viernes, 9 de junio de 2023

Helena y el Kintsugi

 



—Hola, si quieres, podemos vernos.

Fueron sus primeras palabras cuando me telefoneó hace varios meses. Habíamos quedado en que me llamaría al llegar a Madrid, pero no reconocí su voz después de treinta años. Parecía imposible que la rubia quinceañera que conocí hace tanto tiempo hablase ahora con aquel timbre roto, envejecido y sin énfasis.

—¿Quién eres?

—Helena. Y tú eres don Enrique, ¿verdad?

Habíamos estado en contacto a través de mi blog y luego por whatchap y por correo electrónico. Así fue desde su primer mensaje, cuando, al cumplir 18 años, me comunicó escuetamente que se había ido de casa porque estaba harta de la dictadura del "novio" de su madre.

La historia no es especialmente agradable. La cuento ahora porque Helena ha leído Mundo Cristiano y me pide que lo haga.

—Pero no ponga mi nombre de verdad. Llámeme Helena, con hache. Siempre he querido llamarme así.

Tampoco contaré la historia entera. Os basta saber que a los 20 años se fue a los Países Bajos con un grupo de heavy metal. Allí empezó a tomar "pastillas" y a esnifar cocaína. Algo más tarde se separó del grupo, vagó por Europa, alquiló un cuartucho, creo que en Marsella, y empezó a "trabajar" como "chica de compañía de alto standing". Pero no dejó de escribirme.

Al fin regresó a Madrid. El Covid acababa de dar la cara y, su "negocio" se vino abajo gracias al virus. Quedó confinada en casa de Lola —así llama siempre a su abuela—. Pero no quiso hablar con su madre.

Durante más de un año no tuve noticias suyas. Hasta aquella llamada telefónica con la que he empezado estas líneas. Me dijo que estaba rota, y que lo suyo no se arreglaba con "cuatro consejitos piadosos y una bendición en latín".

Dos días después nos vimos en el parterre que hay junto a su parroquia. Volvió a decirme que estaba rota, despedazada, y yo le hablé del Kintsugi.

Kintsugi significa en japonés "carpintería de oro" y es una técnica centenaria nacida, según parece, en el siglo XV. Resulta que un tal Ashikaga Yoshimasa, shogun plenipotenciario de Japón, quiso reparar dos tazas de té rotas y pidió a unos artesanos del país que arreglaran el desperfecto salvando, en la medida de lo posible, la belleza original de la porcelana. Aquellos artistas unieron los fragmentos mediante un barniz de resina espolvoreado con oro. El efecto fue deslumbrante: las siluetas de las fisuras doradas daban a las piezas un aspecto único, original y sorprendentemente bello.

Este arte tan singular ha acabado por convertirse hoy día en una filosofía de vida. Se trata de aprovechar los defectos, las heridas, las cicatrices que nos  deja la vida, para renacer con nuevo ímpetu.

Helena me escuchó atentamente:

—Pero yo no soy de porcelana.

—Es verdad. Tú eres mucho más valiosa. Vales toda la sangre de Cristo. Y Dios es un artista infinitamente más grande que los que reparan tazas de té. Sabes de qué te hablo, ¿verdad?

—Sí. De la confesión. 

Aquí debo terminar el relato. Helena ha recuperado la sonrisa, y le he pedido que no hable a todo el mundo de su pasado. Ahora va por ahí diciendo que es una chica de oro. Supongo que le conté lo que me dijo hace años un buen amigo matador de toros cuando me enseñaba sus cicatrices.

—Cada una de estas cornadas son un error mío, porque el toro no se equivoca nunca. Él va a lo suyo. Pero si un torero no tiene cicatrices, a lo mejor ha toreado, pero solo de salón.

 


3 comentarios:

María Emilia dijo...

Que bonito Helena! El Espíritu Santo siempre sopla de un lado o de otro a veces en persona, suavemente o como viento huracanado solo hay que ponerse suelto y soltar amarras para volver a volar y subir al cielo o traer el cielo a la tierra. Quiero volar

Anónimo dijo...

Rezaré por ti Helena , Dios es padre Dios es amor y misericordia si le has encontrado eres la mujer más afortunada del mundo una joya nueva

Papathoma dijo...

Siempre que leo o escucho alguna de estas historias de retorno, me emociono. Cuántas gracias dará ahora Helena, porque se sentirá inmensamente amada. Espero que pueda reconciliarse con su madre que, seguro que tiene también muchas heridas que sanar.
Cuánto nos quiere Dios, ¿verdad? A veces me pregunto, cómo puede tener tanta paciencia conmigo, Pero claro, su Amor es infinito. Eso lo explica todo.