Hace años me encargaron un artículo sobre el cuarto mandamiento para la revista "Palabra", una publicación dirigida fundamentalmente a sacerdotes, aunque no sólo a ellos, que goza de notable prestigio. Mi artículo debería ser "extenso y serio". Largo sí que salió. Serio, no sé. Lo divido en tres partes para que los lectores no desfallezcan en el empeño.
Me piden un artículo sobre el cuarto mandamiento de la ley de Dios, y antes de ponerme frente al ordenador se me ocurre hacer un pequeño sondeo entre el grupo de universitarios que trato habitualmente. Todos ellos, chicos y chicas, son estudiantes de los primeros cursos de Derecho en Madrid. La mayoría se confiesan cristianos y no rehúyen el despacho del capellán. Probablemente la encuesta no haya sido muy rigurosa ni científica, pero los resultados se me antojan bastante significativos.
El sondeo consta de una sola pregunta:
—“¿Sabes cuál es el cuarto mandamiento del decálogo?”
—¿El cuarto mandamiento…? —Jaime pone cara de perplejidad—. No sé. Los mandamientos son sólo dos, ¿no?
De los dieciséis encuestados, Jaime y otros cinco reconocen no tener ni idea; dos responden que sí, que lo saben, pero, por si acaso, no quieren hacerme partícipe de sus conocimientos; uno pregunta qué significa “decálogo”, cinco contestan correctamente, y los dos restantes se equivocan de mandamiento por muy poco: dicen que “santificar las fiestas”.
Supongo que a casi nadie sorprenderá la enciclopédica ignorancia de mis cultos amigos. Francamente, yo temía que los resultados aún fueran peores, ya que no es razonable esperar que los chicos recuerden algo que quizá aprendieron de memoria hace diez o doce años y que nunca nadie les ha recordado después, ni la familia, ni el colegio ni la tele.
Por eso más que su ignorancia, ahora me inquieta saber qué sentido tendrá para los chavales la vieja formulación de este mandamiento de la ley de Dios que San Josemaría Escrivá llamó “el dulcísimo precepto”.
Por un momento he sentido la tentación de hacer una segunda encuesta. Luego he pensado que era mejor dejarlo para otro día. Si entrásemos a fondo en el tema, tal vez alguno me preguntase qué significa “honrar”, y a qué tipo de padre o madre se refiere la Biblia, ya que últimamente las cosas se han complicado mucho.
Una cultura muy poco familiar.
Como es sabido, por razones históricas, políticas y filosóficas que sería largo detallar, el siglo XXI ha comenzado en occidente a la sombra de una cultura radicalmente individualista. La ideología dominante ha abandonado hace mucho la idea de que la familia sea la primera célula social, como tradicionalmente solía decirse y aún repite incansable el Magisterio de la Iglesia. Para la modernidad, la única célula, el único punto de referencia es, a todos los efectos, el individuo emancipado, libre y autónomo, solo, sin más ataduras que las que él mismo haya elegido. El individuo, en efecto, designa a sus gobernantes (un hombre, un voto); él debe resolver sus problemas a solas (“ese es tu problema, chico”, que dicen los americanos acentuando el tú como si fuera un pronombre); él define su ética, su moral y su modo de vida; el “inventa” su patria, su sexualidad, su familia, su matrimonio…
Con este planteamiento es lógico que las instituciones “naturales” —aquellas que, según la filosofía tradicional, derivan de la propia naturaleza humana— vayan perdiendo relevancia social y jurídica en beneficio de otras instituciones que deberíamos denominar “artificiales” o “convencionales”, por haber nacido de la voluntad autónoma, más o menos caprichosa o razonable, de los hombres.
Es ésta una mentalidad que va abriéndose paso poco a poco, y afecta, como no podía ser de otro modo, a la forma de entender la familia y, por supuesto, a la legislación sobre el matrimonio. En Europa ha comenzado la lucha hace ya muchos años. En España, está en pleno apogeo.
De una parte, aquellos que creen en la existencia de un orden ético natural (principalmente los cristianos, pero no sólo ellos), exigen a los poderes públicos que reconozcan el matrimonio, con sus características esenciales, como lo que es: una institución natural, básica para el buen funcionamiento de la entera sociedad, y anterior, por supuesto, a la existencia misma del Estado. De otra parte, desde una mentalidad individualista y relativista, se reivindica el presunto derecho de los individuos a inventar nuevos “matrimonios”, quiero decir a confeccionarlos a la carta.
Llevando este criterio hasta sus últimas consecuencias, cualquier tipo de unión, por muy insólita y extravagante que pudiera parecer —ya sea homosexual o heterosexual, monógama, polígama o poliándrica— debería gozar del mismo tratamiento jurídico y de la misma consideración social que los matrimonios tradicionales.
Y lo que se dice del matrimonio, vale también para el entero núcleo familiar. Surgen nuevos “modelos de familia” —así los llaman, aunque de modelo tengan poco— y nuevas relaciones de afecto y dependencia, en las que lo de menos son los vínculos de sangre: ya que “el amor —lo escribía no hace mucho un conocido columnista rosa-amarillento con la cursilería propia del género— no de-pende de la sangre, ni puede imponerse por ley. Nada más espontáneo que el amor. Dejémoslo pues que crezca en libertad, sin envolverlo entre papeles ni certificados”.
Pido perdón por la cita. A veces uno no sabe por qué toma nota de las bobadas que lee. Quizá lo mejor sea guardar un pudoroso silencio y poner punto y aparte…,
hasta mañana.