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(Resumen de una conversación casi imaginaria)María (no es éste su nombre) está en segundo de bachillerato y dentro de pocos meses se examinará para entrar en la universidad. Hoy conversamos por primera vez. Es simpática y charlatana, pero con las grandes cuestiones se pone triste y una miaja solemne.
—Ahora tienes 17 años —le digo—. Imagínate a ti misma…, digamos que con treinta y siete, es decir, con 20 años más. En el mejor de tus sueños, ¿cómo te ves?
María se lo piensa un poco; juguetea con un colgante plateado, y va desgranando, poco a poco, con cautela, sus ilusiones; como si tuviese miedo de entusiasmarse:
—Qué fuerte; no sé. En el mejor de mis sueños…, me veo casada…
—¿Con hijos?
—Sí, con cuatro o cinco niños…, o más.
—¿Y le has puesto cara a tu marido…?
María se ríe.
—Bueno, a lo mejor…, pero esto no se lo digo.
—Y qué más.
—Estoy trabajando como jefa en un gran estudio de arquitectos.
—O sea, que te gustaría hacer edificios.
—Sí…, torres enormes de cristal.
A partir de aquí, se embala:
—Pero yo viviría en un chalet muy grande de una sola planta, con jardín, con dos perros, piscina, jacuzzi…
—Bien. Volvamos a la realidad. Piensas estudiar arquitectura, claro…
—No. Creo que haré publicidad, turismo o algo así.
María ha puesto cara de pena infinita, y ante mi gesto de sorpresa, añade:
—Es que piden una media muy alta, y yo soy súper vaga.
—Pero muy tonta no pareces...
—No, si cuando estudio, saco buenas notas, pero me ha dicho la sicóloga que me busque una cosa más fácil, porque me estreso enseguida…
Así que María tiene sicóloga. A lo mejor es que estoy desfasado. Sí, debe ser eso, porque yo no detecto en María más problemas sicológicos o emocionales que los derivados de su condición de hija única, mimada hasta la exageración por su padre y con demasiados euros en el bolsillo.
—¿Y si te esforzaras un poco, no crees que…?
—Mire, lo que no he hecho en todo el curso no lo voy a sacar al final.
—Eso me suena… Te lo ha dicho tu madre.
—No, la sicóloga.
Me quedo con las ganas de decirle que despida a la sicóloga, porque esa frase es tan vieja como falsa: lo que no has hecho en octubre, puedes hacerlo en febrero, en marzo y en abril. Pero a María le aplasta la resignación. Está entregada al pesimismo más radical. Cambiar es imposible: “yo me conozco”, repite una y otra vez. E insiste en que es vaga de toda la vida, o sea, vaga congénita, como quien es rubia o bípeda.
Por un momento me traslado a mi propia adolescencia. Dios me libre de decir que cualquiera tiempo pasado fue mejor, pero, a los 17 años, mis amigos y yo queríamos comernos el mundo. Teníamos miedo, por supuesto, pero nos daba más vergüenza reconocerlo. Y pensábamos sinceramente que el futuro era nuestro.
¿Por qué hay tantos chavales derrotados antes de empezar a luchar? ¿Es sólo culpa de la selectividad, o hay algo más? Necesito vuestra opinión, antes de seguir con la charla.
—¿Tú qué querías ser cuando tenías mi edad? —me pregunta María, tuteándome, en vista de que me he quedado sin argumentos—…
—Yo…, pues verás…