miércoles, 30 de abril de 2008

Encuentro en la calle Ayala



—¡Monasterioooo!

Hace mucho que nadie me llama así, por el apellido, y menos a gritos. Y, aunque la voz me resultó familiar, la situé muy lejos, quizá en el comienzo de los años 60. Ayer sin embargo surgió de improviso del interior de una espesa barba gris que ocultaba los rasgos de su portador. Estábamos en plena calle Ayala, de Madrid.

—¿No te acuerdas de mí?

—Tu voz, sí, pero esa barba…

—¡Soy Mariano, el loco del curso, el rey de las gambas con gabardina!

Mariano, claro…, el ateo de la clase, aunque sólo fuera para llevar la contraria a los demás.

Inmediatamente nos trasladamos en el tiempo hasta el viejo “Estudio General de Navarra”, en Pamplona y al recién nacido Colegio Mayor Aralar.

—¿Se puede saber cómo me has reconocido? —le pregunté— ¿Sabías que me hice cura?

—No tenía ni idea, pero tampoco me extraña demasiado. ¿Te acuerdas aquel día…?

La conversación se prolongó casi media hora, siempre a punto de concluirla, pero sin querer separarnos. Yo no debo contar nada más en el blog, ni siquiera el nombre auténtico ni la profesión de mi amigo.

Le he llamado “amigo”. Lo fue y, por qué no, lo sigue siendo, a pesar de que yo le conocí sin barba y ahora aparece casado, con hijos, con nietos y sin demasiadas ganas de recordar su peculiar ateísmo de juventud.

—El domingo mi nieto Luis hace la primera Comunión.

Antes de despedirnos (a ver si nos vemos un día de estos y tomamos algo; te llamo, me llamas, vale, venga, etc. etc.). Me dice:

—Tú no recordarás una cosa… Una tarde estábamos solos en la sala de estudio. Yo había puesto delante del libro una naranja y una foto de una chica…, de una tía, diríamos ahora. Tu colocaste una imagen de la Virgen. Entonces yo te dije de coña: “¿qué, tu novia?”. Te pusiste muy serio y contestaste: “mucho más que eso”. Enseguida viste la otra foto, y preguntaste: “y esta, ¿qué?, ¿es tu madre?”

—¿Y tú qué hiciste?

—Por poco te mato. Pero se me quedó muy grabado. Imagínate, han pasado casi cincuenta años.

—No exageres. Cuarenta y ocho a lo sumo.


martes, 29 de abril de 2008

La limosna, en silencio

La oronda clienta salía de la confitería cargada de paquetes. El mendigo lloriqueaba su cantinela de rodillas sobre una manta sucia, con una lata vacía y un letrero que no alcancé a leer.

La mujer echó mano al bolso, sacó un monedero, rebuscó en su interior, y antes de soltar la moneda elegida, decidió colocar un sermoncito al pordiosero.

Desde el interior del coche, sólo percibí los gestos: el dedo índice de la señora increpando al mendigo y la mirada vacía de éste.

Me dieron ganas de recordar a aquella buena mujer que es de mala educación hablar con la boca llena.

La vida vista a los noventa años


Como ya anuncié aquí hace días (*), hoy, 29 de abril, don José Orlandis cumple 90 años. Estas son algunas líneas del último libro que acaba de publicar:

Una vida que alcance edades muy avanzadas puede estar todavía llena de posibilidades y de fecundidad. Ancianidad va aneja a sabiduría en la Sagrada Escritura, pero también en pueblos actuales menos desarrollados técnicamente, pero que se mantienen fieles a la ley natural, en su estructura social y en sus instituciones. Los mayores poseen el tesoro de una larga experiencia y, gracias a ella, de una mayor prudencia —la virtud cardinal— y ejercen especialmente el don de consejo. En la sociedad pueden cumplir como nadie aquella misión que el Fundador del Opus Dei definió como “sembradores de paz y de alegría” (Surco, 59). Y, si es verdad que los ancianos pueden hacer menos cosas que las que podían hacer antes, las cosas que pueden hacer las hacen mejor.
(… …)

La epopeya de la vida culmina en un final feliz. “Dejadme ir a la Casa del Padre” fueron las últimas palabras salidas de labios del Papa Juan Pablo II, al término de su vida santa. La Casa del Padre, donde "hay muchas moradas” (Io XIV, 2) es el destino de los hijos de Dios que tratan de ser fieles a este nombre.

Puede ocurrir, sin embargo, que la casa paterna parezca estar en lo alto de un monte y que la ascensión última requiera un particular esfuerzo y haya que superar una vertiente muy áspera. Pero leí alguna vez que un viejo proverbio africano dice que la subida a un monte se hace fácil, si sabemos que en lo alto nos espera un amigo. En la cumbre del monte de la existencia nos espera nuestro Padre, Dios, y Jesucristo, el gran Amigo, que se hizo hombre y dio la vida por nosotros.

José Orlandis, La vida vista a los noventa años. Ed. Rialp, Madrid 2008


(*) Por cierto, todos los días llegan nuevos mensajes de felicitación como comentario a ese post, y me consta que don José los recibe.



lunes, 28 de abril de 2008

El Cuarto, honrar padre y madre (y III)

Haced clic sobre la foto para leer los aleluyas



Honrar a los padres, honrar a los hijos


Al llegar a este punto, ya estamos en condiciones de recordar el sentido del cuarto mandamiento a la luz del Magisterio de la Iglesia.

Juan Pablo II en su Carta a las familias , de 1994, dedica todo un capítulo a esta cuestión, y ya desde el comienzo explica que el precepto de honrar a los padres es mucho más que una gratuita imposición divina: la ley de Dios no sólo es norma, también es revelación, y detrás de ese mandato hay un mensaje, una auténtica definición de la institución familiar.

Para expresar la comunión entre generaciones —dice el Santo Padre—, el divino Legislador no encontró palabra más apropiada que ésta: «Honra...» (Ex 20, 12). Estamos ante otro modo de expresar lo que es la familia.

El Papa hace notar que este mandamiento sigue a los tres preceptos fundamentales que atañen a la relación del hombre con Dios:

Y es significativo que el cuarto mandamiento se inserte precisamente en este contexto. «Honra a tu padre y a tu madre», de modo que ellos sean para ti los representantes de Dios, quienes te han dado la vida y te han introducido en la existencia humana: en una estirpe, nación y cultura. Después de Dios son ellos tus primeros bienhechores. Si Dios es el único bueno, más aún, el Bien mismo, los padres participan singularmente de esta bondad suprema. Por tanto: ¡honra a tus padres! Hay aquí una cierta analogía con el culto debido a Dios.

Hay en estas palabras una referencia implícita a San Pablo, quien en la Epístola a los Efesios afirma que toda paternidad en el Cielo y en la tierra procede de Dios mismo. El Papa expone y desarrolla esta idea, y nos recuerda que la familia no es un invento humano, sino una huella de la Santísima Trinidad en el mundo; un “ecosistema” de amor reflejo del que se da en el seno de la tres divinas Personas. En ese ámbito de afecto y de entrega el hombre se siente acogido y puede crecer y madurar en libertad.

Ya estamos en el centro del Misterio: ser padre —o madre— es algo divino; es representar a Dios, hacer sus veces. De ahí que el cuarto mandamiento obligue en primer lugar a los ellos. Los padres, en efecto, deben esforzarse por ser signos sensibles de ese amor de Dios. Tienen que querer a sus hijos como el mismo Señor los ama: con un amor entregado, exigente, generoso.

Habla Juan Pablo II de “honrar a los hijos”. De esto se trata: cuando se les ama con un amor apasionado, pero desprendido; cuando se busca su bien espiritual antes que el material y se les mira como a hijos de Dios llamados a la santidad, se les está “honrando”, se les reconoce toda su dignidad humana y cristiana y se les enseña a valorarla y a vivir conforme a ella.

Padres —parece recordarles el precepto divino—, actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No dejéis caer en un «vacío moral» la exigencia divina de honra para vosotros! En definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El mandamiento «honra a tu padre y a tu madre» dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros hijos e hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo que son: esto es válido desde el primer momento de su concepción. Así, este mandamiento, expresando el vínculo íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su cohesión interior.

Así se entiende muy bien que el decálogo no mande a los hijos sólo que amen a sus padres. Ese cariño se da por supuesto. Les invita a “honrarlos”, es decir a situarlos en el lugar que, por designio de Dios, les corresponde. No quiere que les pongamos un falso pedestal, sino que veamos en ellos el rostro, el cariño y la mirada del mismo Dios.

Luego, será estupendo procurar que padres e hijos sean amigos fieles toda la vida; pero sin olvidar esta otra relación mucho más honda, que nunca termina: ni con la emancipación de los hijos ni con la muerte.

Terminemos con una afirmación de Juan Pablo II:

En el rostro de toda madre se puede captar un reflejo de la dulzura, de la intuición, de la generosidad de María. Honrando a vuestra madre, honraréis también a la que, siendo Madre de Cristo, es igualmente Madre de cada uno de nosotros.





domingo, 27 de abril de 2008

El Cuarto, honrar padre y madre (II)



La dimisión de la familia

En medio de todo este debate, ¿dónde situamos el cuarto mandamiento del decálogo? Es evidente que el precepto de honrar a los padres se basa en una relación natural: el amor paterno o materno no se elige; se acepta con agradecimiento, sin esfuerzo, y nada más fácil, en principio, que corresponder a él. Lo insólito es precisamente rechazarlo. Un hijo que no ama a sus padres va contra la naturaleza: es —así se ha llamado siempre— un hijo “desnaturalizado”.

Sin embargo, todo esto parece estar en crisis. No cabe duda de que la mentalidad individualista y la consiguiente crisis de muchas familias empieza a complicar las cosas.

Hace un par de meses, en un congreso sobre la familia, su secretario general habló de “la familia nominal”. Se refería a aquellas familias —si no recuerdo mal casi el cuarenta por ciento del total— que parecen haber dimitido de su tarea primordial de educar a los hijos, de transmitir unos valores y un estilo de vida, o han delegado por completo esa función en el colegio y en la tele. Se trata de familias sin problemas aparentes, en las que ya no existen conflictos generacionales, porque nadie interfiere en la vida de los otros. Los hijos viven a su aire, crecen con el alma a la intemperie, tienen su horario propio y una llave para regresar a casa. Como la prole suele ser reducida, tampoco hay excesivos problemas económicos. La nevera y el televisor centran la vida del hogar: la primera, para comer sin horario y a la carta; el segundo, para dialogar lo menos posible y eludir los conflictos.

No quisiera hacer una caricatura ni cargar las tintas: muchas de esas familias (en otra ocasión las llamé familias light) son encantadoras. Los padres dirán que sus hijos son estupendos: cariñosos, limpios y tan aficionados al hogar que no se despegan de casa ni con agua caliente.

Además aseguran los sociólogos que la mayor parte de los jóvenes —de esos jóvenes— se encuentran muy satisfechos con sus familias, mucho más que hace cuarenta años, cuando los adolescentes soñábamos con emanciparnos lo antes posible, e incluso nos fugábamos de casa alguna que otra vez, hartos de soportar las exigencias y reprimendas paternas.

Sin embargo ni aquel afán de independencia era tan malo ni el excesivo apegamiento al hogar tan estupendo. No es buen síntoma que los hijos se resistan a independizarse. Significa únicamente que la batalla generacional ha sido vencida por los más jóvenes, y su hogar ya no es un lugar de formación y una escuela de virtudes con una autoridad, un horario y un amor recio y exigente: sobre las ruinas de la familia han levantado un hotel de dos, tres o cinco estrellas según los casos.

Hace muchos años una niña de quince años, rica, rubia y superprotegida, me dijo con una frialdad glacial que nunca olvidaré:

—Mi padre no me quiere: le da igual que llegue pronto o tarde. Los viernes me da la paga, y ya está.


El padre tirano, el padre amigo y el padre amiguete.

De todas formas las cosas no siempre son así. También es corriente oír a algún padre una afirmación semejante a ésta: “yo soy el mejor amigo de mi hijo”. Y generalmente se muestra razonablemente orgulloso de haberlo conseguido.

Por supuesto, no seré yo quien ponga objeciones a una relación aparentemente tan positiva, pero tengo la sospecha de que, en algunos casos, ese tipo de amistad se relaciona directamente con la “dimisión de la familia” de que hablábamos antes.

Ser padre y ejercer como tal es complicado. Últimamente más, ya que la autoridad, que en otros tiempos se daba por supuesta, ahora hay que ganársela día a día. Los adolescentes, por razones ambientales que sería ocioso detallar, salen bastante más respondones que antaño.

En esta situación, los padres tienen cuatro posibilidades:

1. La primera, la más cómoda y también la más estúpida, es la dimisión pura y simple: conformarse con imponer en casa unas pocas normas de orden público y que el colegio se ocupe del resto. Eso sí: que el niño apruebe como sea para que no nos estropee las vacaciones.

2. La segunda consiste en fortificar la familia, hacer una barricada y ejercer la autoridad por encima de todo, contra viento y marea, con un reglamento lleno de noes y de imposiciones. Ni que decir tiene que el sistema no sirve. También es cierto que ya casi nadie se empeña ya en practicarlo.

3. Hacerse amigo de los chicos es la tercera posibilidad. Se trata de esforzarse por romper barreras y tender puentes. Es intentar conocer a cada uno, escucharlos de verdad y también darse a conocer, sin miedo a abrir algún armario de la propia intimidad. En esa tarea sí que vale la pena poner todo el empeño del mundo; pero sin olvidar jamás que los padres deben ante todo padres. También amigos, desde luego; pero nunca amiguetes o colegas de la tribu.

4. Ésta es en efecto la cuarta alternativa, tan errónea como la primera y no tan insólita como podría parecer: en los últimos años empieza a proliferar la figura un tanto ridícula del padre dimitido, que ha decidido integrarse en el clan del niño: es el papá “compa”, “colegui” y hasta cómplice según en qué cosas. Este tipo de actitudes se da sobre todo en matrimonios rotos y más entre los varones que entre las mujeres. Se conoce que los hombres estamos más capacitados para hacer el ridículo.

—Mi padre es genial —me contaba hace meses una chica de dieciocho años—. Muchos viernes salimos juntos y liga más que yo.

No quise profundizar en este último aspecto de la cuestión.

Concluyo mañana.


sábado, 26 de abril de 2008

El Cuarto, honrar padre y madre (I)



Hace años me encargaron un artículo sobre el cuarto mandamiento para la revista "Palabra", una publicación dirigida fundamentalmente a sacerdotes, aunque no sólo a ellos, que goza de notable prestigio. Mi artículo debería ser "extenso y serio". Largo sí que salió. Serio, no sé. Lo divido en tres partes para que los lectores no desfallezcan en el empeño.



Me piden un artículo sobre el cuarto mandamiento de la ley de Dios, y antes de ponerme frente al ordenador se me ocurre hacer un pequeño sondeo entre el grupo de universitarios que trato habitualmente. Todos ellos, chicos y chicas, son estudiantes de los primeros cursos de Derecho en Madrid. La mayoría se confiesan cristianos y no rehúyen el despacho del capellán. Probablemente la encuesta no haya sido muy rigurosa ni científica, pero los resultados se me antojan bastante significativos.

El sondeo consta de una sola pregunta:

—“¿Sabes cuál es el cuarto mandamiento del decálogo?”

—¿El cuarto mandamiento…? —Jaime pone cara de perplejidad—. No sé. Los mandamientos son sólo dos, ¿no?

De los dieciséis encuestados, Jaime y otros cinco reconocen no tener ni idea; dos responden que sí, que lo saben, pero, por si acaso, no quieren hacerme partícipe de sus conocimientos; uno pregunta qué significa “decálogo”, cinco contestan correctamente, y los dos restantes se equivocan de mandamiento por muy poco: dicen que “santificar las fiestas”.

Supongo que a casi nadie sorprenderá la enciclopédica ignorancia de mis cultos amigos. Francamente, yo temía que los resultados aún fueran peores, ya que no es razonable esperar que los chicos recuerden algo que quizá aprendieron de memoria hace diez o doce años y que nunca nadie les ha recordado después, ni la familia, ni el colegio ni la tele.

Por eso más que su ignorancia, ahora me inquieta saber qué sentido tendrá para los chavales la vieja formulación de este mandamiento de la ley de Dios que San Josemaría Escrivá llamó “el dulcísimo precepto”.

Por un momento he sentido la tentación de hacer una segunda encuesta. Luego he pensado que era mejor dejarlo para otro día. Si entrásemos a fondo en el tema, tal vez alguno me preguntase qué significa “honrar”, y a qué tipo de padre o madre se refiere la Biblia, ya que últimamente las cosas se han complicado mucho.


Una cultura muy poco familiar.

Como es sabido, por razones históricas, políticas y filosóficas que sería largo detallar, el siglo XXI ha comenzado en occidente a la sombra de una cultura radicalmente individualista. La ideología dominante ha abandonado hace mucho la idea de que la familia sea la primera célula social, como tradicionalmente solía decirse y aún repite incansable el Magisterio de la Iglesia. Para la modernidad, la única célula, el único punto de referencia es, a todos los efectos, el individuo emancipado, libre y autónomo, solo, sin más ataduras que las que él mismo haya elegido. El individuo, en efecto, designa a sus gobernantes (un hombre, un voto); él debe resolver sus problemas a solas (“ese es tu problema, chico”, que dicen los americanos acentuando el tú como si fuera un pronombre); él define su ética, su moral y su modo de vida; el “inventa” su patria, su sexualidad, su familia, su matrimonio…

Con este planteamiento es lógico que las instituciones “naturales” —aquellas que, según la filosofía tradicional, derivan de la propia naturaleza humana— vayan perdiendo relevancia social y jurídica en beneficio de otras instituciones que deberíamos denominar “artificiales” o “convencionales”, por haber nacido de la voluntad autónoma, más o menos caprichosa o razonable, de los hombres.

Es ésta una mentalidad que va abriéndose paso poco a poco, y afecta, como no podía ser de otro modo, a la forma de entender la familia y, por supuesto, a la legislación sobre el matrimonio. En Europa ha comenzado la lucha hace ya muchos años. En España, está en pleno apogeo.

De una parte, aquellos que creen en la existencia de un orden ético natural (principalmente los cristianos, pero no sólo ellos), exigen a los poderes públicos que reconozcan el matrimonio, con sus características esenciales, como lo que es: una institución natural, básica para el buen funcionamiento de la entera sociedad, y anterior, por supuesto, a la existencia misma del Estado. De otra parte, desde una mentalidad individualista y relativista, se reivindica el presunto derecho de los individuos a inventar nuevos “matrimonios”, quiero decir a confeccionarlos a la carta.

Llevando este criterio hasta sus últimas consecuencias, cualquier tipo de unión, por muy insólita y extravagante que pudiera parecer —ya sea homosexual o heterosexual, monógama, polígama o poliándrica— debería gozar del mismo tratamiento jurídico y de la misma consideración social que los matrimonios tradicionales.

Y lo que se dice del matrimonio, vale también para el entero núcleo familiar. Surgen nuevos “modelos de familia” —así los llaman, aunque de modelo tengan poco— y nuevas relaciones de afecto y dependencia, en las que lo de menos son los vínculos de sangre: ya que “el amor —lo escribía no hace mucho un conocido columnista rosa-amarillento con la cursilería propia del género— no de-pende de la sangre, ni puede imponerse por ley. Nada más espontáneo que el amor. Dejémoslo pues que crezca en libertad, sin envolverlo entre papeles ni certificados”.

Pido perdón por la cita. A veces uno no sabe por qué toma nota de las bobadas que lee. Quizá lo mejor sea guardar un pudoroso silencio y poner punto y aparte…,

hasta mañana.


viernes, 25 de abril de 2008

Lo siento de verdad



Está entrando en el blog, con una perseverancia digna de mejor causa, un comentarista (anónimo, por supuesto), muy amigo de las letras mayúsculas, que tiene un par de ideas en la cabeza, ni una más, y las repite hasta la náusea.

Este valiente anónimo sostiene que el Opus Dei está lleno de enfermos mentales, que somos unos hipócritas profesionales, que nos maltratamos los unos a los otros, y que yo mismo soy un represor intolerable.

Hasta ahora me he limitado a ir suprimiendo, uno por uno, esos comentarios; pero al parecer, la neurosis obsesiva de nuestro amigo empeora y los va colocando por todas partes aunque nunca tengan la menor relación con el post en cuestión. Ahora enarbola una palabra tabú: ¡censura! Soy un censor enemigo de la libertad de expresión. Todavía no me ha llamado fascista, pero todo se andará.

Pues, sí, sintiéndolo de verdad, de ahora en adelante, he habilitado la función de "moderar" los comentarios. Esto quiere decir que se publicarán sólo los que el administrador y dueño del blog crea oportuno.

Perdonadme todos los demás. Imagino que la medida durará poco.

El alimoche de la foto es un carroñero mucho más guapo que nuestro amigo.

Alergia II


Marzo ventoso
y abril lluvioso
hacen a mayo
bastante asqueroso.

Yo, que era feliz
con la primavera
tengo la nariz
roja y choricera.

Mi perfil enérgico,
mi rostro de esfinge
vino a ser alérgico
hasta la laringe.

Pedí en la farmacia
un remedio clínico.
Busqué la eficacia
de un antihistamínico.

Ahora, alicaído,
vegeto y bostezo
porque me ha vencido
la flor del cerezo.




Alergia



El búho tiene alergia. Me hace notar Kloster que la palabra “alergia” es un anagrama de la palabra “alegría”; pero al pobre animal le trae sin cuidado. Está triste, tose a todas horas, moquea por su piquito de rapaz y las legañas amenazan con cerrarle los ojos para siempre.

Nos acercamos a la farmacia de Nieves. Nieves tiene una sonrisa encantadora y un letrerito en la bata que pone precisamente “Nieves”. Hace tiempo logró resolverme un problema menor, de esos que los médicos no curan jamás, y desde entonces es mi farmacéutica predilecta.

Con Homero posado en mi hombro izquierdo entro en el establecimiento. Está lleno de señoras que hablan sin parar. Las mujeres, por regla general (*), son menos pudorosas que los hombres y tienden a desahogarse en las farmacias contando con pelos y señales los síntomas de sus propios achaques y los de sus hijos y maridos.

—Mira, Nieves, bonita. A mi marido le apestan los pies, y yo ya he probado de todo…

—Oye, ¿y para los ronquidos tenéis algo? Porque es que mi Paco…

Los dos únicos clientes varones permanecemos en silencio, en un rincón, un tanto avergonzados.

—¿Quién es el siguiente?

El siguiente es mi compañero de rincón. Se acerca al mostrador y dice algo en voz muy baja a la dependienta. Ésta, que no ha oído bien, proclama a los cuatro vientos.

—Supositorios ¿de qué?...

A continuación me acerco yo. Nieves examina al búho, diagnostica alergia a la primavera en general y nos receta un medicamento que adormecerá aún más al pobre Homero. Todo sea por el blog.

___________________________________

(*) Soy consciente de que este párrafo producirá irritación entre mis lectoras, pero debo decir la verdad, aunque me cuesta alguna reprimenda.



jueves, 24 de abril de 2008

Los 90 años de don José

Don José Orlandis cumplirá 90 el próximo 29 de abril y, para celebrarlo, nos ha escrito otro libro titulado así: "la vida vista a los 90 años". Lo edita Rialp, y ha llegado a mis manos ahora mismo.

Que don José escriba un libro no es noticia. Son ya más de un centenar a estas alturas. Y tampoco es noticia que se trate de un libro sencillo, de estilo elegante y repleto de sabiduría, esperanza y buen humor.

Don José fue catedrático de Historia del Derecho a los 24 años y dos más tarde tomó posesión de la Cátedra de Zaragoza. Allí lo conocí yo mucho después, y recuerdo que entre sus alumnos se decía que "don José es bastantes más viejo de lo que parece". Viejo no era, desde luego , pero es que, por entonces tenía una cara de niño intolerable.

Su andadura académica continuó en Pamplona: fue el primer decano de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad de Navarra y el creador y director, durante muchos años, del Instituto de Historia de la Iglesia. También impartió clases en la Universidad de la Santa Cruz, de Roma.

Es uno de los primeros especialistas mundiales en el estudio del periodo visigótico hispano, eminente historiador de las instituciones canónicas medievales y un reconocido experto en historia de la Iglesia

Don José pertenece al Opus Dei desde 1939, y se ordenó sacerdote en 1949.

A partir de este instante comienzo a leer su libro: debo prepararme también yo para los 90.

miércoles, 23 de abril de 2008

Al pasar la banca me dijo el banquero...


Este
vídeo, sin embargo, no necesita comentarios. Es para reírse a carcajadas o para llorar desconsoladamente.





Belleza infinita



Siempre me han inspirado una gran lástima los agnósticos de la belleza. Me refiero a esas personas que no saben o no se atreven a descubrir el secreto, el último porqué de la hermosura. La ven, la oyen, la tocan con las manos, la sienten en la piel como un escalofrío, pero suponen que se trata de un accidente fortuito o de una interesante alucinación cuyo origen no importa a nadie.

¿Es casual la belleza? Hablo de la belleza en las cosas creadas; pero también de la que nace en la pluma del poeta, en el pincel del pintor o en la partitura del músico. ¿Podemos prescindir del creador, sea humano o divino, y explicarla como un producto del azar?

San Agustín, en su “Confesiones” escribió esto, tan conocido:

“¡Tarde te amé, belleza infinita tarde te amé, Tarde te ame belleza siempre antigua y siempre nueva!Y supe, Señor que estabas en mi alma y yo estaba fuera, así te buscaba mirando la belleza de lo creado…”

Y, más modestamente, Bécquer, al recordar los ojos de su amada, dijo:

Hoy la tierra y los cielos me sonríen;/ hoy llega al fondo de mi alma el sol;/ hoy la he visto.., la he visto y me ha mirado../. ¡Hoy creo en Dios!

Dani, que es profesor de Erain, en Guipúzcoa, me envía este sencillo vídeo. Yo, por hoy, no pongo más comentarios.




martes, 22 de abril de 2008

"Para su seguridad"


Llamo por teléfono a un departamento de la Administración del Estado (Gobierno de España) con la legítima intención de informarme de algo que no diré, salvo en presencia de mi abogado.

Una voz femenina ligeramente metálica me invita a pulsar el uno, luego el tres, a continuación el uno de nuevo y los ocho guarismos de mi DNI. A partir de ese momento la máquina me tutea y me llama por mi nombre de pila a pesar de que no hemos sido presentados.

Yo, que aspiro a conversar con un ser humano de carne y hueso, voy superando todas las pruebas que se me proponen y, cuando ya no me piden nada más, veo con agradecimiento que no necesitan saber mi grupo sanguíneo ni mis antecedentes penales. Al final, he logrado mi objetivo.

—Buenas tardes, mi nombre es Loreto, ¿en qué puedo servirle?

—Buenas tardes, Loreto, mira yo querría saber…

A Loreto, de pronto, le da un espasmo administrativo, pone voz de gaviota y dice:

—Para su seguridad, esta conversación está siendo grabada automáticamente.

Cuelgo el teléfono de golpe y me oculto detrás del sillón. Miro en todas las direcciones en busca de cámaras de video. ¿Me estarán filmando también “para mi seguridad” o se limitarán a registrar mi voz sin pedirme permiso?

En la calle me encuentro con Kloster y le cuento mi aventura telefónica.

—No me extraña, colega —me responde—: yo he llamado al banco y me ha pasado lo mismo. Sólo que la telefonista se llamaba Rocío. Me ha pedido todos los datos “para mi seguridad” y ha grabado la conversación entera.

—¿Y tú que has hecho?

—He aprovechado la grabación para hacer unas declaraciones filosófico políticas y he pedido a Rocío que me diera ella sus propios datos —edad, color de los ojos…, nada especialmente ofensivo— por si valía la pena invitarla a tomar unas copas. Lamentablemente ha rehusado.

—Lo que no comprendo es qué tiene que ver esto con tu seguridad.

—Absolutamente nada. Es la seguridad de ellos la que importa; pero, como vivimos en una época de decadencia y canguelo colectivo, la apelación a la seguridad vende más que cualquier otro valor. Con el pretexto de nuestra seguridad, se ha instaurado el Estado nodriza, que va limitando nuestras libertades hasta convertirnos en corderitos lechales a quienes amamantar.

Siempre ocurre lo mismo: Kloster se me pone radical y hay que cambiar de tema; pero sospecho que, en este caso, tiene algo de razón. Parece cierto que somos capaces de admitir cualquier restricción de nuestros derechos con tal de que nos digan que así estaremos más seguros.

Creo que fue en Suecia donde hicieron una especie de encuesta sobre “libertad y seguridad”. En la duda, los suecos optaron siempre por la seguridad.

—La libertad ya no vende —apostilla Kloster—. También aquí nos quedamos con la miserable libertad del lactante, que sólo pide su mamandurria para ser feliz. Y llegaremos al Estado-UVI; o sea, anestesia y cuidados paliativos para todos.

Salgo del colegio un tanto deprimido por las palabras de mi amigo y regreso a casa caminando. Son cuatro kilómetros y medio que me sirven para comprender que necesito hacer ejercicio con más frecuencia.

A la altura de Arturo Soria, una cámara de vídeo instalada en el portón de un chalet privado, me apunta descaradamente y me sigue por la acera. Vuelvo sobre mis pasos, y, en efecto, la cámara se ha encariñado con mi apuesta figura. Debo estar agradecido: es por mi seguridad. Lo dice un letrero situado junto a la cámara.

Si uno no tuviese este aspecto tan venerable, haría como Kloster: me instalaría frente al objetivo para leer un manifiesto libertario.

Al llegar a casa, leo en la prensa gratuita los últimos adelantos que utilizará el municipio para evitar la delincuencia. Nos grabarán en video cuando subamos y bajemos del autobús y del Metro. En los semáforos habrá cámaras con memoria para atrapar a los que crucen en rojo. En las entradas de los grandes edificios, las cámaras “barrerán” hasta quinientos metros cuadrados de acera…

Miro al Cielo en busca de auxilio, pero rectifico enseguida: probablemente los satélites de Google me estarán observando.

Esta noche he dormido mal. Soñé que, al salir de casa, un inspector controlaba la suela de mis zapatos para ver si estaba homologada, y me obligaba a ponerme otros de goma para protegerme de la lluvia.

—¡Y quiero verle con bufanda, que hace frío!

Traté de protestar, pero el inspector apostilló sonriente:

—No se queje: es por su seguridad…

Enrique García-Máiquez en Pamplona



Me cuenta mi corresponsal en Pamplona que hoy mismo, día 22 de abril, a las 10, 30 de la mañana el ilustre profesor, poeta, amigo y bloguero de mi barrio, Enrique García-Máiquez dará un recital poético en la Universidad de Navarra. Éste es el programa.

Lamentablemente no podré asistir. Trataré de que vaya Kloster o su hermana, y, en cualquier caso, Enrique hará de cronista-protagonista para regocijo de sus numerosos fans. Personalmente me interesa especialmente conocer la calidad del aperitivo que, según el programa, se servirá a continuación.

lunes, 21 de abril de 2008

Lleno, por favor.


Me detuve a repostar a la entrada del pueblo en una gasolinera de cuyo nombre no quiero acordarme. El depósito aún no estaba en la reserva, pero más valía ser precavido.

—Lleno, por favor. Sin plomo de 95 octanos.

El empleado quitó la tapa de la gasolina e introdujo la manguera. Unos minutos más tarde dijo:

—Son 55 euros.

—¿45?

—No; cin-cuen-ta y cin-co…

—¿Cuántos litros ha puesto?

—Ya ve: cuarenta y ocho.

—Lo siento, pero no puede ser. En el depósito de mi coche caben cuarenta y cinco litros escasos. Y no estaba vacío ni mucho menos cuando he llegado. Habrás puesto cuarenta.

—Ah, yo no sé nada. Si quiere llamo al encargado.

—No tengo prisa. Hazlo, por favor.

En “encargado” tenía cara de sueño. Parecía que se hubiera levantado de la siesta.

—¿Qué quiere?

—Quiero pagar lo justo. Al parecer el surtidor no está bien ajustado. Marca 48 litros y es físicamente imposible meter tantos litros en el depósito de mi modesto Polo.

El soñoliento encargado comenzó a reñirme. Le parecía escandaloso que yo, siendo sacerdote, dudara de su honradez. Yo le contesté que, lamentándolo mucho, ni siendo sacerdote podría admitir el milagro de que 48 litros de gasolina entraran en un depósito de 45 donde, además, había ya 4 o 5. Le sugerí que tal vez el surtidor no estaba a cero cuando comenzaron a llenarme el depósito. El encargado bostezó y me dijo que eso era imposible…

—De acuerdo entonces. Vaciemos el depósito del coche y comprobemos cuánto combustible hay.

Se resistió. Me dijo que no me pusiera así. Pero me puse. Había cuarenta y cuatro y medio. Le pagué cuarenta.

El encargado, ya despierto del todo, empezó a vociferar.

—No insista —concluí—. No pienso darle propina.

Un kilómetro más adelante había un cuartelillo de la guardia civil. Me porté como un ciudadano responsable.

* * *

Por favor, no saquéis demasiadas conclusiones generales. Ni siquiera estoy seguro de que quisieran estafarme. Prefiero pensar que la máquina estaba averiada. Yo, por si acaso, no volveré a esa gasolinera.


domingo, 20 de abril de 2008

Las cartas del Prelado



Hoy hace 14 años el Santo Padre Juan Pablo II nombró Prelado del Opus Dei a mons. Javier Echevarría, tras su designación por el Congreso General electivo de la Obra.

Hace unos minutos he terminado de celebrar la Santa Misa en La Acebeda y he procurado unirme de manera muy especial —igual que miles de sacerdotes de todo el mundo— a la persona y a las intenciones de mi Prelado.

El Padre —no sé llamarlo de otro modo— ha gobernado la Prelatura desde entonces con una entrega personal y una abnegación que nunca agradeceremos bastante. Continuando una tradición que inició don Álvaro del Portillo, todos los meses nos manda una carta, que la Obra entera aguarda con verdadera ilusión. La del mes de abril, por ejemplo, podéis leerla aquí.

No son sólo "cartas pastorales", son cartas de familia, un medio estupendo para estar muy unidos al Padre y para aprender a quererlo cada día un poco más.

sábado, 19 de abril de 2008

El canto del carbonero


Ayer descubrí su nido, en una pequeña cavidad de un árbol, en el linde del bosque que hay pocos metros de la casa.

El carbonero es un pájaro modesto y tan corriente que no llama la atención a nadie. Además es confiado y convive con el hombre, guardando las distancias. Está con nosotros todo el año y no es difícil verlo en cualquier época.

En este rincón de la Sierra, donde me encuentro, supongo que habrá muchos carboneros, pero la niebla ha caído sobre Miraflores y apenas distingo los árboles del bosque.

Sin embargo mi vecino carbonero no para de cantar.

Es divertido comprobar lo que dicen las guías de aves cuando tratan de describir los sonidos de los pájaros. Leo en una que "el carbonero tiene muchos cantos diferentes (hasta ahí, de acuerdo), pero el más característico es un ¡tink, tink, tink! que se alterna con un sonoro ¡pi-tink! repetido entre tres y seis veces. Cuando se posa en una rama , a veces emite un ponderoso ¡tsii- ii-ii-ii!, y si uno se acerca a su nido, lanza un grito nasal de alarma, ¡tcjerr-tcjerr!"

El canto de mi vecino, en todo caso, es potente e interminable. Ahora mismo, mientras escribo, me llega su voz poderosa desde la niebla. Empezó a las seis de la madrugada y el miserable no ha parado en toda la mañana.

Claro que hay un modo de hacerle callar: le enseñaré lo que dice mi guía sobre su canto. Lo más probable es que se deprima y caiga en un estado de silencio y melancolía.


viernes, 18 de abril de 2008

Amor y ortografía (y II)



Por una vez tienes razón, querido colega —me interrumpe Kloster—. Y conviene añadir además que el mismo amor es también pura cuestión de ortografía.

—¿De ortografía?

—Por supuesto. En el amor, desde luego, lo esencial es la entrega, la fidelidad…, esas grandes virtudes que lo sustentan. Pero hay un conjunto de pequeñeces que alimentan el afecto, lo hacen crecer y lo mantienen vivo: es la ortografía del amor. Cuando un amor muere, generalmente ha sido asesinado a base de pequeñas faltas de ortografía.

A mi querido Kloster se le ha puesto cara de consejero sentimental.

—Explícate, sapientísimo amigo.

—Hay tres importantes reglas ortográficas en el amor: la educación, la memoria y la paciencia.

Las faltas de educación a veces se disfrazan de confianza, pero son tan imperdonables como las haches fuera de sitio.

Los “me olvidé”, los fallos de memoria y las impuntualidades de cada día, pueden parecer intranscendentes, pero son como las ges y las jotas.

¿Y la paciencia? Son las bes, las uves y las haches intercaladas.

—¿Y los acentos?

En el amor, los acentos son los detalles inesperados, las mil delicadezas que uno inventa.

—¿Y la sintaxis?

—Vale ya, colega; piénsalo tú mismo, y aprenderás a dar buenos consejos a quienes te los pidan. Porque, en el amor, hay incluso signos de puntuación.

Tenía razón mi amigo, y si hablamos de amor a Dios, que es el amor de los amores, podríamos decir que la ortografía de ese amor es una virtud que siempre se ha llamado piedad.

¿Qué trascendencia tiene, por ejemplo, una genuflexión omitida o mal hecha? Ninguna: es apenas una errata, una coma fuera de sitio.

¿Qué más da una postura que otra en la Iglesia? Da poco: es sólo un defecto de estilo, un chirrido en la prosa.

¿Y a Dios qué le importa si voy a comulgar mejor o peor vestido, si los manteles del altar están limpios o sucios, si hablo, callo, río o bostezo? A Dios, en efecto, le da lo mismo. Pero a ti no.

Y es que ya lo dijo San Josemaría: Es misión muy nuestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica.

Dicho en prosa, lo importante es amar con buena ortografía.

jueves, 17 de abril de 2008

Amor y ortografía (I)


Querida Elena: Recibí tu sms y entendí muy bien… la firma. El resto, no. Lo he reenviado a un experto de 15 años para que me traduzca al castellano la ensalada de letras que me envías. Mientras intentaba descifrarlo, recordé este viejo refrito que ahora publico en el blog. Lo he dividido en 2 partes para que tomes aliento al terminar la primera y leas mañana la continuación.



Me dice Kloster que le gustaría ser premio Nobel de algo para poder decir tonterías como García Márquez (no confundir con mi tocayo y poeta García-Máiquez) y que encima se las publiquen en los periódicos.

Se refería mi amigo a aquello que dijo el insigne escritor hace años: que sobraban las normas de ortografía; o sea que podíamos escribir su apellido con zeta y con k porque a él le daba lo mismo.

Una tropa de académicos, escritores, radioparlantess, catedráticos y columnistas se lanzó entonces a su yugula. Y Desde Lázaro Carreter hasta Ansón, pasando por Gala, Goytisolo o Lapesa, todos emplearon los mismos argumentos: “la ortografía es el andamiaje del idioma” —escribió alguno—; es “un lujo irrenunciable; fija el lenguaje y hace posible que las mil y una hablas que han nacido del español formen un solo idioma…” aseguró otro. Los más benévolos pensaron que el bueno de García Márquez chocheaba. Poco más se dijo.

No tengo más remedio que coincidir con tan ilustrados lingüistas. Pero, la verdad, echo de menos una defensa algo más convincente de nuestra ortografía en esta era de mensajes telefónicos en los se cometen las mayores atrocidades idiomáticas que recuerda la historia.

Porque la ortografía es, ante todo, una cuestión de amor: de amor a lo que se escribe y de amor a las palabras con que se escribe.

Las palabras son seres vivos. Hay palabras jóvenes, recién pronunciadas y todavía inéditas en el mundo de la letra impresa, que tal vez mueran sin pena ni gloria. Hay palabras adolescentes, que entran con sospechosa arrogancia en las páginas de los libros y de los periódicos; pero se nota enseguida que están incómodas, que no saben alternar con tanto vocablo prestigioso. Su indumentaria (o sea, su ortografía) suele estar poco definida, y aun su mismo futuro parece poco claro.

Hay palabras en cambio con siglos de historia; fueron dichas, recitadas y escritas en todos los acentos y con todas las tintas. Quizá alguien las grabó por primera vez en un viejo pergamino y continúan vivas en las pantallas de los ordenadores. Su ortografía es su curriculum vitae. Aquella hache que en Castilla no se pronuncia y se sigue aspirando en Cádiz, fue una efe para el Marqués de Santillana. Aquella uve tiene que ser uve y no be, porque, si la cambiásemos, dejaríamos huérfana a la palabra, le arrancaríamos sus raíces latinas o griegas, sus señas de identidad; sería sólo un sonido degradado, sin pasado ni historia, y, por tanto, perdería buena parte de su capacidad de evocación, de la carga expresiva que está más allá del significado literal.

Por amor a esa palabra (que, desde luego, vale casi siempre más que mil imágenes), debo respetar el vestido con que se me presenta. No puedo desnudarla ni uniformarla con el consabido tejano ajado. Y procuraré que se encuentre a gusto entre los demás vocablos, mimando la sintaxis, procurando que descanse en cada coma y tome aire en los puntos. Todo esto es cuestión de amor.

—Por una vez tienes razón, querido colega —me interrumpe Kloster—. Y conviene añadir además que el mismo amor es también pura cuestión de ortografía.

—¿De ortografía?

... mañana termino

Buenos pensamientos

—Es que…, he tenido malos pensamientos.

El sacerdote le miró a los ojos con un gesto de complicidad.

—¿Y buenos…? ¿Has tenido buenos pensamientos?

—No sé… Normales. ¿Qué son buenos pensamientos?

—¿Has pensado con cariño en tus amigos y amigas? ¿Has imaginado que haces algo por ellos para que estén más alegres? ¿Te gusta que saquen buenas notas en los exámenes…? ¿Has soñado con que ya eres mayor, y tienes una familia, trabajas para que vivan mejor y te sacrificas con alegría?

—Bueno…, alguna vez, sí; pero contar eso me da más vergüenza todavía…

—No me extraña, hijo mío. Tener buenos pensamientos parece una debilidad; pero es la asignatura más importante de todas, aunque casi nadie se anime a explicarla.


miércoles, 16 de abril de 2008

Cumpleaños de Benedicto XVI



Portada de Newsweek el día de la elección de Benedicto XVI

Hoy Benedicto XVI, que acaba de comenzar su visita pastoral a los Estados Unidos, cumple 81 años. Seguro que los norteamericanos se lo celebrarán cumplidamente. Este blog se une a la fiesta, consciente de que el Papa sigue contando con nuestras oraciones igual que el día de su elección.

Estas fueron sus palabras de entonces, traducidas no muy fielmente por la agencia EFE:

"Queridos hermanos y hermanas, después del gran Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor. Me consuela que el Señor sabe trabajar con instrumentos insuficientes y me entrego a vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado y con su ayuda permanente, trabajaremos, y con María, su Madre, que está de nuestra parte"

Y así lo transmitió la RAI:


martes, 15 de abril de 2008

Kloster regresa y ataca de nuevo



Se lo tengo dicho: Kloster, no hables de política, que me pierdes. Pero esta vez escribe desde alguna playa del Caribe, donde se recupera de su ataque de melancolía, y no me he atrevido a censurarle el texto. He aquí lo que dice:




Estoy encantado. Ya tenemos un Ministerio de Igualdad, y estoy seguro de que muy pronto habrá otro de Libertad y un tercero de Fraternidad. Cada una de las tres grandes palabras que conforman la divisa de la Revolución Francesa merece su correspondiente ministerio. Y los tres ministros o ministras predicarán piadosas homilías desde los medios públicos y ordenarán a los ciudadanos que sean siempre iguales, libres y fraternos. ¡Qué bonito!

El Ministerio de Igualdad tendrá muy pronto una subsecretaría de Distinción para que quede claro que somos iguales, aunque distintos. Nos enseñarán a ser diferentes sin dejar de ser lo mismo. O sea.

Gracias al ministerio de Libertad aprenderemos a pensar por libre, pero sin exagerar, o sea sin necesidad de visitar este blog. La subsecretaría de Responsabilidad procurará que nadie se desmande.

Pero yo me pido el tercer ministerio, el de Fraternidad, que servirá para hacernos hermanos por decreto. La canción de la alegría, interpretada por Miguel Ríos, será himno oficial del Ministerio. Vibraremos todos entonando aquello de:
"Escucha hermano la canción de la alegría, el canto alegre del que espera un nuevo día. ¡Ven, canta, sueña cantado, vive soñando el nuevo sol en que los hombres volverán a ser hermanoooos!"
Será maravilloso, querido kolega. Creo que ya he superado la astenia primaveral.

Heinz Kloster.

La ventana


Decir que en Miraflores hay flores es casi un pleonasmo, pero reconozco que no me esperaba un alarde de color y de aromas como el que he vivido esta mañana cuando he bajado a la farmacia del pueblo.

Cerca de la plaza hay una ventana enmarcada generosamente en una catarata de geranios de varios colores. Me he quedado un rato contemplándola. He sacado el teléfono del bolsillo para hacer una fotografía y ponerla en el blog, pero, de pronto, al otro lado del cristal, ha aparecido el rostro de una mujer, y yo me he sentido como un intruso.

Machado escribió una especie de proverbio: “el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”. Lo mismo podría haber dicho de las ventanas. Las ventanas nos ven, nos miran; son los ojos de las casas, siempre vigilantes. Podemos devolverles la mirada, pero no es de buena educación hacerlo con descaro, fijando la vista en ellas demasiado tiempo.

A veces las ventanas están entornadas. En verano bajan los párpados para que el sol no las deslumbre. También hay ventanas ciegas, con vidrios traslúcidos, cansados ya de tanto mirar. Y hay “miradores” —bellísima palabra ya en desuso— que son ojos inquietos que vigilan en las callejuelas de los pueblos.

Regreso a La Acebeda sin la foto (buscaré una en Internet) y, al entrar en el pequeño jardín de mi zona me pregunto si Dios tendrá también una ventana para vernos desde arriba. El nos mira desde el fondo de nosotros mismos y no necesita un “mirador” para conocer hasta el lunar más insignificante de nuestra alma; pero —¿por qué no?— tal vez algunas veces quiera divisarnos desde lo alto, como parte de este paisaje espléndido que yo mismo contemplo ahora.

A mi espalda, Dios me acompaña, cuando sigo a un pájaro con la vista desde mi ventana.



lunes, 14 de abril de 2008

El tiempo


Escribo sólo para confirmar que existo, que tengo un acceso razonable a Internet y que no os libraréis de mí esta semana.

Además quiero decir una vulgaridad que, quizá, no lo sea del todo. Y es que aquí, en la Sierra de Madrid, a sólo media hora de mi casa, el tiempo cambia de ritmo; los minutos tienen doscientos segundos más o menos, y cada segundo se paladea y sabe a eternidad.

Acabo de hablar de eso: de aprovechar el tiempo, que no significa exactamente trabajar. Los clásicos solían distinguir entre el tiempo de "ocio" y el de "nec-ocio" (o sea, el de los negocios). Y entendían que el ocio es, por supuesto, el tiempo más rico y enriquecedor.

El descanso no es, no debe ser, una huida, una "diversión", sino un periodo de crecimiento, de maduración, de encuentro con uno mismo, con la naturaleza y con Dios.

Escribió San Josemaría que "las almas, como el vino, maduran con el tiempo". Y yo añadiría que el vino no se fabrica: se cría en silencio.

Compruebo que mi móvil no tiene cobertura, que no hay televisión, pero sí libros: libros viejos que ya he leído y, por tanto, no me producirán sobresaltos si los ojeo.

Disfruto de un pequeño jardín con un árbol mínimo y una pareja de mirlos la mar de pacíficos y confiados. El año pasado logré, después de varios intentos, que uno comiera de mi mano. Espero que me reconozcan.

Sólo echo de menos un pequeño oratorio con Sagrario, para tener un Interlocutor cercano con quien compartir estos días. Haré la oración en el campo en compañía de mis pájaros.

Son las tres de la tarde. La hora, en punto, que marca el reloj de la foto.



domingo, 13 de abril de 2008

Convivencia


Mañana, lunes, por la mañana voy a Miraflores de la Sierra. Estaré hasta el domingo predicando, dando clases de teología y escribiendo (¡ay de mí!) cosas más serias que éstas.

Me pregunto si tendré tiempo para el blog y si habrá un acceso razonable a la red. No lo sé. El año pasado, en estas mismas fechas, estuve en aquella casa y utilicé una conexión lenta, lenta. Si ha mejorado, entraré. Si no, me tomaré un respiro.

Además, tal vez lo aproveche para alimentar mi ornitomanía en los ratos libres que me queden.


Jack Jack ataca



Me preocupa Kloster: ahora dice que le gustaría tener poderes, como los superhéroes. Le he puesto este video de Jack Jack, y me dice que eso tiene poco mérito, que la mayoría de los niños hacen las mismas cosas sin tanta historia.

Por hoy basta: es domingo y habrá que descansar algún día, digo yo.









sábado, 12 de abril de 2008

Dios, peatón



Salgo del confesonario a las siete de la tarde y me dispongo a llevar la Comunión a Carmen, lo mismo que ayer. Sobre el altar, frente al tabernáculo, ya han colocado el corporal y la “teca”, una cajita redonda plateada, o quizá de plata, donde se guarda la Sagrada Forma para los enfermos. La teca está dentro de una bolsa de seda con adornos dorados que llevaré colgada al cuello con un cordón también de seda blanca.

Abro el Sagrario, hago genuflexión, quito la tapa del copón y guardo una forma en la teca. Vuelvo a cerrarlo todo, me aseguro de que tengo bien abrochada la chaqueta y cerrado el impermeable para que nadie note que llevo al Señor conmigo, y me dirijo a la puerta de salida.

Es Dios quien baja en el ascensor. Ya me lo recordó ayer Álvaro desde sus 9 años y hoy procuro tenerlo muy presente. Debo cuidar los detalles. Es lógico que tratemos con cortesía al Señor; mejor que si fuera el rey de España. Ya que Él se conforma con un borrico para moverse por la ciudad, procuremos, al menos, que el borrico no sea grosero.

En la calle, Jesús pasa entre los clientes de “Mallorca”, una de la mejores confiterías de Madrid. Hay un pequeño incidente, con música de claxon, por culpa de los automóviles que aparcan en doble y en triple fila. Una mujer rumana —la misma de todas las tardes— me pide limosna. Le digo que luego. En el bolsillo de la camisa, junto a la teca donde viaja el Señor, vibra el teléfono móvil en una llamada que no contesto.

Jesús espera a que el semáforo dé paso a los peatones. Dios es hoy un peatón más.

En la Calle de Don Ramón de la Cruz, una antigua alumna que se dirige hacia mí con una sonrisa radiante. Hace años que no la veo, pero le digo la verdad:

—Llevo a Jesús Sacramentado, voy a dar una Comunión…

Un poco confundida, balbucea algo. Le pido que me acompañe —son menos de cien metros— y lo hace muy a gusto en silencio. Yo trato, inútilmente, de recordar su nombre.

Llegamos a casa de Carmen. La ceremonia es brevísima. A la salida, me espera la chica en el portal.

—¿Ya?

—Ya.

Le explico que hace años, cuando las ciudades apenas tenían tráfico rodado, en los países cristianos era normal trasladar al Señor solemnemente, con roquete, velo humeral y con un acólito que tocaba la campanilla para anunciar el paso del Santísimo. Ahora, en cambio, Jesús va de incógnito, salvo en la gran procesión anual del Corpus Christi.

—Es lo que ocurrió cuando la Virgen fue a ver a su prima. Se mezcló con las caravanas de los que viajaban hacia el Sur y pasó inadvertido para todos, salvo para la propia Santa Isabel.

—O sea, como ahora.

De pronto recuerdo que, en efecto, mi alumna se llama también Isabel.

—Lo que pasa es que tú no eres santa, de momento. Por cierto, ¿a qué te dedicas? ¿Te casaste…?


viernes, 11 de abril de 2008

Alegrías de primavera

Olvidar los pecados ajenos es sencillo. Lo escribí ya una vez y lo repito: los pecados siempre son tristes y monótonos. Por eso no cuesta lo más mínimo guardar el sigilo sacramental. Pero ¿cómo olvidar las virtudes, las buenas noticias, las alegrías que recibimos diariamente los curas en el trato con tantas personas?

Hace casi un año escribí aquí mismo que María Santísima fue a ver a Santa Isabel porque necesitaba desahogarse y romper a cantar de alegría, como así lo hizo. Dios no podía permitir que su Madre estuviese callada tanto tiempo.

El cura debe ser discreto, pero hoy he llegado muy contento a casa por varias razones… Contaré sólo dos.

La primera “razón” tiene 18 años y unas manos fuertes y expresivas. Sonríe con toda la cara y su mirada es tan franca, tan serena y sincera que desarma. La llamaré Adela.

Sus padres están separados. No daré detalles, pero a Adela le resulta imposible vivir con ellos. Tampoco tiene hermanos, y se vio obligada a esconderse en casa de una amiga hasta cumplir la mayoría de edad. Cambió de país, de colegio, de amigos… no una vez ni dos: más…

Durante veinte minutos, con una serenidad increíble, me va contando la historia terrible de su vida. No hace reproches, no se lamenta; ni siquiera busca compasión. Es verdad que se le ha negado buena parte de la infancia y toda la adolescencia, pero lo asombroso es que tanto sufrimiento no la ha convertido en una cínica, ni en una mujer amargada.

—He aprendido que ser libre no es fácil —me dice—; pero creo que me he hecho fuerte. Dura no…

—¿Y con qué sueñas para el futuro? —le pregunto—.

—Antes no era capaz de pensar en el futuro. Ahora quiero conocer a Dios y tener una familia normal con muchos niños.

Por la tarde he llevado la comunión a Carmen, que está embarazada y el médico le ha recomendado reposo absoluto.

Llamo a la puerta y me reciben Diego y Álvaro, que tienen algo así como 7 y 9 años. Dejó el santísimo sobre una mesita, donde han puesto un pequeño crucifijo y han encendido una vela. La madre de la pareja está sentada en un sofá.

Los dos se acercan a pocos centímetros de la mesita y miran fijamente la bolsa de seda donde se guarda la teca con la Sagrada forma. Yo les miro a ellos:

—¿Sabéis lo que he traído?

—Sí —responde el mayor como quien revela un secreto—: es Dios.