jueves, 12 de julio de 2018

Fe en el barro



Jesús vio al pasar a un hombre ciego de nacimiento, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: "lávate en la piscina de Siloé". Él fue, se lavó y volvió con vista.(San Juan 9, 1).
El búho también está ciego, pero solo cuando lo deslumbra el sol al amanecer. Sus pupilas no fueron creadas para la luz. Lo suyo es la penumbra, la amable oscuridad de la guarida, donde reina como señor de la noche
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Fue un día de primavera. El ciego salmodiaba su eterna cantinela melancólica con la esperanza de arrancar unas monedas a los peregrinos que iban camino de Jerusalén. La mayoría pensaba que aquel mendigo debió de ser un gran pecador. O tal vez lo eran sus padres. Solo así se explicaba que Yahvé lo hubiese condenado a vivir en tinieblas desde el vientre materno.
El ciego no sabía lo que era el color ni la luz. Sus ojos ni siquiera veían un lienzo negro, solo la nada. Su imaginación se alimentaba de sonidos, aromas, caricias, risas y lamentos. Las yemas de sus dedos habían aprendido a distinguir el relieve de las monedas, la tersura de una piel joven, las estrías de un rostro anciano, la sinceridad o la doblez de una voz cercana.
Cuando las monedas tintineaban al caer sobre su manto, sabía al instante si eran sestercios, ases, cuadrantes o cualquiera de las piezas extranjeras que traían los judíos de la diáspora. También detectaba la presencia silenciosa de los que le miraban.
—¿Quién pecó,  éste o sus padres…? —preguntó alguien a su lado—.
—Ni éste ni sus padres —respondió una voz llena de afecto y autoridad—.
El ciego notó que su corazón se aceleraba, y enseguida, la caricia de unas manos jóvenes y el frescor de un insólito colirio hecho de barro y saliva, que penetraba en la órbita reseca de sus ojos muertos. Entonces creyó en aquella voz, dejó que la medicina le empapara hasta el fondo, y, también él, como el ciego de Jericó, se desprendió del manto para correr sin obstáculos hacia la luz de la piscina de Siloé. 
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Hace algunos años, un mendigo con cuatro copas de más me siguió por la calle gritando:
—¡Basura! ¡Los curas sois basura!
Yo iba a dar la comunión a una persona enferma y llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta una cajita dorada —teca, se llama— con la Sagrada Forma.
No respondí, pero pensé que el borracho tenía parte de razón —in vino veritas, que dijo Plinio—. Basura quizá no; pero sí barro de mala calidad que a veces se rompe en pedazos y escandaliza.
Jesús quiere utilizar este barro y no le importa que sea frágil y sin valor. Él lo toma con sus manos llagadas, lo impregna con su sangre y su saliva y da luz a los ciegos, sana a los enfermos, resucita a los muertos, y devuelve la paz y la alegría a los desesperanzados.
¿Creéis en Jesucristo? Creed también en el barro: en el agua del bautismo, en el óleo de la Confirmación y de la Unción de los enfermos, en el Pan que se convierte en Cuerpo del Dios vivo. Y en ese cura de barro que perdona los pecados porque sólo quiere estar cada día en las manos de Jesús Alfarero.