Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña.” Él le contestó: "No quiero." Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: "Voy, señor." Pero no fue. (Mt. 21, 28-30)
Así de breve es la parábola que leeré en el Evangelio de la Misa de hoy. El Señor la concluye preguntando a sus oyentes cuál de los dos hizo la voluntad del padre. La respuesta es evidente: el primero. Pero yo, cada vez que leo esta historia, me siento incómodo. Hay algo que no encaja.
Son las 12 de la noche y he terminado de preparar el retiro de mañana. La primera meditación lleva un título sugerente: “disponibilidad”.
Si Jesús hubiese preguntado cuál de los dos hijos estaba “más disponible”, la respuesta no habría sido tan nítida. Yo me siento muy identificado con el segundo, con el de las buenas palabras, porque habitualmente digo que sí, que por supuesto, que haré lo que Dios me pida cada instante de mi vida. Soy sacerdote porque quiero estar disponible, sin ataduras, las 24 horas al día:
―Descuida, Señor; déjalo de mi cuenta. Claro que iré a la viña, no faltaba más… Ahora mismo, cuando termine el partido de la tele; cuando acabe de leer esta novela; cuando escampe; cuando se me vaya este dolor de espalda que me tiene frito; cuando descanse un poco, que uno tiene ya cierta edad; cuando suba la bolsa; cuando caiga el satélite; cuando no haga tanto calor, cuando me sienta con fuerzas… No, por favor, Señor, no se lo pidas a ése, que es un inútil. Lo haré yo, por supuesto. Ya verás; espera un poco, es cosa de un par de días.
O de semanas.