sábado, 26 de diciembre de 2020

Año..., ¿nuevo?

 


Decían los viejos pitagóricos griegos que "los dioses se alegran con los números impares". Y el gran Virgilio lo tradujo al latín: numero deus impare gaudet. A continuación aclaró que los impares son inmortales —o infinitos, no lo recuerdo muy bien— porque no pueden dividirse por la mitad. Al contrario que los pares, que, en su docta opinión, lo tienen crudo. No me pidáis más explicaciones. Yo tampoco lo entiendo.

Como se ve, siempre ha habido supersticiones y supersticiosos, incluso entre los poetas y los humanistas más ilustrados. Ahora mismo, veintitantos siglos más tarde, seguimos haciendo cábalas poniendo del revés y del  derecho los números de la lotería o los del año que termina o los del que empieza, como si el destino de la humanidad dependiese de una combinación de cifras caídas de un Olimpo mágico en el que los dioses se entretendrían proponiendo sudokus a los mortales.

Es verdad; el 2021 es un año impar, y la suma de sus guarismos da 5, que también es impar. Así que esos pequeños "dioses" deben estar eufóricos.

 Según Masaoka Shiki, poeta japonés de finales del XIX, "el día de año nuevo es el principio de la armonía del cielo y la tierra"; pero no nos aclara de qué "año nuevo" habla; porque el 1 de enero no es el primer día del año para los mayas, los judíos, los árabes, los chinos y otros muchos habitantes de este planeta. Por tanto, lo que lo que para unos es impar, para otros vaya usted a saber lo que es.

Aquí somos un poco más escépticos, y, ante el nuevo  calendario, nos limitamos a decir "año nuevo, vida nueva", que no es una profecía, sino un brindis, un buen deseo para uno mismo y una tópica bobada para un Christmas empalagoso.

Hace casi cincuenta años, 31 de diciembre de 1971, San Josemaría Escrivá propuso a sus hijos del Opus Dei sustituir ese aforismo por otro más realista. Explicó entonces que había hecho confesión general y se aprestaba a recomenzar una nueva vida al servicio de la Iglesia con un lema renovado. "Año nuevo, lucha nueva". Bien sabía él que un año es demasiado breve para cambiar el estado del mundo. Pero san Josemaría no era pesimista. El propósito de  mejorar un poco cada día en su trato con Dios haría sobrenaturalmente fecundos esos doce meses con la ayuda de la gracia.  

Aquel mismo día había redactado una ficha con sus reflexiones. Una frase resumía sus pensamientos. Sacó del bolsillo la agenda y la leyó: Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias!

Años después, por deseo del Beato Álvaro del Portillo, esas palabras quedaron grabadas en la última piedra de la sede, recién construida, del Colegio Romano de la Santa Cruz.

Ahora, a punto ya de comenzar un año, permitidme que yo también me sume con vosotros a ese propósito de San Josemaría. Lucha nueva, sí, hasta que el tiempo se acabe y empiece la eternidad. ¿Año nuevo? Todos los años son nuevos si sabemos renovarlos cada mañana diciendo sí a Jesucristo que llama. ¿Y contra quién lucharemos? Contra nadie; sólo contra aquello que nos separa de Dios: el odio, la mentira, el egoísmo, la lujuria, la mediocridad, la desesperanza…

Ya veréis, será un año sin par. El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Y el Señor, que se ríe de las cábalas de los pitagóricos, sonreirá desde el Cielo al vernos recomenzar día tras día.

 

lunes, 7 de diciembre de 2020

Casi un cuento de Navidad

 Basado en hechos reales



Fue antes de la pandemia; supongo que hace un año o dos. Quizá era otoño, como ahora, cuando salí a dar un paseo por el Madrid de los Austrias y me detuve ante el escaparate de una pequeña librería de viejo. Me demoré un buen rato curioseando aquellas maravillas cubiertas de polvo. Estaba a punto de seguir mi camino cuando descubrí un libro que me resultó más que familiar porque lo escribí yo mismo hace casi veinticinco años. Verlo allí, arrinconado entre cientos de viejas glorias, me provocó una cierta melancolía; pero lo que más me molestó es que parecía nuevo, como recién salido de la imprenta.

Acudí al librero, a Matías, que resultó ser el dueño del negocio, y me contó que pertenecía a un lote del difunto marido de doña Lola, que, al quedarse viuda, había puesto a la venta la biblioteca de su esposo. Me aseguró que el libro estaba sin estrenar y que era "muy famoso".

—¿Usted lo ha leído?

—Pues no; pero tiene muchas ediciones.

Le pregunté el precio y la respuesta me deprimió aún más:

—Por cinco euros es suyo.

—No, amigo; es mío, porque yo soy el autor y, francamente, no me parece bien que me venda tan barato.  

—Entonces podemos hacer una cosa —respondió Matías—. Usted se lo dedica al que quiera comprarlo. Lo firma y yo lo coloco en el centro del escaparate con un letrero que diga: "dedicado para usted por el autor".

Así lo hicimos y subió el preció a 12 euros.

Ahora que llega la Navidad debería volver a la librería (tal vez sea capaz de encontrarla) para comprobar si el libro sigue aún en el escaparate. Aunque lo más probable es que el dichoso virus coronado haya dado al traste con el negocio.

¿Y si hubiera ocurrido otra cosa?

Creo que me arriesgaré a completar esta verídica anécdota dejándome llevar por la fantasía.

*     *     *

Matías estaba a punto de clausurar definitivamente su establecimiento, y, mientras guardaba los libros en grandes cajas, vio llegar a Joaquín, el dueño de la Pensión "La Estrella".

—¿Tú también cierras, Matías?

—Sí; son malos tiempos…

Joaquín había decidido hacer lo mismo con su pensión. Los clientes huían y ya solo quedaban dos: Ana, una anciana con muy mal genio, y su nieto Seve, un chiquillo de 12 años con síndrome de Down.

—A estos no puedo echarlos; llevan mucho  conmigo y son de la familia. Pero no quiero  ni uno más.

Mientras hablaba, Joaquín iba hojeando los libros de Matías. Uno le llamó la atención de forma especial.

—"El belén que puso Dios". ¿Es sobre la Navidad?

—Sí. Además te lo ha dedicado su autor.

—¿A mí?

—Bueno; la dedicatoria dice que es "para el primero que lo compre", y yo te lo cambio por una caña y una tapa de boquerones. Es un buen libro; te gustará. Acabo de leerlo. Habla de un posadero que se llama Joaquín, como tú, de un niño-Down como Seve y de una estrella, como la de tu pensión.

Joaquín, ya en casa, decidió leerlo en voz alta para entretener a sus dos huéspedes.

En el primer capítulo se habla de "un matrimonio joven de inmigrantes que acaban de llegar a la ciudad. No traen el borrico, porque la especie está en peligro de extinción, sino una moto desvencijada que sabe Dios cómo sigue funcionando todavía. No encontrarán sitio en los hoteles, y ella deberá dar a luz en el Metro…"

En ese momento sonó la aldaba de la puerta. Joaquín iba a gritar que la pensión estaba cerrada, pero no se atrevió. Descorrió el cerrojo, y allí estaban: él era muy joven, apenas cuatro pelos en la barba. Ella, casi una niña, con unos ojos verdes enormes y una sonrisa serena. La moto era una ruina.

—Pasad, chicos, pasad, que no se nos enfríe la sopa —dijo Joaquín—.

XII/2020