Mis charlas con Andrés se prolongaron casi dos meses, y su conversión fue lenta, podría decir que muy “natural” si no fuera porque la acción de Dios se notaba de día en día.
Una tarde —recuerdo que estaba anocheciendo— reconoció que tenía miedo a la muerte. No sólo al dolor, como había sostenido hasta ese momento, sino a “lo que venga después.”
Me dijo que había empezado a recordar el catecismo que estudió en la escuela cincuenta años atrás. Y repitió de memoria unos cuantos puntos del Ripalda. Parecía recitarlos en broma, remedando el soniquete de un niño, pero de pronto se quedó serio:
—No sé… Creo que volver ahora a la Iglesia sería perder la dignidad.
—¿Tú crees? Te voy a leer una historia.
Leí muy despacio la Parábola del hijo pródigo, y él mismo descubrió lo que yo pensaba decirle: que el hijo pequeño regresó a la casa no porque hubiese descubierto la maldad de su pecado o el amor misericordioso del padre, sino, simple y llanamente, porque tenía el estómago vacío: “¡cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre!”.
El hijo pródigo —concluimos— supo tragarse el orgullo y no tuvo inconveniente en perder la “dignidad” al pedir a su padre que le tratara como “al último de sus jornaleros”. A Dios le basta con un arrepentimiento así de miserable: Él sabe que la verdadera contrición llega después, cuando uno siente el abrazo del Padre que comprende y perdona.
* * *
Valgan estos tres asteriscos para omitir lo que sucedió aquella tarde y en sucesivos días en el alma de Andrés. Sólo Dios y él lo conocen. El cura, también sabe algo, pero lo olvida todo: incluso aquello que podría contar.
Desde entonces le llevé la comunión cada mañana. La primera vez fue una fiesta. Después de la acción de gracias, lo celebramos mano a mano con un reserva de Rioja que guardaba para las ocasiones solemnes.
Unos días más tarde llegué con todo lo necesario para la Santa Misa. La fiesta fue aún mayor, a pesar de que el deterioro físico de mi amigo era ya muy acusado. Al terminar, recibió la Unción de los enfermos.
Falleció un domingo a las seis y media de la tarde. Yo había quedado en verle a las siete. Le acompañaba Juan, su único hijo, que acababa de llegar de Brasil, donde aún reside. La mujer de Andrés estaba en el cine "con unas amigas".
Juan me entregó dos regalos de parte de su padre: el carnet del Partido, roto por la mitad y la bandeja de plata. El carnet aún lo conservo. La bandeja pertenece ahora a un convento de monjas. Creo que la emplean en algunas ceremonias litúrgicas.
* * *
Supongo que comprendéis por qué he sido telegráfico en el relato, y por qué, a pesar de todo, he querido recordarlo aquí: en éste como en otros muchos casos, el cura se sabe muy poca cosa. Dios lo hace todo. Uno se limita a escuchar y a aprender. Y a ser un pobre instrumento.
Es grande ser cura, sí. ¿Os imagináis lo que significa llevar a una persona hasta la meta, prepararla para el último viaje y despedirla aquí abajo? Ahora sé que, cuando me toque a mí dar el salto a la vida eterna, Andrés me estará esperando en la puerta de entrada.
9 comentarios:
¡Aleluia!
He puesto un enlace en mi blog D.Enrique, siempre me han gustado sus escritos.
Oiga! Encomiende a los chavales de 4º de Eso, que hoy tienen que superar mi examen...
Y tú no seas duro, Ricardo. Cada suspenso será un fracaso tuyo.
Sin duda, el miedo a la muerte, el vacío de la incertidumbre, es un buen catalizador de la conversión espontánea. No te quito el mérito. Tampoco a tu Dios, si es que existe.
Desde mi perspectiva, sólo me queda quitarme el sombrero por tu entrega personal y tu generosidad.
Saludos
No te quites el sombrero, amigo Tato, que el sol aprieta y se te pueden quemar las neuronas.
Y repito "mi" Dios es el tuyo.
Es una historia super-duper. Qué pena que se vaya arrinconando en este blog.
El ser cura está muy bien, pero también hay quienes, sin ser curas, encarrilan a gente como Andrés. Luego viene el cura y parece que todo lo hubiera hecho el cura.
Magnífico. Esto anima a cualquiera.
Ese Padre bueno que TODOS los días salía al camino y miraba a ver si le veía venir de lejos. Es grande ser cura, sí, y es grande ser cristiano. Ah claro, y una responsabilidad. Pero ¿ve? eso es el ciento por uno, ¿no? y además la vida eterna. Impresionante la historia. Ese es el jornalero al que el Señor salió a buscar a última hora de la tarde y convino con él la misma paga: la vida eterna.
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