Han llegado puntualmente y yo he salido a la terraza para escuchar sus gritos. Llevaba años sin oírlos. Pensé que se habían olvidado de mí o que el cambio climático los había desterrado a otras latitudes, pero la culpa era de mis viejos tímpanos, incapaces de captar las voces afiladas de estos viajeros chillones del aire. Ahora, con mis audífonos recién estrenados, me asomo cada día al balcón para escuchar los sonidos de la calle: las obras del Santiago Bernabéu, los rugidos de los aficionados cuando hay fútbol en el barrio; las sirenas de las ambulancias y de la policía, las conversaciones de los chavales que montan un modesto botellón en el parterre de enfrente… Todo me suena a nuevo; pero sobre todo la danza aérea de los vencejos.
Unamuno escribió un largo y melancólico poema sobre el eterno retorno de estos pájaros negros siguiendo la estela de Bécquer y sus oscuras golondrinas: con ritmo de saeta, ritmo yámbico, los versos vivos de su vuelo tejen, chillando la alegría de sentirse vivientes…
Hace unos días hablaba de los vencejos con un buen amigo. Pongamos que se llama Juan. Creo que me puse pesado con mi pedantería pajaril. Le contaba que los vencejos son puro vuelo, que su cuerpo es diminuto pero le nacen unas alas enormes, afiladas como puñales que arañan las nubes negras de la primavera. Su vida es el aire. Solo se posan una vez al año para poner un par de huevos en alguna pared vertical. Y en cuanto sus polluelos aprenden a navegar, vuelan a África chillando, sin tocar el suelo.
—Pero bajarán a tierra alguna vez…
—Si lo hicieran no podrían levantarse y morirían. Los llaman apodiformes porque tienen unas patas tan cortas que no les sirven como punto de apoyo. Sus enormes alas no conseguirían despegar por sí solas. Los vencejos viven, duermen, comen y se emparejan en el aire. También juegan y hacen carreras —lo he visto más de una vez— y alcanzan velocidades increíbles.
Juan escuchaba aparentemente interesado mi pequeña disertación.
—Y ahora viene la moraleja.
—Me temo que sí. Porque mientras charlábamos me he acordado de los insectívoros que anillaba hace años en la Sierra de Madrid. Yo tenía una red finísima de seda casi invisible donde los pajarillos caían como moscas. Y cuando la víctima era un vencejo,lo depositaba con cuidado en el suelo. El pájaro daban aletazos tratando de remontar el vuelo, pero sus esfuerzos eran inútiles. Una vez anillado, lo agarraba con dos dedos y lo ponía en la palma de mi mano. Un empujoncito para animarlo, y salía disparado como una bala.
—Me parece que sé por dónde vas…
—No somos muy diferentes de los vencejos. Podemos volar muy alto y sabemos que en la altura se encuentra el sentido de nuestra vida; pero alguna vez caemos o incluso nos precipitamos al barro voluntariamente. En estos casos, ¿seremos capaces de volver al cielo sin ayuda? Yo ahora sé que no puedo, pero tú, como eres muy joven...
—Es verdad —me responde Juan—. El pecado nos atrapa y trata de hundirnos aún más en el barro hasta hacernos perder la esperanza. Por tanto necesitamos una mano que nos eleve y nos dé el empujoncito definitivo. Hasta ahora, tú siempre has sido para mí esa mano.
—En realidad es Dios quien nos saca del agujero, pero si me dejas, seguiré poniendo la palma de mi mano con una condición: con que tú me devuelvas el favor si algún día me encuentras tirado en el barro.
2 comentarios:
Cualquiera de nosotros podríamos ser Juan.
Muchas gracias por los empujones que a veces nos da desde el globo
¡Don Enrique!
¡Que esta tarde se ha colado (por accidente, seguro) un vencejo en mi cuarto de baño!
Se debió colar por el ventanuco. Lo encontró Marta en la repisa de la bañera, pobrecillo. (Y vaya susto se dio ella también).
Lo recogí con mucho cuidado y lo llevamos a la terraza, donde simplemente extendí el brazo y abrí la mano. En cuanto el pajarete notó que podía abrir y batir las alas, él solo se dejó caer al vacío y cruzó la urbanización volando en un santiamén.
Visto de cerca, érase un pájaro a unas alas pegado. Me ha gustado mucho y me he acordado de usted.
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