jueves, 20 de septiembre de 2018

Las manos


En la guarida del búho

Las manos de Dios

Homero  extiende las alas, las mira y da gracias a Dios porque, con ellas, puede cruzar el bosque en la noche, como un fantasma silencioso, salvando todos los obstáculos. Las alas del búho son cortas y recias, capaces de rectificar el rumbo en un segundo para atrapar la presa con sus garras.
Sin embargo, no le importaría perder las alas si Dios le concediera unas manos como las que tienen los hombres; esas manos que  hablan sin palabras, que expresan alegría y dolor, curan heridas, golpean, acarician, matan, dan la vida, consuelan, crean belleza…
Sí; Homero con gusto renunciaría a volar.
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Yo fui  leproso en Israel. Era muy joven cuando aparecieron en mi piel las primera manchas que auguraban la maldición de la lepra. Traté de ocultarlas con mil ropajes y con perfumes traídos de oriente. Yo era rico por entonces.
Consulté con un curandero, que me echó sin contemplaciones de su casa.
—Estás maldito —me gritó—. Preséntate al sacerdote o huye a tierra de gentiles.
Al fin me denunciaron mis propios hermanos. Quemaron mis vestidos, se quedaron con todos mis bienes y me enviaron al valle de los leprosos. Comprendí entonces que mi vida había terminado sin remedio. Debería vagar lejos de la ciudad, sucio, desgreñado, haciendo sonar un cencerro y gritando "¡impuro, impuro!", para que nadie se acercara a quien había sido maldecido por Yahvé.
La enfermedad avanzó deprisa. Perdí sensibilidad en los pies; los tendones se contrajeron y mis manos se convirtieron en garras. Las úlceras aumentaban. Ya casi no podía caminar.
Una tarde, mientras comía un pedazo de pan que alguien había dejado junto a mi choza, se me acercó una anciana leprosa y me dijo:
—Yo soy vieja y moriré pronto, pero tú aún puedes buscar al Nazareno.
Lo encontré en tierras de Galilea. Junto a él había un pequeño grupo de discípulos que le protegían de los enfermos. Yo sabía que la Ley me prohibía acercarme a los que estaban limpios. Si lo intentaba, me apedrearían los seguidores del Nazareno, pero ya no me importaba nada. Corrí hacia Él.
—¡Un leproso! —gritó alguien—.
Todos, menos Jesús, retrocedieron horrorizados. Yo caí a sus pies y con voz rota susurré:—Señor, si quieres, puedes limpiarme.
Él comenzó a extender su mano derecha. No era la mano de un Rabí. Era grande, fibrosa, forjada en el trabajo del campo o en el taller. Yo quise retroceder. ¿Qué se proponía Jesús?  ¿Tocar a un leproso? Alguien  trató de impedir semejante locura ilícita, pero su mano llegó hasta mi frente y la acarició como una madre.
—Quiero; sé limpio.
En un instante sentí que mis tendones recuperaban su fuerza y flexibilidad y que las úlceras desaparecían.  Agarré la mano de Cristo y dejé allí un beso.
Entonces, por un instante, vi algo… No fue un desvarío, creedme. Vi un clavo que penetraba en esa muñeca, y sentí que la sangre de Jesús bañaba mis labios.
Desde aquel día, mis labios sólo saben hablar de esas manos laceradas que curan, salvan consuelan, acarician y dan la vida.