
Cuando
yo estudiaba el bachillerato—allá por el Pleistoceno— la mayor parte de las
películas incluían una advertencia justo antes de que apareciera el león de la
Metro: los personajes y hechos retratados
en esta película son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas
verdaderas, vivas o muertas, o con hechos reales es pura coincidencia.
Siempre
pensé que aquel letrero era muy oportuno. Uno se acomodaba en la butaca y se
disponía a ver la peli bien provisto de cacahuetes (aún no se habían popularizado
las palomitas) con la seguridad de que iba a sumergirse en un mundo de fantasía
alejado de la tediosa vida cotidiana. Durante hora y media reíamos, llorábamos,
disparábamos a los malos, huíamos de los indios, descubríamos asesinos o nos asustábamos
con los monstruos de moda sin miedo a confundirnos. Lo único real —y no mucho—
era el NODO. Dos horas después salíamos del cine como zombis, pero felices
porque nos habían contado historias imaginarias llenas de emoción nacidas de la
fantasía de un guionista genial capaz de crear vidas. No importaba la calidad
artística del film ni la nitidez de la imagen. Con un carromato viejo y tres
actores Federico Fellini hizo La Strada
y sedujo a medio mundo, incluso a la academia de Hollywood, que le otorgó el
óscar a la mejor película. Años antes, Ingrid Bergman y Humphrey Bogart
llenaron las pantallas con solo su talento y el ingenio del guionista de Casablanca.
¿Cuándo
empezó la crisis? Yo creo que la culpa fue de Supermán. Un día nos presentaron
a un tipo vestido de hortera que volaba a toda pastilla y nos quedamos boquiabiertos.
Enseguida aparecieron las naves espaciales, los dinosaurios, los viajes en el
tiempo, los extraterrestres y toda una retahíla de efectos especiales destinados
a idiotizar al personal. ¿Quién necesitaba ya de guionistas? El ingenio fue sustituido
por el impacto de la imagen cada vez más agresiva e insólita.
Han
pasado los años, y los efectos especiales ya no impresionan a nadie. Ahora somos
capaces de ver como destripan en directo a un tipo mientras devoramos un plato
de spaghetti con tomate. Sería un
buen momento para volver a la fantasía, para recuperar a los creadores de sueños;
pero lamentablemente los viejos guionistas han desaparecido. Ya casi nadie sabe
contar historias, y en los films suele haber un letrero muy distinto al de los
años 50: esta película está basada en
hechos reales.
¿Hechos
reales? ¿Quién necesita que le cuenten por segunda vez historias conocidas
envueltas en un celofán políticamente correcto? Conmigo que no cuenten. La
mayor parte de esas películas carecen por completo de ingenio. Casi siempre
conocemos el final antes de comenzar a verlas, y aburren a las ovejas, entre
las que probablemente me encuentro.
Hace unos
meses el gran Enrique García-Máiquez, poeta, ensayista, profesor, amigo y
tocayo, presentó en Madrid su último libro: "gracia de Cristo", un
recorrido por distintos pasajes evangélicos en los que se revela el buen humor
del Señor, su "gracia" con minúscula, que sirve a Jesús para darnos
la Gracia con mayúscula. Tiene razón el poeta: Cristo sonríe y nos hace reír;
gasta bromas, cuenta historias surrealistas, como la de los invitados que por
no asistir a una gran boda matan a los que tratan de llevarlos al mejor
banquete de sus vidas. Incluso camina sobre el mar y da un susto de muerte a los apóstoles, que lo
confunden con un fantasma; seca higueras y pesca denarios en el río para pagar sus
impuestos…
Ahora
que empieza el verano trataré de sortear las olas de calor releyendo el libro
de Enrique. No quiero más pelis basadas en hechos reales. Elijo la fantasía
como el mejor camino hacia la realidad.
