Al fin he terminado la jornada de
estudio y, quién sabe por qué, me siendo obligado a escribir algo en el globo.
Frente a mí, el tablero de la mesa de
trabajo parece un campo de batalla. Hay un pequeño ordenador, un monitor de 17
pulgadas conectado con un cable, un altavoz, dos libros pequeños de Teología y
uno más gordo de Derecho Romano, la funda de las gafas, la cruz de madera negra
que me regaló San Josemaría hace más de medio siglo, una imagen de la Virgen
Blanca, un atril, algunos folios y una caja de paracetamol. No me atrevo a
fotografiarlo todo y dirijo la cámara sólo a la esquina derecha. Allí están
sobre la base de la lámpara del escritorio, el búho Homero —todos mis búhos se
llaman así— y Moreno, el borrico más pequeño con su madre, Canela, que llevan
conmigo dos o tres años. En primer plano hay un burro nuevo que me trajeron los
reyes. Es un trabajo primoroso fabricado artesanalmente en madera de álamo por
un artista muy querido. Aún no tiene nombre el jumento, pero cualquier día se
me ocurrirá uno, le llamaré y si contesta, lo tendré por bautizado.
En la pequeña jarra de cerámica, que ya
no recuerdo quién me regaló, veo a otros tres homeros dibujados sobre fondo
azul. Ya veis, burros y búhos. Los búhos me hablan del asombro que, como bien
decían los clásicos, está siempre al comienzo de la sabiduría. Sólo quien sepa
admirarse de todo lo admirable, aunque sea muy corriente, querrá conocer más y
más; será como un niño preguntón, que no descansa hasta atrapar la verdad. El
gesto pasmado de los búhos me recuerda que debo hacerme pequeño y dejarme
deslumbrar por la belleza.
El borrico me trae recuerdos de
palabras oídas mi veces a San Josemaría: las orejas puntiagudas como antenas
para oír la voz del Amo, el trabajo escondido y silencioso de hacer girar la noria
sin ver el fruto. Y la perseverancia humilde de un animal modesto. Mi burro no
se parece nada a aquel Platero de Juan Ramón, que, según el poeta, era pequeño, peludo, suave; tan blando por
fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Mis borricos no
son mascotas de peluche, sino fibrosos animales de campo, duros por fuera,
fuertes para el trabajo y dóciles siempre.
Mañana, por fin, vuelvo al trabajo de
campo. Iré a Molinoviejo. Los burros y los búhos se quedan aquí.
11 comentarios:
La taza de los homeros le vino desde las Américas. Ahora que ya sabe el origen a ver si se acuerda de rezar por yomisma que falta le hace.
Ah, y mis borricos son tooooodos como el de Juan Ramón: Plateros.
😡
Muy bueno lo de los borricos, Tumisma! Jijiji
¿Los tuyos son Plateros, Yomisma? Los míos más bien dan coces.(Que no me oigan...En el fondo y a veces en la forma, son encantadoras)
Y mi buho?
Carolina
Los burros que me rodean tienen el apellido Platero. Así que es fácil visualizar. ;)
Nosotros si teníamos un borrico de verdad que enganchábamos al carro y nos llevaba y traía al campo, cuando eramos más pequeños nos subíamos al carro, otras veces si la carga de aceituna por ejemplo o de productos de la huerta era mucha le acompañábamos dando un paseo, como a un amigo. No recuerdo su nombre: era Burro o Borrico.
Eso si una vez regalé uno de hierro a mis padres pequeño con su nombre escrito: Aldebarán (nombre de estrella) que pusieron encima de la tele y por allí anda todavía. ¡Que buenos recuerdos!... ¡Caray! Adiosle
Si el gordo de Derecho Romano fue de Juan Iglesias, entonces lo consideraré verdadero colega y si no, nadie pierde nada, la vida sigue igual, pero es que ese nombre y esa obra me hacen recordar mis días de estudio, angustias y alegrías tras la actio quod metus causa propia de cualquier examen de Derecho Romano, o tempus, o mores!!!!!!!!!!!!!!
Pues de nombre orejas esta bien, no??
Por algo lo eligió el Señor para entrar en Jerusalén! Con la de caballos hermosos que hubiera podido poner a su disposición. Pero no, eligió un humilde burro...
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