sábado, 23 de octubre de 2021

Contraseña para el Cielo


 


Empiezo a redactar este artículo a pocos días de la fiesta de Todos los santos y precisamente en el décimo octavo aniversario del fallecimiento de mi hermana Mari Pili.

Cuando llega esta fecha siempre me viene a la memoria una anécdota un tanto surrealista que comenzó hacia la mitad del siglo pasado y concluyó en 2003,casi medio siglo más tarde.

Mari Pili tendría 8 o 9 años, y yo unos pocos más. Como hacía mucho calor en Bilbao, decidimos refugiarnos en la terraza del Café "La granja" para esperar a mi abuela Carmen, que vivía allí mismo y nos iba a llevar al cine "Actualidades" a ver una peli de vaqueros. Mi hermana se enfrascó en la lectura del "Pulgarcito", uno de los tebeos infantiles más conocidos de la época, mientras yo me abanicaba con un periódico que alguien había abandonado a su suerte.

 —A que no sabes cómo se llama el remedio contra el hipo que ha inventado el doctor Cataplasma —me dijo de pronto Mari Pili—.

El doctor Cataplasma —parece mentira que no lo conozcáis— era, junto con Carpanta, Zipi y Zape, el repórter Tribulete, las hermanas Gilda y algunos otros, uno de los personajes más conocidos del cómic español de los años cincuenta. Pues bien en aquella ocasión el famoso doctor había creado una fórmula magistral contra esas molestas contracciones del diafragma conocidas como "hipo" y la había llamado antidinamonoscoliteraperostilius. Un nombre sencillito.

Mari Pili leyó dos veces la palabreja, la repitió una vez más y añadió:

—Si te la aprendes de memoria, cuando seamos mayores te la pregunto.

—Muy bien; será nuestra contraseña secreta —respondí—.

Nos hicimos mayores enseguida. Las décadas pasaron volando y mi hermana siguió siendo la chiquilla más guapa de mi tierra; también la más, alegre, divertida y bromista. En agosto de 1971 se casó con un chaval espigado y charlatán llamado Constan y, naturalmente, me tocó oficiar la ceremonia. Un año después nació Susana, y luego Amaia. Por último, Jon. Y, cuando ya se anunciaba el arribo del primer nieto, se presentó aquel maldito tumor…

En pleno verano de 2003, recibí una llamada de Mari Pili.

—La quimio no ha funcionado. El médico ha dejado claro que se acabó. ¿Puedes venir a verme?

Tuvimos una primera conversación en la terraza de su casa mientras Constan se desvivía en mil pequeños pormenores. Luego, ya en el hospital, sin dejar de hacer bromas ni de contar chistes, se preparó para dar el salto a la vida eterna. Nos quedamos a solas unos minutos y hablamos del Cielo. Es lo que ella quería. Hasta me pidió detalles concretos. De pronto, de improviso, dijo algo parecido a esto:

—Para entrar en el Cielo no te piden contraseña, ¿verdad?

—¿Contraseña? ¡No! Tú tendrás entrada libre.

—Bueno; pero además está la del doctor Cataplasma. ¿Te acuerdas todavía del remedio contra el hipo?

—Claro. Antidinamonoscoliteraperostilius.

Lo dijimos a la vez. Ella, de corrido sin dejar de sonreír. Yo también, pero con un nudo amargo en la garganta.

Tres días más tarde se nos fue al Cielo. Desde entonces —sé que os parecerá una tontería—, la absurda contraseña del doctor Cataplasma, me acompaña hasta hoy. A veces la repito como si fuera una jaculatoria. Seguro que el Señor me entiende. Tengo la esperanza de que, cuando me llegue el turno, Mari Pili me pedirá que la repita en la misma puerta de la Gloria. No debo olvidar ni una sílaba.

Va a empezar noviembre. Es el tiempo de todos los fieles difuntos. Tiempo de Esperanza, por tanto, y ¿por qué no? de sonreír con historias como ésta.

Por cierto, que nadie se atreva a copiar mi contraseña; es solo mía y de Mari Pili.



 

miércoles, 30 de junio de 2021

"Abuelear"

 


Dentro de pocos días cumpliré 80 años y pienso celebrarlo a lo grande. Con permiso de mi pediatra me tomaré una copa de brandy. Si intenta impedírmelo, cambiaré de pediatra. A mis parientes y amigos sólo les pido que no intenten convencerme de que "todavía" soy joven, que estoy como siempre, que por mí no pasan los años y otras bobadas semejantes. Siempre quise llegar a viejo y, al fin, lo he conseguido. ¿Por qué queréis quitarme también esto? Llevo más de un mes proclamando que he cumplido los 80. Es estupendo ponerse años, mejor que quitárselos, como una manifestación más de coquetería.

—¿Y los achaques?

Bien, gracias. Ahí siguen, creciendo un poco cada día. Son el recordatorio de que hay que ir preparando la maleta, sin prisas, para el último viaje de la vida. Eso me dijo mi amigo Mariano, un chico de mi edad, cuando me telefoneó hace un par de años:

—No nos hemos visto desde la universidad, pero creo que ya no tengo excusas. Deberías ayudarme a preparar la maleta.

La preparamos juntos en su chalet de Las Rozas, quemando los malos recuerdos en la hoguera de la contrición y embalando los buenos para el viaje.

A esta edad, a uno le van jubilando por la espalda aunque no quiera. También a los que cultivamos la tarea de ser sacerdotes in aeternum. Uno ya no está disponible para correr el encierro en San Fermín ni para hacer el camino de Santiago. Quizá todavía esté en condiciones de predicar sin demasiados balbuceos, pero esto durará poco.  Lo nuestro ahora es "abuelear" a diestro y siniestro.

¿Abuelear? Sí. Me propongo escribir al director de la Real Academia para que incluya este verbo cuanto antes en el diccionario. De momento no se me ocurre una definición breve y precisa, pero puedo arriesgarme a describir su contenido.

Abuelear es profesar de abuelo aunque uno, como es mi caso, no tenga nietos. También sirven los sobrinietos, los hijos de los alumnos y sus amigos.  Abuelear es estar disponible para lo más importante de la vida aunque uno sea un completo inútil para lo accidental. Es ser canguro cuando los padres se van de finde o tienen demasiado trabajo; ser maestro de primaria; ser oyente y sobre todo escuchante de las increíbles historias que relatan los niños, ésas que los padres no tienen tiempo de valorar. Es aprender a contar cuentos que siempre terminan bien y, paradójicamente, nunca acaban.  Es transmitir por contagio, con pocas pero francas palabras, la sabiduría que uno guarda en la memoria del corazón, aunque la otra memoria empiece a naufragar y se vayan borrando los nombres y los apellidos que uno debería haber conservado.

Abuelear es aprender a mimar a los niños sin ser empalagoso ni indigesto. Es dar lecciones magistrales que deberían impartir los padres pero que, algunas veces —ay de mí—, parecen haber olvidado. Es hablar de Dios, de la Virgen María y de los santos con la naturalidad que uno emplea para charlar sobre la mascota de la familia. Abuelear es ser generoso para dar y para darse. Es aprender a ser niño otra vez y descubrir que la formación del abuelo no termina nunca.

Yo sé que un día me dirán, con todo el afecto del mundo, que no renueve más el permiso de conducir porque puedo causar una catástrofe en la vecindad; que intente no repetir tanto las mismas historias, porque, la verdad, empiezan a cansar al personal; pero como, gracias a Dios, mi familia es la mejor, me tomaré con todos la copa del decenio para que ellos también aprendan a abuelear.

martes, 19 de enero de 2021

Begin the beguine

 


Cole Porter, famoso músico y gran vividor de los años 30, compuso infinidad de canciones, pero ninguna tan conocida como beguin the beguine, una balada algo empalagosa que ha sobrevivido hasta nuestros días. El autor hablaba del "beguine", un ritmo tropical con aires de rumba lánguida que fue muy popular en la isla Martinica; pero la canción fue "versionada" por infinidad de intérpretes, desde Xavier Cugat a Fran Sinatra, y, quién sabe por qué, empezaron a llamarla "volver a empezar". Incluso un Julio Iglesias jovencito, que aún no había aprendido a mover las manos, se atrevió a cantarla en castellano y darle ese título. Luego Garci hizo una peli, ganó un Oscar y fuimos felices.

Pero no temáis. No quiero hablar de música, sino del título renovado de aquella canción.

Para el senegalés que llega a las costas de España en patera huyendo de la miseria, "volver a empezar" no es precisamente el sueño de una noche apacible de verano, sino la expresión de un drama. Huir de la propia tierra, echar al mar las señas de identidad para no ser repatriado y desembarcar solo y desnudo sin más papeles que el hambre en una playa de Europa, es un comienzo aterrador.

En cambio a los burgueses del primer mundo, el begin the beguine nos habla de un anhelo irrealizable  que casi todos hemos sentido alguna vez. No pienso solo en el síndrome que suele asociarse a la crisis de los 40 ó de los 50, cuando uno descubre que el tipo que nos mira cada mañana desde el espejo está cerca de su fecha de caducidad como un yogur rancio. En ese instante, uno tal vez sienta la tentación de recuperar la juventud perdida y —por qué no— de "volver a empezar". Se viste un vaquero, se clava una chincheta en el ombligo y otra en la oreja izquierda y se dispone a hacer el ridículo en la disco y a fracturarse la cadera por culpa del rock and roll.

Sin  llegar a esos extremos, ¿a quién no le gustaría atrasar los relojes hasta un minuto antes de aquella decisión apresurada o errónea; de aquel "no" que debería haber sido un sí; de la palabra inoportuna que uno pronunció sin pensar; del viaje que emprendimos camino a ninguna parte…?

Estos pensamientos son inútiles ya que la historia no tiene marcha atrás.

—Tengo derecho a rehacer mi vida y ser feliz—clamaba una famosilla en la tele para justificar su tercer divorcio—.

No, amiga. Ni la felicidad es un derecho, ni es posible hacer un zurcido para recuperar los viejos paisajes de la adolescencia. El tiempo ha puesto sus sucias manos sobre nuestros mejores recuerdos, y ahora todo es diferente. 

—Sin embargo —me interpela Homero, mi búho— Dios lo renueva todo. Eso dice el Apocalipsis.

Por supuesto. Dios sí que viaja en el tiempo y derrota al pasado cancelando cada error cometido, cada atrocidad, por muy vergonzosa que parezca. Una vida podrida por el pecado puede renacer de la basura y florecer limpia, inocente, como la mirada de un niño.

Los hombres somos justicieros; nos gusta fantasear con el castigo que impondríamos a los que nos han hecho daño; pero Dios no es así. Cuando le pedimos perdón en el Sacramento de la Penitencia, absuelve cada ofensa, cura cada herida, limpia cada inmundicia y lo olvida todo con la ternura de una Madre que solo recuerda las cosas buenas de su hijo.

Al final queda el dolor por haber ofendido a Dios, el asombro agradecido por la Vida recuperada y un deseo enorme de volver a empezar.