San Josemaría Escrivá aludió más de una vez a Tartarín de Tarascón, aquel soñador de safaris, perpetuo quijote sin suerte y sin valor, que, a falta de cotos más exóticos, acabó buscando leones por los pasillos de su casa.
San Josemaría solía recordar esta historia para prevenirnos contra la tentación de pasarnos media vida esperando la oportunidad de realizar alguna hazaña extraordinaria o heroica. Semejante actitud lleva al fracaso: el verdadero heroísmo, nos decía, debe manifestarse en la vida ordinaria, y se construye como los grandes edificios, piedra a piedra, es decir, a base de cosas pequeñas, de minúsculos vencimientos cotidianos, que, realizados por amor de Dios, “convierten la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico”.
De esto hablábamos Juan y yo el día 5 de octubre a media tarde junto a la puerta de la Basílica de San Pedro, en Roma. Estábamos en vísperas de la canonización de Josemaría Escrivá, y ya había tenido ocasión de dar y recibir docenas de abrazos a otros tantos amigos llegados de todo el mundo.
Juan me reconoció inmediatamente a pesar de que llevábamos casi cuarenta años sin vernos. A mí me costó más, pero unos segundos después ya habíamos repasado nuestras respectivas andanzas desde que nos perdimos de vista en tercero o cuarto de carrera.
—No soy de la Obra todavía, me dijo; pero Elena, mi mujer, anda muy cerca y se ha empeñado en traerme a Roma.
Me habló de sus problemas económicos —¿quién no los tiene?— de sus sueños más o menos frustrados y de sus cuatro hijos. Aquí, no sé cómo, salió la historia de Tartarín de Tarascón.
—No le des vueltas —le estaba diciendo— no hay leones en el pasillo.
En ese momento nos interrumpió una voz femenina:
—Pues te aseguro que en mi pasillo sí que hay.
Era Elena, que se acercaba con sus hijos.
—Te presento a tres de mis leones…
El más menudo medía cerca de 1,90.
Sentados en la terraza de una pizzería, la elocuente y sonriente Elena terminó por ilustrar su tesis sobre la fauna salvaje que se asienta en los pasillos de las viviendas urbanas.
—¿Leones? ¡Y serpientes, elefantes, ratas y hasta insectos venenosos!
—Bueno, chica, tampoco es para tanto —intervino Juan, que escuchaba fascinado—.
Pero ella insistía con toda la razón del mundo en que esa vida ordinaria no es tan plácida como parece: que en los pasillos hay fieras de todos los colores.
—¿Por ejemplo?
—La hipoteca de la casa; la cisterna que se rompe cada cuatro días y nos deja el piso hecho un cromo, las broncas del vecino, las notas del pequeño…
—Jo, mamá…
—Tú te callas, que te hemos traído a Roma porque se ha empeñado tu padre, que si no, a buenas horas…
No parecía fácil meter baza en el monólogo de Elena. Añadió a la lista el precio de los colegios, los caprichos de la niña y mil cosas más que no soy capaz de recordar.
No creáis que Elena es una esas personas quejumbrosas de las que ya escribí en otro artículo. Al contrario, al escucharla, se diría que le encanta pelear con los leones domésticos que iba enumerando.
La conversación cambió bruscamente de sentido cuando aparecieron los helados. De vuelta al hotel hilvané mentalmente este artículo.
Tenía razón la “incallable” Elena: los leones de Tartarín son unos pobres animales soñolientos, prácticamente inofensivos si los comparamos con los que uno tiene que lidiar en el tajo diario. Conviene recordarlo porque también hay idealistas de la vida ordinaria, que sueñan con una rutina plácida y sin sobresaltos. Son como esos seres incorregiblemente urbanos que, cuando van de excursión al campo, se quejan de las moscas, de las hormigas y hasta de la suculenta arena que suele incorporarse a la paella.
Esta es la vida corriente, cuya grandeza exaltó el santo que la Iglesia acaba de canonizar. Es áspera y cruda; no se parece en nada al mundo de Walt Disney. Por eso puede ser camino de santidad.
En una de sus homilías San Josemaría lo decía así: “también en los momentos actuales andan muchos leones sueltos, y nosotros hemos de vivir en este ambiente. Leones que buscan a quien devorar”
Y, en 1949, al dedicar un ejemplar de Camino a Don Álvaro del Portillo, escribió: “Para mi hijo Álvaro, que, por servir a Dios, ha tenido que torear tantos toros.”
Y algún que otro león, supongo.
No me llaméis "blog". Soy un globo que vuela a su aire, se renueva cada día y admite toda clase de pasajeros con tal que sean respetuosos y educados, y cuiden la ortografía. Me pilota desde hace algunos años un cura que trata de escribir con sentido sobrenatural, con sentido común y a veces con sentido del humor.
martes, 12 de junio de 2007
Los leones del pasillo
Me pregunta Juan Luis el porqué del título que puse a mi último libro: "un safari en mi pasillo". Basta con leer la contraportada para entenderlo, pero además he encontrado en el congelador este artículo que escribí en el vuelo Roma- Madrid al día siguiente de la canonización de San Josemaría. Es un refrito oportuno.
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13 comentarios:
Me ha hecho gracia. Yo soy un ejemplar de "ser incorregiblemente urbano". Soy nieta de mi abuelo, que solía decir "¡con lo bien que se come en casa...!"
Eso sí: si hay que ir, se va. Que no está reñido lo uno con lo otro. Y me encanta la idea del safari. Creo que desde hoy me pondré a "jugar" con mis leones y serpientes cotidianos.
Muy bueno don Enrique. Me ha hecho pensar en mis leones de hoy. Acabo aquí y apunto el primero.
BRAVO.
Muy bueno, sí señor. Eso es tomarse la vida con el realismo más crudo y el más ilusionado de los optimismos.
Por cierto, el otro día me encontré una culebra; no por el pasillo, pero sí mientras circulaba por el carril bici, en un tramo que bordeaba uno de los barrios deprimidos de Sevilla, Los Pajaritos. ¡Qué susto me dio, le metí un acelerón a la bici que por poco le desencajo los pedales!
Ya se sabe, en Sevilla una culebra es mal asunto: ¡la bicha!
Gracias Don Enrique por este blog. Le he leido muchas veces en Mundo Cristiano, pero hoy...¡sorpresa! He descubierto este rinconcito. Ayudan muchisimo sus palabras. A veces es dificil ir contracorriente,luchar contra tantos obstáculos cada día. Pero no es imposible, no? Seguiré por aqui. Me repito: Gracias.
Buenas tardes!
Últimamente me preocupa la EpC... ¿cómo enfrentarse a ese león? ¿Plantarle cara para machacarlo, o transformarlo en un minino inofensivo?
Mi gen suicida me dice "¡objeta! ¡objeta!". Otros más sensatos que yo aseguran que no es tan fiero el león como lo pintan, y que se puede cristianizar la EpC en plan infiltrado, y que los inspectores harán la vista gorda.
Pero claro, tolerar la EpC en un centro a sabiendas de que el inspector hará la vista gorda, supone condenar a otros centros con inspectores menos "permisivos". Que además serán la "parte del león".
Hay que ver las cosas que uno se plantea. ¡Y eso que aún no estoy en la fase de cambiar pañales!
Yo supongo y espero, querido Bernardo, que cuando tu hijo haya dejado los pañales, la famosa asignatura habrá pasado a la historia.
Mientras tanto, yo objetaría, por supuesto.
D. Enrique, ayer me contuve. Ando todo el día pidiendo. Hoy no puedo evitarlo. Ayer mi "fierita" mayor cumplió siete años. Es un campeón. No deje de encomendarnos. Puede poner un asterisco en su agenda electrónica: "Cumpleaños fierita anónimo pidón". O lo que quiera.
Los Safaris molán.
¡Eso, eso, los safaris molan! ¡Pero mándenos unas cuantas mangostas, porfa!
A todo esto, ayer hubo una conferencia sobre la tal Educación para la Villanía aquí en Sevilla. Y no pude ir por una confusión de horarios, pero dicen que estuvo bien. Bueno, ahí queda.
Sembrado, si señor.
Pero con la foto hoy no ha habido lucimiento...
Ha sido el gato quien me ha animado a escribir por primera vez. Es genial la expresión de fastidio del minino... o del león.
Me muero con el "león" con casco de guerrero. Es auténtico.
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