Es cierto que las estrellas calculamos
a bulto el paso del tiempo. De hecho no tenemos relojes en el firmamento y,
como aquí casi nunca pasa nada, jamás sabe
una en qué día vive, ni de qué año,
ni mucho menos qué hora es, ni para qué sirve saberlo.
Pienso sin embargo que debieron de
pasar un montón de millones de siglos (mogollón decís ahora) ante de que
entablara mi primera conversación civilizada. Yo estaba clavada en un extremo
de la Galaxia, sola, sin nadie con quien hablar. Bien sabe Dios ─que lo sabe
todo─ que yo he sido siempre la mar de sociable, incluso charlatana. De ahí que
esperara impaciente a un interlocutor. Si no, ¿para qué me había concedido Dios
el don de la palabra? Eso pensaba por entonces mientras miraba una y otra vez a
lo negro que tenía frente a mí con la esperanza de que apareciera un cometa
errante, una estrella enana o un planeta perdido.
Hasta que vino el Ángel Gabriel. Él me
aclaró cuál iba a ser mi misión en el
firmamento, cargó mis baterías para la larga carrera espacial y me puso en
contacto con el departamento técnico correspondiente para ultimar los detalles.
Un ángel estilista me iluminó el cutis
hasta dejarlo hecho un sol y me vistió con una larga estela radiante para que los
hombres pudieran saber de dónde venía y en qué dirección volaba. El arcángel orfebre
hizo que la cola de mi vestido se convirtiera en plata repujada, y un serafín jovencito
la llenó de música para que las demás estrellas comprendieran la importancia de
mi misión. Era una melodía suave llegada del corazón mismo del Cosmos, que sólo
puede oírse en el Cielo; la misma melodía que oyen los bienaventurados cuando
suben hacia la Gloria y, según creo, la que unos pocos santos pueden percibir en
la tierra.
Terminada la preparación, Gabriel me
miró satisfecho:
─Ha llegado tu turno, Gelsomina ─me
dijo─. Es el Adviento.
Sentí la fuerza que me empujaba a
volar, y empecé la travesía.
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