No puedo terminar el día de hoy sin referirme a San Josemaría. Es su fiesta, su dies natalis, el día en que nació para Dios, en la Gloria.
Hace 32 años se nos fue al Cielo un Padre con miles de hijos e hijas. Cada uno de los que entonces éramos del Opus Dei recordamos dónde estábamos, qué hacíamos, en qué pensábamos en el instante en que nos dieron la noticia. Fue, quizá, el minuto más triste de nuestra vida.
Perdonadme el desahogo y el impudor. Yo aún siento el dolor de la herida y pido al Señor que no me la anestesie jamás.
He vivido con un santo: él me enseñó lo único importante que he aprendido. Me llamó al sacerdocio. Con él hablé de mi alma, pero también de literatura. Incluso me enseñó a poner los acentos.
Un día me dio un consejo:
—Cuando escribas algo que te gusta, guárdalo en el cajón un par de días. En el cajón lo que es bueno de “abonita” aún más. Lo malo se estropea.
Al marcharme de Roma, en una tertulia informal, en el jardín, dijo que me había criado a sus pechos. Tenía razón; pero, ya veis, uno sigue haciendo el ridículo.
(he configurado esta entrada para que no quepan comentarios. Entendedme, hablo de algo demasiado personal)