o del porro haciéndonos ver que hay mejores motivos para vivir. Sin embargo, el resultado es demoledor. ¿Éstos son los valores que debemos proponer a los chavales como alternativa a la droga…?

Comprenderéis que me sienta incapaz de seguir bromeando. Me acuerdo de Alberto, a quien conocí en una clínica psiquiátrica: ahora tiene 23 años, y empezó a pincharse a los 13. Una vez desintoxicado, está tratando de vivir la adolescencia que antes le robaron. Pienso también en Lucía, que se inyecta heroína desde que la iniciaron a los 13 años, y se ríe cuando le aseguran que la droga mata:

—Eso es lo que quiero —responde—. Yo paso de la vida.

Y Pepe, que un día me paró en la calle porque yo vestía de sacerdote para contarme que tenía Sida. Murió seis meses después y está en el Cielo.

Pues bien, ninguno de ellos llegó a la droga sólo por culpa del paro o del ambiente, o porque alguien les ofreciera el primer porro. Mucho antes de la primera dosis, todos pertenecían al grupo de riesgo más peligroso: el de los cínicos precoces, el de los pasotas más desesperados: tenían ya esa tristeza honda que se enquista en el alma de algunos chavales.

Es una amargura epidémica que crece a medida que avanza el hedonismo teórico y práctico. Ahora mismo millones de adolescentes están aprendiendo en sus casas y en los colegios que lo importante en la vida es buscar el placer más intenso y el más inmediato; eso sí, sin correr riesgos. Algunos asimilan la lección y se convierten en monstruos: en aves de alas atrofiadas, en reprimidos crónicos, perpetuamente frustrados.

Leo en Camino: Si la vida no tuviese por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible. Es lamentable que algunos lo descubran en su propia carne, y que busquen cualquier cosa —alcohol, droga, violencia, una secta o una tribu urbana—, incluso la autodestrucción, antes que entrar en el juego estúpido de una sociedad, que ofrece como alternativa a la muerte el amor a las focas.

Si encuentras a un chaval al borde de ese agujero, no le hables de las gominolas, que a lo mejor se tira. Vence el miedo y háblale de Dios, que, aunque no lo sepa, eso es lo que está buscando.








miércoles, 24 de octubre de 2007

Ser viejo (II)




Ser viejo es recordar la propia vida en las vidas de los demás. Es vivir de repaso.

Es disfrutar y sufrir como se disfruta y se sufre con una película ya vista, en la que, a pesar de todo, siempre se afloran matices nuevos.

Al viejo nada le sorprende, pero sabe estrenar sus emociones cada mañana y sentirlas con más intensidad la segunda vez, igual que nos ocurre a todos cuando releemos una gran novela.

El viejo quizá no recuerde bien la película. Sabe que lo que está viendo u oyendo ya ocurrió en otra época, pero el tiempo oscurece la memoria y difumina las imágenes.

Por eso no siempre sabe cómo va a terminar cada aventura; pero puede intuir el camino, adivinar el paso siguiente, prever los obstáculos, e incluso presentir el desenlace.

El viejo sabe, sin embargo, que sería insensato intervenir en el desarrollo de la trama. Siente la tentación de imponer su experiencia a los que empiezan a vivirla, pero esa misma experiencia le aconseja que no lo haga.

El viejo sabe que los más jóvenes tienen que aprender a ser viejos como él. Esa es la asignatura más importante, y sólo se aprueba caminando con los propios pies y abriendo caminos vírgenes.

Por eso es sabio. No recurrimos a él porque tenga todas las respuestas, sino porque conoce cada una de las preguntas.


Supersticiones urbanas





Veo que Kloster sale a la calle con un enorme paraguas rojo y amarillo.

—¿Llueve?

—No. Precisamente cojo el paraguas para que no llueva.

—¿Y por qué ése? ¿Por patriotismo o porque vas a jugar al golf?

—Elemental, mi querido Watson; cuanto más grande sea el paraguas, menos posibilidades hay de que llueva.

—No sabía que eras tan supersticioso.

—No es superstición. Es estadística.

—¿Y no es superstición esa fe en las estadísticas?

—Puede ser. Pero te aconsejo que, por si acaso, hoy no laves el coche a pesar de que lo tienes muy marrano. Si lo lavas aumentan las posibilidades de lluvia en un 72 por ciento.

Está loco el bueno de Kloster. Lo dejo en la parada del autobús y compruebo que enciende un pitillo. Mi amigo no fuma, pero está persuadido de que, con un cigarro encendido, los autobuses aparecen instantáneamente para que los fumadores se vean obligados a tirarlos.

Cojo el coche. Debería pasar por el túnel de lavado, pero prefiero dejarlo para mejor ocasión.

martes, 23 de octubre de 2007

Ayer, al salir del funeral



Acababa de terminar el funeral de Ana, la abuela de Ignacio, de Álvaro, de Lucía, de Ana, de María, de Adriana, de Mariola, de Carlos y de Sabela; la madre de Nacho, de Isabel, de Ana y de Alberto; y, naturalmente, la bisabuela de Carlota, hija de María y de Juanjo.

Así lo dije en la homilía de la Misa y, por supuesto, no era una broma. Un funeral, como un bautizo o una Primera Comunión, puede ser un acto entrañablemente familiar e íntimo. Igual que nacemos en el seno de una familia, morimos en ella. Y toda la familia debe darnos el último impulso para colarnos en el Cielo.

A la salida de la iglesia me entretuve charlando con todos y recordando viejos tiempos: la boda de María, el bautizo de Carlota, las primeras comuniones. En ésas estábamos cuando a alguien se le ocurrió decir:

—Con los curas pasa como con los médicos. Hay médicos especialistas y médicos de familia. Usted es un cura de familia, de la nuestra.

Me hizo gracia el comentario. Supongo que algo de eso hay, pero pienso también que los curas, por muy especialistas que se consideren, deben ser siempre “de familia” y servir para todo: para un roto y para un descosido.

Pero tendré que seguir pensándolo.

lunes, 22 de octubre de 2007

Las raíces



Hace más de veinte años mi amigo Moisés y yo íbamos por una zona pedregosa de la provincia de Ciudad Real. Creo que comenzaba el otoño como ahora. Pajareros impenitentes, buscábamos, sin demasiado éxito, las aves esteparias y desertícolas propias del lugar. De tanto en tanto cruzaban por el aire pequeñas bandadas de patos que anunciaban la cercanía de alguna de las lagunas endorreicas de La Mancha.

Comenzaba a caer la tarde cuando, después de subir un pequeño repecho, “se nos apareció” un olmo majestuoso en medio del pedregal.

Ya no quedan olmos en Europa: un hongo letal los barrió del Continente. Quizá por eso no he olvidado aquel magnífico ejemplar: un árbol colosal, solitario y tan verde que parecía un milagro.

Nos olvidamos de las aves. Ya no hablamos de otra cosa en toda la tarde que de aquel olmo. ¿Hasta dónde llegarían sus raíces para producir un prodigio semejante? ¿En qué acuífero y a qué profundidad se alimentaban?


Los hombres también necesitamos raíces para vivir. Y esas raíces son nuestros amores.

¿Quién dijo que los curas renuncian al amor humano? Eso sería tanto como suicidarse: en primer lugar, porque en la tierra todos los amores son humanos: también el amor a Dios lo es.

Además, tenemos que ir repartiendo cariño por todas partes: es nuestro oficio como lo fue el de Cristo. ¿No es lógico que, con el paso de los años recojamos, multiplicado por cien, el afecto de miles de personas? Los curas viejos como yo mismo (ya hemos quedado en que lo soy y en que esto no se discute) lo comprobamos con sorpresa y agradecimiento día tras día.

Ese amor de amistad es tan real, tan intenso y tan necesario, que no sé cómo podríamos vivir sin él.

Pero no basta. Nuestras raíces deben ser como las del olmo. Tan profundas que beban y se alimenten del agua viva que Jesús prometió a la Samaritana. Los demás amores deben nacer de allí. Si no, serían superficiales, epidérmicos como las raíces de aquel pino que fue abatido por el viento.

Y los curas, como los grandes árboles, tienen que morir de pie.

domingo, 21 de octubre de 2007

Un árbol abatido por el viento



Ayer estuve en un pueblo de la Sierra de Madrid. Mi amigo Javier tiene una casa rural magníficamente acondicionada con un jardín que se convierte en huerto y luego en bosque a medida que se aleja hacia lo alto de la montaña.

Comimos allí mismo con su mujer y su hija mayor. Javier tenía interés en enseñarme la variedad de aves que llegan a su pequeño oasis, pero hablamos, sobre todo, de un árbol que cayó fulminado hace un par de día y estuvo a punto de alcanzar la fachada de la casa.

Es un gran pino como los de Valsaín, alto y esbelto como el mástil de un gran barco, aparentemente lleno de vida.

—¿Qué ocurrió?

—El suelo es muy poco profundo. Estamos sobre una roca, y los árboles no pueden echar raíces hacia abajo. Las raíces crecen casi en la superficie y destrozan el pavimento. Yo los quitaría todos, pero no me dejan. Fíjate que altura más enorme alcanzan. Ése es el peligro. En cuanto llegue un huracán serio aquí no queda ni uno en pie.

El pino derrumbado tenía, en efecto, buena parte de las raíces al aire. Era como un animal herido que nos enseñase sus entrañas esparcidas por el suelo.

“Los árboles mueren de pie”, escribió Casona. Éste no tuvo la oportunidad de morir así. Y Juan Ramón Jiménez habló de raíces y alas:

“¡Sí, cada vez más vivo/ —más profundo y más alto—,/ más enredadas las raíces/ y más sueltas las alas!/ ¡Libertad de lo bien arraigado!/ ¡Seguridad del infinito vuelo!”

No era la primera vez que contemplaba el espectáculo de los árboles derribados por el viento. Hace años, en una finca de Segovia se precipitaron más de un centenar de pinos enormes por no estar bien arraigados en la tierra. Nunca olvidaré aquel panorama desolador.

De regreso a Madrid hice la oración pensando en el pino caído.

¿Cuáles son mis raíces? ¿Estoy yo también anclado sólo en la superficie? ¿Me importa más crecer hacia arriba que profundizar en lo hondo de mi vida y de mis amores?

Hice el propósito de escribir estas líneas. Y de seguir mañana, o pasado… Ya veremos.

sábado, 20 de octubre de 2007

La carrera de mañana

El autor de "Pensar por libre" no se hace responsable de las profecías de este vídeo, que me ha sido enviado por un irresponsable para turbar mi descanso.


Hoy Homero descansa


...que ya iba siendo hora.

Hasta mañana


viernes, 19 de octubre de 2007

Bodas de Plata



Esta tarde celebraré las Bodas de Plata de un matrimonio amigo. Tendremos una Misa de acción de gracias, y yo deberé decir unas palabras: no demasiadas para no amargarles la fiesta.
¿Y qué digo? Tal vez me lance por la peligrosa senda de la memoria histórica. Quizá recuerde cómo los conocí hace muchos, muchos años, cuando ella tenía 13 y era una niña alborotadora que se reía sin parar. Un día se coló en un curso de retiro que yo predicaba a chicas mayores. Me temo que falseó su edad para poder asistir.
Unos años más tarde me presentó al chaval que le gustaba, a quien ya llamaba “su novio”. Resultó ser un estudiante de segundo de derecho, largo, listo y un pelín redicho, que hablaba como la precisión de un Letrado del Consejo de Estado. La niña lo miraba con arrobo y su madre suspiraba encantada.
− ¡Es un chico tan serio...!
Se casaron hace veinticinco años. Yo ya no andaba por aquellas tierras y celebró su matrimonio mi admirado don Francisco Balibrea, sabio canonista ya fallecido, que pronunció una homilía llena de sabiduría que no osaré emular esta tarde.
Les diré la verdad: que, después de tantos años, no han cambiado casi nada, y que me parece una impertinencia por su parte seguir con la misma pinta mientras los demás envejecemos.
Recordaré también a aquel hombre sensato, del que habla Jesús en la Parábola, que edificó su casa sobre piedra. Vinieron las riadas y los torrentes, pero la casa permaneció en pie. Y les diré, porque es la verdad, que su casa, su familia, su amor, tiene un buen cimiento. Fueron generosos desde el primer día: metieron a Jesús en su hogar y nunca se avergonzaron de cuidarlo como al mejor huésped. Por eso, ni la gota fría ni los sunamis pudieron jamás con ellos.
Así que daremos gracias a Dios, y les pediré que no cuenten conmigo para las bodas de oro. Espero que, para entonces, me habré ido ya a ver las aves del cielo en su hábitat más natural.
Sí, creo que es un buen esquema para la homilía.

Los humos de la vejez


Opinaron algunos sabios que, con ser el hombre la obra más artificiosa y acabada, le faltaban aun muchas cosas para su total perfección. Echóle uno menos la ventanilla en el pecho, otro un ojo en cada mano, éste un candado en la boca, y aquél una amarra en la voluntad. Mas yo diría faltarle una chimenea en la coronilla de la cabeza y [a] algunos dos, por donde se pudiesen exhalar los muchos humos que continuamente están evaporando del celebro; y esto mucho más en la vejez, que si bien [se] considera, no hay edad que no tenga su tope, y alguna dos, y la vejez ciento. Es la niñez ignorante, la mocedad desatenta, la edad varonil trabajada y la senectud jactanciosa: siempre está humeando presunciones, evaporando jactancias, cebando estimaciones y solicitando aplausos. Como no hallan por dónde exhalarse estos desapacibles humos, sino por la boca, ocasionan notable enfado a los que les oyen, y mucha risa si son cuerdos.

Baltasar Gracián. "El criticón"

jueves, 18 de octubre de 2007

Ser viejo



Dejadme ser viejo, por favor. Toda la vida he querido serlo, y ahora que por fin lo he conseguido, no empecéis con esas tonterías de que “está usted como una rosa”, “aún tiene que dar mucha guerra” y otras simplezas por el estilo.

Entre los romanos, a partir de los 40 uno ya era considerado senex, o sea, anciano. Y de los senex nació el Senado, una institución formada por viejos, a quienes se consideraba imprescindibles para el buen gobierno de la República. También surgieron los seniores —los más viejos todavía—, que, al castellanizarse, se convirtieron en los “señores”.

Cuando me hice cura, fui ordenado como “presbítero”, que en griego significa anciano. Tengo pues la vejez impresa en el alma con el carácter sacerdotal. Por eso jamás he querido ser un curita campechano, guay y resultón. No me ha hecho falta bailar bacalao ni hablar en jerga para tratar a los adolescentes. Al contrario, me ha venido muy bien ser un poco padrazo y, ahora, cada vez más abuelo.

Me propongo escribir sobre la vejez de vez en cuando, no para consolar a nadie, ni siquiera a mí mismo; tal vez sí, para desahogarme y exultar un poco.

Mature fieri senem, si diu velis esse senex, escribió mi amigo Cicerón. Lo que, traducido a romance significa que “si quieres ser viejo por mucho tiempo, hazte viejo pronto”.

Me apunto. No me digáis que estoy joven, que me deprimo. Tengo toda la vida por delante para aprender el arte de la ancianidad.


miércoles, 17 de octubre de 2007

Michel Sardou - Les lacs du Connemara

J. A. Varela, que acaba de aterrizar en mi blog desde Montevideo, me invita a ver y oír este videoclip. Yo, por mi parte, os recomiendo que echéis una ojeada a esta familia numerosa .


Música en la niebla



Cada diez días, un refrito. Éste también habla de niebla y de música. El tema me lo sugirió mi hermana Carmen: "a ver cuándo hablas de las letras de las canciones". Aquella misma tarde, de regreso a Madrid, se presentó la ocasión.

Aprovecho para decir que suelo hacer caso a los que me sugieren algún tema o algún punto de vista para mis artículos.


Regresaba a Madrid envuelto en una niebla cada vez más espesa. A medida que transcurrían los kilómetros, el cansancio y el miedo me hacían reducir la velocidad. Heinz Kloster, a mi derecha, encendió la radio. Cantaba una chica de voz adolescente entre espasmos y susurros. La música era mediocre, pero la intérprete tenía una virtud: vocalizaba bien y se le entendía todo. Mejor hubiese sido no entenderla, ya que jamás hasta entonces (subráyese jamás) había oído tal cantidad de procacidades, irreverencias y salvajadas pornofónicas en tan breve espacio de tiempo. Uno ya está habituado al hedor del lenguaje de las alcantarillas. Sin embargo aquello superaba cualquier marca conocida.

Traté de apagar la radio, pero Kloster me lo impidió. Se conoce que quería tragarse el bodrio por completo. Al terminar rezamos el rosario. Luego, en otra emisora, sonaron los primeros acordes de una sonata de Mozart. Antes de hablar, mi amigo hizo una larga pausa:

—Dicen los expertos que la música nació en el Paraíso tres días antes del penoso incidente de la manzana. Eva dormitaba a la sombra de un ciruelo cuando se vio sorprendida por el trino del ruiseñor, que, como sabes, es el único pájaro que improvisa cuando canta. Entonces —por amor a la belleza— trató de imitar al ave con un silbido…

—¿Y…?

—No le salió gran cosa: apenas un prrrui, pi, pi, purrup. Pero ella y su esposo comprendieron que acababan de crear un nuevo y misterioso idioma; un lenguaje capaz de alborotar o de sosegar los sentidos, el corazón y la inteligencia, sin necesidad de palabras ni de traductores… Aquello —era evidente— sólo podía venir de Yahveh.

En el coche se hizo un silencio denso como la niebla que nos rodeaba. Al fin, Kloster prosiguió:

—Luego nacieron los instrumentos: los de viento se inspiraron en el canto de la brisa cuando peina las ramas de los pinos. Los timbales copiaron al trueno, y los tambores, al martilleo del pájaro carpintero… El golpear de la lluvia sobre el agua creó el arpa. Luego llegó el violín, la guitarra… Y así sucesivamente.

Un día la poesía y la música se encontraron; comprendieron que habían nacido la una para la otra, y se unieron en un feliz y fecundo matrimonio. La música parecía capaz de transfigurar las palabras, de dotarlas de fuerza y color completamente nuevos. Las palabras, por su parte, prestaban racionalidad a la música, le daban sentido. Y la unión fue tan perfecta que nadie se atrevió a enfrentarlas: bastaba que el poema —lírico o épico, infantil o adulto— fuese digno de la melodía, y que la música no envileciera las palabras.

—Entiendo…

—Ahora sin embargo me temo que asistimos a la apoteosis de la música como envoltorio. Alguien descubrió un mal año que la fuerza de una melodía no sólo podía emplearse para crear belleza o para comunicar sentimientos nobles y elevados —para cantar a Dios, al amor o a la persona amada—; también era útil para transmitir todo tipo de mensajes: para destruir, para corromper conciencias, para vender detergentes, para llamar a la guerra o al odio, para mentir o para escupir sandeces y guarradas.

—¿No exageras un poco?

Kloster pareció no oírme.

—Un día, en la tele, trataron de vendernos el AVE (me refiero al tren) con el Ave María de Schubert. Hubo varios terremotos: era el genial compositor que se revolvía en su tumba. Me quejé amargamente; pero un experto en publicidad me dijo que habían puesto esa melodía porque Schubert ya no cobra derechos de emisión.

Mi amigo hizo un gesto como para quitar hierro a sus palabras.

—Tienes razón: exagero; pero aquí está la raíz del problema. Hemos descubierto que la música vale como embalaje de cualquier cosa. Todo, hasta lo más cutre, parece maquillarse cuando se envuelve en el prestigioso celofán de una melodía, aunque sea elemental y embrutecedora. Lo malo es que, como el contagio es mutuo, las palabras también envilecen a la música. ¿Crees que esa pobre chica que cantaba antes es tan puerca como parece? Desde luego que no. Si tuviese que decir a palo seco la mitad de lo que ha dicho cantando, se pondría morada de vergüenza y sus padres la mandarían a la cama sin cenar. Pero la música todo lo justifica. Seguro que tus alumnas de bachillerato, de las que tanto presumes, mueven el esqueleto con ese bodrio.

—¿Mis alumnas…? ¡Estás loco!

Se había disipado la niebla y el coche volaba camino de casa. Kloster guardaba silencio. No sé si dormía o se había disuelto con la bruma.



martes, 16 de octubre de 2007

Reflexiones en el Ave



Parece sencillo hablar con Dios desde un asiento del Ave, pero esa misma sencillez me hizo sentirme incómodo, incluso un poco avergonzado.

Acababa de leer en el periódico el triunfo de la selección española de fútbol contra Dinamarca y todavía tenía en los labios el regusto del café del desayuno. Me apetecía seguir con la prensa, pero debía comenzar la oración. Pensé que, si me ponía los auriculares, podría oír el Mesías de Händel. ¿Por qué no? Era la mejor forma de aislarme por completo del murmullo de las conversaciones vecinas. Al otro lado de la ventana, la niebla se iba disipando poco a poco. Nada podía distraerme. Ni siquiera el roce de las ruedas sobre los raíles, apenas perceptible.

Abrí el libro que tenía en las manos y que releo desde hace meses, el Gesù di Nazaret, de Benedicto XVI, y me fui el capítulo que habla de la Transfiguración del Señor.

Hace notar el Papa que Jesús también se aislaba para orar. Por eso subió con tres de sus apóstoles a lo más alto del monte Tabor. En la montaña, la cercanía de Dios se hace más patente. Como en el Sinaí, como en el Horeb, como en el Calvario o como en el monte de la Ascensión.

El Señor se trasfiguró y los apóstoles se vieron envueltos en una niebla luminosa, igual que Moisés cuando hablaba con Yahveh cara a cara. Aquella niebla señalaba los límites de un templo inmaterial donde se oía la voz de Dios. Pedro, Santiago y Juan se sintieron trasportados, en un instante, a la antesala del Paraíso.

—¡Qué bien se está aquí! —dijo entonces Pedro—, hagamos tres tiendas…

Desde mi asiento en el Ave yo me conformaba con mucho menos: con que nunca termine la música de Händel, que descansen los sentidos, que no suba ni baje la temperatura, que se calle el tipo que vocifera con el móvil en el asiento de atrás, que surja de la niebla un paisaje de olivos, que una azafata sonriente me sirva en silencio todo lo que necesito.

La experiencia duró sólo unos segundos. Jesús recuperó su imagen habitual, y bajaron de la montaña.

El recuerdo del Tabor acompañó a los apóstoles toda su vida, también cuando fueron testigos de la Pasión del Señor. Y comprendieron que Dios no se había encarnado para sobrevolar el mundo sin mancharse, deslizándose en silencio sobre una carroza de cristal. Jesús quiso pisar el mismo suelo que nosotros.

El Ave llegó a Madrid. Se abrieron las puertas y cambió la música. Estrépito de maletas, gritos de los viajeros, un viento frío, aromas inciertos, sudores… La vida ordinaria.




lunes, 15 de octubre de 2007

La Boda de JC ( y III)


Sólo viví dos años en Sevilla, pero cuando llego a Andalucía, me parece que estoy de regreso en casa.

Con el taxista, hablo de la Mezquita:

—Dicen que los musulmanes quieren rezar también allí.

—Si fuera sólo rezar… Los moros quieren más cosas.

—Ya.

Me da vergüenza no tener el acento de la tierra. No se me ocurriría imitarlo como hacen algunos turistas insensatos, porque aún conservo cierto sentido del ridículo, pero yo mismo me doy cuenta de que hablo en voz más baja, sin exagerar los finales de las palabras, evitando golpear los oídos de esta tierra con mi brutal acento del norte.

En la Plaza de los Capuchinos busco un azulejo que alguien me recomendó en el blog; lo encuentro en una callejuela y rezo por dos o tres intenciones que uno siempre lleva en la mochila. Luego me sumerjo en el barroco de Nuestra Señora de los Dolores. La Virgen, en lo alto, tiene la mirada en el Cielo y un corazón dorado atravesado por siete puñales. Yo comienzo, por fin, a preparar la homilía y trato de imaginarme a nuestra Señora sonriente, vestida de fiesta en Caná de Galilea, con esa carita de ternura que suelen gastar las mujeres maduras cuando asisten a un boda.

En la de Cusca y Jacobo hay una banda de gaiteros (!) y un coro andaluz imponente. Al final, la Salve rociera, un terremoto piadoso y solemne que pone los pelos de punta. Si algún día me nombran Cardenal Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, prometo incluirla en todos los pontificales.

A las nueve y cuarto de la mañana del domingo, me siento en un banco de la estación del tren para rezar el breviario, cuando se me acerca un desconocido.

—Padre, ¿qué le pareció la salve rociera de ayer? ¿Tela, verdad?

—¡Tela!

Camino de Madrid, a las diez de la mañana, el AVE es un pájaro ciego que se sumerge en la niebla. A la altura de Ciudad Real vislumbro dos sombras que se acercan por la izquierda. No son don Quijote y Sancho, sino una pareja de sisones que vuelan torpemente como avutardas en miniatura.



domingo, 14 de octubre de 2007

La boda de J y C (II)



El cinturón

Ya estoy en mi habitación. He sacado de la maleta el pequeño equipaje que traigo y me dispongo a preparar la homilía. En ese momento se produce una inesperada tragedia: la hebilla de mi cinturón salta por los aires. Recojo los restos y compruebo que la fractura no tiene remedio. El pantalón necesita un apaño, so pena de exponerme a perder el honor en plena ceremonia nupcial.

Salgo a la calle y me acerco a una señora de aspecto maternal y comprensivo.

—Por favor, señora ¿sabe usted dónde podría comprarme un cinturón a estas horas?

La mujer me mira con detenimiento. Me mide y me valora con la mirada.

—Venga usted conmigo.

Caminamos hasta un portal cercano.

—Pase usted.

Estamos en su casa. Me ofrece un vino y me invita a sentarme. Yo, completamente desconcertado, no me atrevo a decir nada. Ella abre un armario y saca tres cinturones: dos usados, de color marrón, y otro negro aparentemente nuevo.

—Yo creo que este le vendrá bien. Era de mi difunto marido. Lo usó una semana nada más. Así que está de estreno.

Es de mi talla, en efecto. Al vérmelo puesto, la señora casi lloriquea. Dice que había pensado enterrar a su marido con ese cinturón, pero que luego pensó que a él ya no le hacía falta. Qué mejor destino que regalárselo a un sacerdote.

—¿Regalarlo…?

Trato de darle algo, pero se ofende. Me obliga a tomarme un fino que tiene en la nevera, me da dos besos y me echa de su casa.

Cuando se lo cuente a Kloster, dirá que me invento estas historias. Envidia es lo que tiene. Cuando uno va de cura por el mundo, pasan cosas así. Y no ha sido la última de este viaje.

La Boda de J y C (I) El AVE



El Ave es un pájaro de cristal que vuela en silencio a ras de suelo, sin tocar la tierra ni por un segundo. La Mancha queda al otro lado de un ventanal que me priva de la brisa, de los olores y de los sonidos del campo. ¿Será real el paisaje, o será una película que nos proyectan para darnos la impresión de que volamos?: unos viñedos, unos hombrecitos pequeños que parecen ocuparse de la tierra, un cernícalo clavado en el aire…

El Ave es una burbuja fugaz donde uno se siente feliz y prisionero. Me temo que sufro el síndrome de Estocolmo. La música de Sibelius y de Grieg que llega a mis auriculares es el único sonido del viaje. Pero, ¿por qué está tan lejos el campo? ¿Por qué no puedo oír el grito de esas otras aves que ahora pasan a mi lado en ruta hacia el Sur?

El Ave me lleva a Córdoba en un suspiro y, aunque me roba el viaje, me conformo. Recuerdo otros trenes de mi vida, como el “Shangay Expres” que me trasladó de Barcelona a Santiago de Compostela en 24 horas y era toda una metáfora de la vida humana. Me alegro de no tener que dormir en el suelo, en la plataforma de la entrada, junto a la puerta del baño, que se abría y cerraba cada diez minutos. Y aquellas paradas interminables en estaciones perdidas en medio de ninguna parte. Y el silbato del jefe de estación, y el tipo del carrito que vendía agua y celtas cortos…

El Ave es un paraíso de cristal que no se ensucia con La Mancha. Es magnífico este pájaro, pero, al recordar aquel viejo Shangay, sé que he perdido algo y, como soy un cobarde, no me atrevo a echarlo de menos.

sábado, 13 de octubre de 2007

Mi boda 160ª




Me voy a Córdoba. Esta tarde se casan Cusca y Jacobo al ladito del Cristo de los Faroles, y tengo que oficiar la ceremonia.
Prepararé la homilía en el AVE. A lo mejor os la cuento a la vuelta.

Tenéis tiempo hasta el domingo para descubrir cómo se las apaña Tamariz para descubrir la carta. Si nadie me lo explica, seguiré pensando que este sujeto es el mismísimo Lord Voldemort (el mago tenebroso de Harry Potter) reencarnado. Desde luego un aire sí que tiene.



viernes, 12 de octubre de 2007

El arquero



El arquero se reviste pausadamente, con la solemnidad de un sumo sacerdote que fuese a oficiar su propio funeral.

Se cubre el pecho con un chaleco para que la cuerda no se enganche a la ropa. Se ciñe el brazo con la brazalera; ajusta la correa que sostendrá el arco y la dactilera que le protegerá tres dedos: el índice, el corazón y el anular.

Ya ha elegido las palas del arco y el hilo que va a utilizar. Tensa y calibra el arma, escoge la flecha con sumo cuidado y la saca del carcaj. La contempla y la acaricia como si quisiera transmitirle un último mensaje.

Juan Pablo se sitúa en su puesto, a la distancia precisa de la diana. Ajusta el visor, coloca le flecha, tensa la cuerda y dispara.

—Ahora —me dice— la flecha tiene la última palabra. No puedo pedirle que vuelva.

Tiene razón el arquero. La vida, aquí abajo, es ir preparando poco a poco el único disparo que no tiene marcha atrás. Soy libre, y mi libertad es tan poderosa que puedo dar con mi vida en la diana de la eternidad. Yo digo “para siempre”, “te querré eternamente”, y al decirlo, me asemejo a Dios mismo, que es Eterno, que es fiel.

La flecha aún no ha salido del arco. Aún puedo ajustar el visor y afinar la puntería. Puedo cambiar la trayectoria, pero no quiero la pobre libertad del perrito que rehace su vida en cada hueso que encuentra y no se compromete con ninguno.

Yo sé que llegará un día en que mi amor será eterno. El día de mi muerte la flecha habrá sido disparada y ella tendrá la última palabra.


jueves, 11 de octubre de 2007

Con permiso...

Miradas (IX)



Alguien me dijo un día que disfrutaba “atrapando” por la calle retazos de conversaciones, frases perdidas, o incluso palabras sueltas, para combinarlas después e ir hilvanando historias más o menos fantásticas.

Yo no le confesé entonces que a mí me gusta “atrapar” miradas.

—¿Miradas?

Sí. Se dice que la cara es espejo del alma, pero sólo los ojos, de vez en cuando, dejan abierta una ventana que nos permite explorar el interior. Ocurre pocas veces: cuando a unos ojos, sin querer, se les “escapa” una mirada sincera.

No sé si está bien lo que hago. Tal vez soy un intruso que se mete donde no le llaman, y debería pedir perdón; pero ¿cómo se disculpa uno en estos casos?

—Perdone, señora. La he visto mirar a su hijo en el parque, y yo no tenía derecho a…

No. Me temo que no me entenderían.

Las miradas de los niños son ventanales abiertos llenos de luz. Por eso no podemos resistir la tentación de asomarnos a ellos.

—¿Y los adolescentes?

Cuando hablo con uno cara a cara, casi siempre me dicen más sus ojos que sus palabras.

Estos chicos —y estas chicas— aún no han aprendido a cerrar las ventanas del alma a la curiosidad de los intrusos. Lo intentan, por supuesto, pero sin el menor éxito. Fingen miradas escépticas, cínicas, encallecidas, asombradas, cándidas, inocentes…, pero cuanto más se esfuerzan, más evidente resulta la comedia.

Es apasionante esta tarea de modelar las almas —nunca “moldearlas”—, entrando poco a poco, educadamente, pidiendo permiso siempre, escuchando lo que los chicos dicen con palabras y miradas.

El cura debe aprender también a dejarse engañar, a creer en cada palabra que sale de la boca de estos chavales, aunque a veces su mirada las desmienta. Al final, a base de afecto y confianza, los ojos y los labios acaban por ponerse de acuerdo.


miércoles, 10 de octubre de 2007

Epitafios




—Supongo —me dice Kloster— que habrás pensado ya cuál será tu última entrada en el blog.

—¿De qué hablas?

—Del cierre… No pretenderás que esto dure eternamente. Habrá que ir pensando en una fecha y en un bonito final para dar por terminada esta aventura en la blogosfera.

—Así que quieres un epitafio para el blog…

—Una muerte digna.

—¿Y supones que voy a practicar la eutanasia a esta criatura?

Kloster agita la cabeza.

—No saques las cosas de quicio. La verdad es que ya has escrito casi trescientas bobadas y no tienes edad ni salud para seguir a este ritmo. Va a ser mejor que lo dejes.

—Pues no, mi querido tocayo. Este blog no morirá mientras yo viva.

—¡Hala!

Terminada esta conversación, celebro la misa de comienzo de curso para los chicos y las chicas de 1º de bachillerato. Les digo que no se propongan metas pequeñas; que apunten muy alto, cuanto más alto mejor; que luchen por lograr objetivos imposibles; que no tengan miedo a soñar, con tal de que empiecen ya a poner patas a sus sueños; que no caigan en las trampas del hedonismo que sólo pretende anestesiarles el alma…

Luego viene a verme una niña de 17 años, una charlatana imparable que agita las manos como un molino de viento, y durante veinte minutos me dice cosas fantásticas. Asegura que está dispuesta a todo, a cualquier cosa; que ella es una aventurera nata, que tiene mogollón de proyectos y que está supersegura de que los sacará adelante.

Yo la escucho con atención, tratando de no poner cara de escéptico, mientras calculo la cantidad energía (en julios) que producen sus brazos al moverse.

Ella entonces me dice que necesita ayuda, y yo le contesto que puede contar conmigo. Se hace un silencio.

—Y cuando tú te mueras, ¿quién se ocupará de mí?

Prefiero no contaros mi respuesta.

martes, 9 de octubre de 2007

4 niños 4



—Entonces, ¿cuántos hijos cree usted que debemos tener?

Me lo preguntó hace muchos años uno de los 159 novios cuya boda he celebrado. Llamémosle Carlos por si acaso.

Carlos era ingeniero y se le notaba mucho. Me pregunté si serviría de algo darle una conferencia a palo seco o si sería mejor gastarle una pequeña broma como prólogo. Opté por esto último.

—Cuatro. Por lo menos, cuatro.

Me miró un tanto desconcertado.

—¿Cuatro? Es un número raro, ¿no? ¿Por qué cuatro?

—Si partimos de la base de que queréis tener hijos, cuatro es lo menos de debéis intentar. Supón que el primero es un niño. Los pedagogos y el sentido común enseñan que, para su formación, le vendría muy bien un hermano más o menos de su edad. Eso le enseñará a compartir, a no ser egoísta; a tener un amigo, un confidente y hasta un cómplice de sus travesuras.

—De acuerdo, ¿y por qué dos más?

—Es que también es muy importante una hermana. Así el chaval crecerá sin complejos raros y aprenderá lo que es una chica. Será más fácil educarlo en el pudor, en el respeto al sexo opuesto y en tantas virtudes que, sin la presencia femenina, resultan más problemáticas.

—Es lógico (por un momento, pensé que Carlos iba a empezar a tomar apuntes). ¿Y el cuarto?

—Ten en cuenta que la niña también necesitará una amiga… O sea que ya son cuatro.

Carlos se quedó pensativo.

—El problema es acertar… Porque, claro, ¿cómo conseguir que nazcan así, dos y dos?

—No es fácil, desde luego. Es más sencillo lograrlo si tienes cinco, y prácticamente seguro si no te importa tener seis o más…

—¡Venga ya!

Por supuesto se trataba de una broma. ¿O no?


lunes, 8 de octubre de 2007

Cómo aprender a esforzarse, sin esfuerzo




El anuncio que da lugar a esta broma es antiguo y el artículo también. Pero me temo que todo sigue siendo muy actual


Una niña encantadora, de cuatro o cinco años, se asoma a la pantalla de televisión envuelta en su toalla azul. La mamá, una rubia que, a juzgar por el maquillaje está a punto de salir hacia la Ópera, sonríe beatíficamente mientras se supone que plancha. De pronto, la niña mira a la cámara como pidiendo auxilio, y exclama:
-¡Mamá, rasca…!
El momento es duro. ¿Tolerará la rubia que su bien alimentada hijita siga padeciendo por culpa de una toalla lavada sin el suavizante adecuado? Desde luego que no. Una madre es una madre. Por eso, aconsejada por su vecina, que también es rubia y de características semejantes, compra en el hiper el nuevo pitusín, que, como todos saben, deja la ropa suave y acariciadora como el terciopelo.
Poco después, el mismo canal nos informa que, con la nueva faja matalagrass (magnética, electrónica, y probablemente digital) es posible eliminar la grasa de nuestro organismo sin esfuerzo, mientras dormimos. Y para demostrarlo aparece en pantalla una esbelta ciudadana en traje de baño, embutida en el ceñidor del anuncio.
Salgo de casa en el coche, y en mala hora pongo la radio. Una entusiasta locutora me asegura que puedo, por fin, aprender chino, sin esfuerzo por supuesto, y sin necesidad, por tanto, de quitarme la faja del anuncio anterior. A continuación, la misma habladora, con idéntica euforia, me informa de que han salido al mercado unos vídeos que me enseñarán, sin esfuerzo, a bailar sevillanas, para triunfar en la feria de abril. Claro que para ver tales vídeos, lo mejor es un sukoky, con mando a distancia para que mis vértebras lumbares no se vean sometidas a fatigas innecesarias. Y, por si lo anterior me pareciera poco, se me ofrece la posibilidad de comprarlo todo por teléfono, sin moverme de mi casa .
De acuerdo, será el progreso; pero ¿no os aturde tanto sin esfuerzo, sin dolor, sin pasar hambre, sin moverse de casa, sin molestias..? Yo presiento que un día nos dirán: "señores espectadores, hemos logrado por fin evitarle hasta el más pequeño de los esfuerzos. Desde hoy, puede usted aprender alemán en un mes, sin salir de su ataúd."
No tengo nada contra los mil procedimientos que existen para simplificarnos la vida. Yo también prefiero que las toallas no rasquen; y, ahora mismo, mientras escribo, imagino lo que habría sido capaz de conseguir Cervantes o Lope de Vega, si en lugar de una pluma de gallinácea y una tinta con grumos, hubiesen tenido a su disposición un ordenador. Pero una cosa es que nos faciliten el trabajo, y otra muy distinta que nos condenen a la atrofia de la mente y del cuerpo.
La experiencia nos dice que lo que se aprende sin esfuerzo, en realidad no se aprende. De ahí que esas técnicas de enseñanza que fomentan la pasividad del alumno hayan fracasado estruendosamente. El esfuerzo forja la musculatura del cuerpo y la del alma: enseña a pensar, lubrica los complicados engranajes del cerebro para que se no se atasquen; entrena la memoria, que es una facultad muy importante, que sólo los tontos desprecian; crea hábitos, que facilitan la adquisición de nuevos conocimientos y ayuda a conservar los que ya se tienen. El mundo está lleno de niños prodigio que con los años se convirtieron en memos, porque nadie les enseñó a esforzarse. Y ésa, a la larga, es la única asignatura que cuenta.Pero yo no quería hablar de estudio. Todo esto me lo ha sugerido una carta que acabo de recibir desde Málaga. Escribe una alumna de bachillerato a quien llamaremos Marita: Estoy alucinada con lo de las monjas de Calcuta, y me parece que son superincreíbles. No sé qué hacer... ¿Cree usted que cuesta mucho trabajo ser monja? Claro que si te gusta, a lo mejor compensa y ya no te cuesta tanto. ¿O no?Pues no. A las monjas de Calcuta seguramente les cuesta mucho ser monjas. Y no les gusta su tarea en el sentido en que tú lo dices. Ellas, sencillamente, quieren ser santas; aman a Dios y, por tanto, aman también a esas personas hasta el punto de entregarles su vida. ¿Con esfuerzo? Claro. Y con dolor, con lágrimas..., y con mucha alegría y mucha Gracia de Dios.Los proyectos sencillos casi nunca valen la pena. No permitas que te digan: ¡ánimo, que es muy fácil! Para las cosas fáciles no es necesario que nos animen. ¡Ánimo, que es difícil! No existe un manual que enseñe a ser santos sin lucha. Quizá valga la pena escribir uno que nos enseñe a esforzarnos…, sin esfuerzo, por supuesto.