lunes, 17 de julio de 2023

Diario de Molinoviejo (V)

 

Los pinos

 Nunca hubo tantos pinos, pero la foto es buena

 

Los pinos de Valsaín, erguidos y arrogantes en otro tiempo, van perdiendo firmeza con los años. Cuando vine a Molinoviejo por primera vez se apretaban en un bosque tupido que ocupaba la mayor parte del jardín. De puntillas sobre la tierra parecían competir en altura y poderío, pero tenían un problema: la falta de raíces. El suelo es incapaz de soportar un peso tan enorme. Estamos sobre un roquedal y las raíces de los árboles más altos no pueden penetrar lo suficiente para mantenerse en pie.

Hace años un vendaval nocturno abatió docenas —quizá centenares— de pinos. Yo  estaba aquí y fui testigo de la catástrofe. Hoy el bosque diezmado se mantiene sobre tierra nueva traída quién sabe de dónde, y el jardín se ha enriquecido con unos abetos espléndidos y otros árboles de distintas especies que contribuyen a refrescar el ambiente y proporcionan una sombra acogedora.

Los pájaros y yo estamos contentos.

miércoles, 12 de julio de 2023

Diario de Molinoviejo (IV)

 


Los cortacéspedes

 

En Castilla a la hierba la llaman césped. Fue una de mis primeras sorpresas cuando dejé el país vasco. Han pasado muchas décadas, pero aún recuerdo aquella primera impresión. Hasta entonces yo pensaba que la superficie de nuestro planeta se componía de agua del mar, asfalto y hierba. Campo y hierba eran sinónimos. Al campo a veces lo llamábamos "campa" en femenino, y nos encantaba echarnos en su regazo a tomar la fresca mientras contábamos nubes. En Castilla eso está prohibido; aquí hay que "respetar el césped", y las autoridades locales suponen que tumbarnos a la bartola o pisar esa mullida alfombra que Dios ha puesto a nuestros pies es una falta de respeto.

Por supuesto, sabíamos que en algún sitio muy lejano había paisajes de arena y tierra, pero solo cuando hice mi primer viaje a Madrid me enteré de que en media España la hierba era un artículo de lujo. Así se explicaba que los mejores porteros de fútbol fueran vascos. Ellos podían tirarse al suelo sin miedo a romperse las costillas.

Mi amigo Jordi vino un día a Bilbao desde Tarragona y me confesó su sorpresa:

—¡Aquí el césped llega hasta el mar!

Eran otros tiempos y me temo que me he ido por las ramas.

Sigo en Molinoviejo. Esta mañana he salido al jardín a rezar el Rosario y, de paso, a acompañar el desayuno de los pájaros. El ambiente era fresco y el sol no se atrevía a dar la cara escondido tras una nube negra. Misterios Gloriosos. Primero, la Resurrección del Señor.  

En el campo cualquier ruido mecánico se amplifica desmesuradamente, y eso es lo que ha ocurrido apenas comenzado el rezo. Un par de vehículos cortacéspedes se han puesto en marcha a la vez y los pájaros y yo nos hemos llevado un susto de muerte.

Comprendo que no es una noticia muy interesante, pero es lo  que hay. La prensa habla del debate electoral, de la boda de Tamara y de un futbolista que quizá venga a Madrid o quizá no. Los terrorista meteorológicos siguen metiéndonos el miedo en el cuerpo con olas que vienen y van.

Salgo de nuevo a media tarde para rezar los Misterios Dolorosos. Los cortacéspedes acechan en silencio cada uno desde su esquina del jardín. Huele a césped mutilado.

 


jueves, 6 de julio de 2023

Elijo la fantasía

 


Cuando yo estudiaba el bachillerato—allá por el Pleistoceno— la mayor parte de las películas incluían una advertencia justo antes de que apareciera el león de la Metro: los personajes y hechos retratados en esta película son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas verdaderas, vivas o muertas, o con hechos reales es pura coincidencia.

Siempre pensé que aquel letrero era muy oportuno. Uno se acomodaba en la butaca y se disponía a ver la peli bien provisto de cacahuetes (aún no se habían popularizado las palomitas) con la seguridad de que iba a sumergirse en un mundo de fantasía alejado de la tediosa vida cotidiana. Durante hora y media reíamos, llorábamos, disparábamos a los malos, huíamos de los indios, descubríamos asesinos o nos asustábamos con los monstruos de moda sin miedo a confundirnos. Lo único real —y no mucho— era el NODO. Dos horas después salíamos del cine como zombis, pero felices porque nos habían contado historias imaginarias llenas de emoción nacidas de la fantasía de un guionista genial capaz de crear vidas. No importaba la calidad artística del film ni la nitidez de la imagen. Con un carromato viejo y tres actores Federico Fellini hizo La Strada y sedujo a medio mundo, incluso a la academia de Hollywood, que le otorgó el óscar a la mejor película. Años antes, Ingrid Bergman y Humphrey Bogart llenaron las pantallas con solo su talento y el ingenio del guionista de Casablanca.

¿Cuándo empezó la crisis? Yo creo que la culpa fue de Supermán. Un día nos presentaron a un tipo vestido de hortera que volaba a toda pastilla y nos quedamos boquiabiertos. Enseguida aparecieron las naves espaciales, los dinosaurios, los viajes en el tiempo, los extraterrestres y toda una retahíla de efectos especiales destinados a idiotizar al personal. ¿Quién necesitaba ya de guionistas? El ingenio fue sustituido por el impacto de la imagen cada vez más agresiva e insólita.

Han pasado los años, y los efectos especiales ya no impresionan a nadie. Ahora somos capaces de ver como destripan en directo a un tipo mientras devoramos un plato de spaghetti con tomate. Sería un buen momento para volver a la fantasía, para recuperar a los creadores de sueños; pero lamentablemente los viejos guionistas han desaparecido. Ya casi nadie sabe contar historias, y en los films suele haber un letrero muy distinto al de los años 50: esta película está basada en hechos reales.

¿Hechos reales? ¿Quién necesita que le cuenten por segunda vez historias conocidas envueltas en un celofán políticamente correcto? Conmigo que no cuenten. La mayor parte de esas películas carecen por completo de ingenio. Casi siempre conocemos el final antes de comenzar a verlas, y aburren a las ovejas, entre las que probablemente me encuentro.

Hace unos meses el gran Enrique García-Máiquez, poeta, ensayista, profesor, amigo y tocayo, presentó en Madrid su último libro: "gracia de Cristo", un recorrido por distintos pasajes evangélicos en los que se revela el buen humor del Señor, su "gracia" con minúscula, que sirve a Jesús para darnos la Gracia con mayúscula. Tiene razón el poeta: Cristo sonríe y nos hace reír; gasta bromas, cuenta historias surrealistas, como la de los invitados que por no asistir a una gran boda matan a los que tratan de llevarlos al mejor banquete de sus vidas. Incluso camina sobre el mar y da un  susto de muerte a los apóstoles, que lo confunden con un fantasma; seca higueras y pesca denarios en el río para pagar sus impuestos…

Ahora que empieza el verano trataré de sortear las olas de calor releyendo el libro de Enrique. No quiero más pelis basadas en hechos reales. Elijo la fantasía como el mejor camino hacia la realidad.


 

miércoles, 5 de julio de 2023

Diario de Molinoviejo (III)

 


 

La tormenta

 

¿Sabíais que los pájaros predicen las tormentas? A veces se equivocan, pero no tanto como la agencia estatal de meteorología. También los niños chicos las presienten. Los profes de primaria lo saben muy bien. Mientras se preparan en el cielo las nubes negras, los niños alborotan desaforadamente. Son animalitos inquietos que se calman bruscamente en cuanto descarga el chaparrón.

A mí me ocurre lo contrario. Me encuentro aplanado antes del aguacero. Cuando, al fin, suenan los timbales en el cielo y se desploma la lluvia, me siento revivir. Saldría al jardín a empaparme, pero no me atrevo. ¿Qué diría el  autillo, guarecido de la lluvia en su agujero?

Hoy en Molinoviejo 24 grados

 

domingo, 2 de julio de 2023

Diario de Molinoviejo (II)

 La oropéndola 

No ha vuelto el autillo. Sin embargo esta mañana me ha despertado el silbido de una oropéndola. Eran las 5,45 en punto y yo estaba profundamente dormido cuando la he oído con toda claridad entre sueño y sueño.

—Se puede saber qué haces a estas horas de la madrugada —le he dicho—. Aún no ha salido el sol.

La oropéndola es ave lacónica y un poco tímida. No le gusta exhibir su preciosa librea amarilla. Se esconde en lo más alto de los chopos y allí teje su nido, una especie de cestillo primoroso demasiado pequeño a primera vista. Sin embargo al amanecer baja al suelo en busca de su desayuno y emite un canto aflautado inconfundible. Palabra de honor que hoy lo he oído con toda claridad. Me he levantado de la cama y me he acercado a la ventana. No había nada. La oscuridad entre los árboles del jardín era negra e impenetrable.

Un pajarillo pequeño, quizá un chochín, me susurra:

—¿No lo habrás soñado? Aún no se han despertado las oropéndolas.

Creo que tiene razón. No es la primera vez que los pájaros se meten en mis sueños.

Hora y media más tarde suena el despertador.

—En efecto, fue un sueño. Y ahora creo que tampoco ha sido real mi movida de madrugada. He soñado que me levantaba, que me asomaba a la ventana en busca de la dichosa oropéndola.  He soñado que me hablaba un chochín, y ahora sueño que todo fue un sueño.

Mientras celebraba Misa en el oratorio de la ampliación la oropéndola ha vuelto a cantar a dos metros de mi oído. Me he hecho el sordo.

—Una cosa es que te metas en mis sueños y otra que me distraigas a mitad del Paternóster.