Es media tarde. Junto a una confitería de la calle Velazquez, en Madrid, hay una niña de 5 ó 6 años que lleva en los brazos una gran muñeca. Está sola, parada en medio de la acera, con su uniforme a cuadros del colegio. La niña contempla la muñeca con una ternura imposible de describir. Luego la acuna y canta muy bajito. Me detengo y sorprendo esa mirada de la niña. Al rato sale su madre de la confitería, y se detiene un instante para contemplar a su hija en silencio. La mirada de la madre (porque es su madre, sin duda) es idéntica. Yo no quiero perderme la escena. Soy un intruso; pero no me muevo. ¿Cuánto tiempo hemos estado así?
Decido alejarme, y entonces veo al anciano que está sentado en el banco. Es un mendigo que todas las tardes pide limosna junto a la confitería. Yo soy su cliente más fijo. Hoy, sin embargo, no me ve: parece extasiado con la niña y con su madre. Las mira con la misma dulzura, y sonríe un poco.
No quiero moverme. Se han detenido todos los relojes. La niña mira a la muñeca, la madre, a la niña; el viejo, a las dos… Y yo, que no sé lo que hago allí, sospecho que tengo ya en mi mirada un poco de esa ternura.
Entro en el portal. Dentro de unos minutos debo predicar una meditación. Creo que hablaré de la mirada de Dios.
2 comentarios:
Don Enrique, qué alegría. Aquí un gustador de lo suyo en MC. Bienvenido a la blogosfera.
Es una de las cosas más bonitas que he leído en m7ucho tiempo...
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