viernes, 8 de junio de 2007

Si apruebo la selectividad




Otro artículo recién descongelado. Parece que fue ayer.





Ya escribí una vez, remedando a Heráclito, que nadie da clase dos veces en la misma aula; que los alumnos son como un río que cambia cada instante, que a veces se remansa y a veces fluye impetuoso, pero siempre —cada día, cada minuto— nos abandona.

Este estupendo oficio es un poco cruel. Uno tiene que echar el corazón a ese río, porque sólo así es posible entender a los chicos y acompañarlos por un tiempo. Lo malo es que se van, su corazón es del agua y se despega del nuestro sin el menor esfuerzo. Entonces nos quedamos solos y hemos de volver a empezar.

—¿Qué vas a hacer este verano?

Fernando me mira como si le hablara de algo muy remoto.

—Si apruebo la selectividad…

Casi todos anteponen la misma frase, como si “la selectividad” fuese un muro que les impidiera mirar al otro lado.

—¿Si apruebo la selectividad? —me dice Elizabeth—…, me voy a México con la novia de mi hermano.

—Pues yo, si apruebo —interviene otra— iré al pueblo de mis abuelos.

—¿Y si no apruebas?

—También. Qué remedio.

Mientras escribo, aún andamos en la etapa de los agobios y los sudores fríos.

—Me van a cargar en todas, tío —gemía afligido un chaval antes del último examen—. Es que no sé nada. Estoy en blanco…

Dos horas después volvía al mismo pasillo:

—Una cerdada. Lo sabía todo, y me pregunta lo único que no toca nunca. Una guarrada…

Lo escribí otra vez: en junio bastan unos minutos para pasar de la humildad más rendida a la soberbia más furiosa.

A Rafa, un melenas de 1,90, me lo encontré llorando sin el menor pudor en un banco del jardín, flanqueado por dos chicas que trataban de consolarlo.

—¿Qué te pasa?

—Se ha salido del examen —me aclara una, mientras él sigue haciendo pucheros—. Le ha dado un yuyu y se ha quedado en blanco.

La cosa tuvo remedio. Rafa es buen estudiante, y llevará a la selectividad una media de sobresaliente. De paso habrá aprendido a no quedarse en vela toda la noche en vísperas de exámenes.

—¿Y este verano, qué vas a hacer?

—Si apruebo la selectividad, me voy a Polonia.

—¿Y usted dónde va de vacaciones? —me pregunta Sandra—.

—Bueno —le contesto—, si apruebo la selectividad…

Sólo es una broma a medias. Tanta referencia a la selectividad me ha traído a la memoria aquella Misa que el Santo Padre celebró en la Basílica de San Pedro a miles de universitarios de Roma. Fue, si no recuerdo mal, en la Cuaresma de 1979.

Yo estaba entonces allí y aunque no recuerdo sus palabras, tengo bien presente el contenido de la homilía. Habló del sentido de la vida, de la necesidad de convertirse y de la presencia, siempre próxima, de la muerte. Los chicos parecían beber cada palabra del Papa cuando les dijo que la existencia humana se parece a un curso académico: Hay un comienzo, un final, un examen y unas vacaciones eternas para quien haya superado esa última prueba. Claro que también es posible el suspenso, incluso sin septiembre, porque Dios no quiere salvarnos sin nuestra cooperación.

Recordando aquel discurso, y con la selectividad al fondo, hemos organizado en el patio algo así como una tertulia con bolsas de patatas fritas.

A Javier le parece “una pasada” que Dios haya “puesto un solo examen final donde se ve todo de golpe, sin recuperación”.

Intento responder, pero se me adelanta María, que tiende a ser mi cómplice en estas ocasiones:

—A mí lo que me parece alucinante es que ese examen final sea tan fácil: primero, porque el que te examina es amigo tuyo y está deseando aprobarte. Y segundo, porque es un juicio muy especial en el que incluso se pueden destruir pruebas.

Javier la mira como diciendo que de qué va.

—Creo que María está hablando de la Confesión… El examen final es un chollo si a lo largo del curso te dejan eliminar materia. Eso es lo que se consigue con la Confesión frecuente. Lo que está perdonado, no va para la selectividad.

—Bueno, pero algo, algo, sí que quedará.

—Las cicatrices. Pero estaremos orgullosos de ellas como lo están los toreros. Ellos son conscientes de que cada cornada que reciben es un error suyo, no del toro. Pero al que no tenga el cuerpo bien cosido le falta algo: probablemente sólo ha toreado de salón.

—Vale tío… —interviene otro, que estaba muy callado—, ¿entonces qué vais a hacer este verano?

—Sudar —concluye Rafa—.




8 comentarios:

Anónimo dijo...

No se me había ocurrido preguntarme qué voy a hacer este verano. Algunos días me iré de vacaciones, pero el resto de los dias... lo mismo ó parecido que en invierno. Deduzco que dejé los estudios hace mucho tiempo. Haga lo que haga, intentaré seguir preparando mi selectividad. Porque espero que el exámen sea distinto para cada uno... si no, cateo seguro.

Ángel dijo...

D. Enrique, con su permiso le he puesto como enlace en mi blog. Gracias

Néstor dijo...

Y a mi, ¿que me parece imposible que Dios -en su infinita bondad- no haya establecido un recurso de apelación tras el juicio final? No sé, algo habrá...

Juanan dijo...

Yo lo que digo siempre es que en el Cielo entra quien quiere. Pero hay que querer.

¡Y quien no sepa qué hacer que se vaya a un campo de trabajo voluntario! Hace falta mucha mano de obra joven, vigorosa e ilusionada. Y por lo visto, es una experiencia impactante. Yo tengo claro dónde voy.

Anónimo dijo...

Por aquí nos vendría bien un sacerdote como usted, que pena que,no lo bueno, lo exquisito, no abunde, desde luego con muchos "monasterios" como usted la Iglesia sería "el partido más botado".Pekeña.

Cristian dijo...

¿Que haré este verano? Ni idea... aún no comienza ni el invierno por acá... Bendiciones.

Enrique Monasterio dijo...

Pekeña, no digas tonterías, porfa

Anónimo dijo...

Padre, D. Enrique. me ha servido mucho leer esto, especialmente en un momento tan difícil.
La Providencia me ha hablando ahorita mismo, por medio de usted.
Gracias.