viernes, 30 de junio de 2023

Diario de Molinoviejo (I)


El autillo 

He vuelto a Molinoviejo. Serán unos días de descanso activo. Predicaré cada mañana a un grupo de mujeres que hacen un curso de formación en esta casa. Luego me echaré los prismáticos al hombro y trataré de encontrarme con los pájaros  recién llegados del sur. Los tengo un poco abandonados y a lo mejor no se acuerdan de mí. En el pasado hice muy buenas migas con las oropéndolas, los abejarucos y, sobre todo, con el autillo que cada noche se sitúa a pocos metros de mi ventana.

El autillo es el búho más pequeño de Europa. Apenas mide veinte centímetros de altura, pero su canto —un silbido aflautado, repetido cada dos o tres segundos— resulta inconfundible.  Verlo ya es otra cuestión. El pájaro se mimetiza magistralmente entre las ramas de los árboles.

Esta noche ha vuelto y yo estaba preparado para recibirlo. Comenzó su conversación nocturna a las diez en punto y yo le respondí desde mi teléfono móvil con una grabación. Nada más oír el primer silbido, el autillo se quedó en silencio. Seis segundos después se reanudó el diálogo y la serenata se puso interesante. El autillo se fue acercando a la ventana, y al fin pude verlo durante unos segundos. Él también me miró con sus penachos enhiestos y sus ojos pasmados.

¿Volverá esta noche?


martes, 13 de junio de 2023

Por 2 pesetas

 

 

“Mundo Cristiano”, la publicación en la que escribo desde 1992, acaba de cumplir 60 años. Con ese motivo, el director me sugirió que redactara “algo simpático” para mi columna del mes de abril. No me resultó difícil. Hasta ahora he sido un colaborador fiel y puntual. Solo fallé una vez y fue por una causa justificada. Había sufrido un episodio cardiaco, y en la UCI no parecía fácil trabajar con el ordenador.

Por otra parte, aunque no estuve en el nacimiento de la revista, creo que fui uno de sus primeros y más apasionados lectores. Así que me puse frente al teclado y en algo más de media hora logré revivir esta vieja y verídica historia:



Mi abuelo Eugenio, que era hombre sabio y sentencioso, me dijo en cierta ocasión que no me fiara de los recuerdos. Sobre todo de los que parecen más firmes. Acababa de contarme una de sus batallitas, y se conoce que no estaba muy seguro.

—Cuanto más colorido tengan más fácil es que te engañes —añadió—. La imaginación hace milagros y es útil para escribir novelas, pero no conviene seguirle demasiado el juego.

Yo sé muy bien que la memoria es tramposa y optimista, al menos la mía. Además han pasado 60 años; pero mis recuerdos de aquella etapa están esculpidos a todo color; son nítidos y tienen música, letra y aroma de azahar.

Era el año 1963 y yo vivía en Sevilla a punto de terminar la carrera de Derecho. En la "Fábrica de Tabacos", sede de la Universidad, conocí a Felipe, un tipo simpático, brillante y generoso. Podíamos haber sido amigos y estoy casi seguro de que me tomé con él mi primera cerveza andaluza. Lástima que  no sintonizáramos. Él frecuentaba las "Hermandades Obreras de Acción Católica" —la HOAC—  y a mí no me iba demasiado el plan. Con el tiempo Felipe se convirtió en Presidente de Gobierno, y su amigo Alfonso, que también andaba por allí, le siguió hasta la Moncloa. En aquella época Alfonso lucía una barba encrespada  y furiosa, negra como el carbón.

Mi amigo del alma era Ramón Pi, un prometedor periodista recién salido del cascarón, que empezaba a trabajar en el ABC de Sevilla. Por entonces firmaba con dos apellidos como los árbitros de fútbol: "Pi Torrente". Además jugaba a baloncesto en alguna liga local y él mismo redactaba las crónicas de los partidos elogiando su actuación en la pista sin el menor empacho. ¿Recuerdas, querido Ramón, aquella larguísima copla que redactamos a medias remedando las de Jorge Manrique a la muerte de su padre? Era un poema divertido, respetuoso y pienso que inteligente, dedicado a un conocido ministro del Gobierno que había prometido terminar con la censura elaborando una ley de prensa liberalizadora; pero el proyecto se demoraba en exceso y hubo alguna que otra manifestación.

Todo esto no tiene demasiada importancia, pero me apetecía recordarlo. Lo verdaderamente importante era el fenómeno de "El Cordobés", un novillero frenético y heterodoxo que parecía jugarse la vida en cada faena  con su salto de la rana y su falta de respeto al morlaco.

—Cuando tome la alternativa se le acabarán los jueguecitos —pontificaba mi amigo Manolo—. A ver qué hace cuando le pongan delante un toro de media tonelada…

En la primavera falleció en Roma el Papa Juan XXIII. No fue una muerte inesperada, pero los sevillanos le tenían un cariño especial porque sonreía y era como un abuelo socarrón y cercano.

Poco antes, allá por el mes de febrero, vi en un quiosco de la calle Sierpes una revista nueva con muy buena pinta:

—La dirige el cura de la tele —me informó la quiosquera—.

—¿Y se vende?

—Una hartá

"El cura de la tele" era Jesús Urteaga, que casualmente fue también capellán de Gaztelueta, mi cole de toda la vida. Así que compré un ejemplar por 2 pesetas, o sea, 0,0060 euros, y la leí de punta a cabo.

—¿Mundo Cristiano? Con ese título no durará mucho —profetizó alguien—.

Yo me sentí obligado a defender la revista con el entusiasmo y la vehemencia de mis 21 tacos. Hice propaganda por todas partes, y expliqué con ocasión y sin ella que Mundo Cristiano haría historia.

Ya veis, han pasado 60 años y aquí seguimos.


 

viernes, 9 de junio de 2023

Helena y el Kintsugi

 



—Hola, si quieres, podemos vernos.

Fueron sus primeras palabras cuando me telefoneó hace varios meses. Habíamos quedado en que me llamaría al llegar a Madrid, pero no reconocí su voz después de treinta años. Parecía imposible que la rubia quinceañera que conocí hace tanto tiempo hablase ahora con aquel timbre roto, envejecido y sin énfasis.

—¿Quién eres?

—Helena. Y tú eres don Enrique, ¿verdad?

Habíamos estado en contacto a través de mi blog y luego por whatchap y por correo electrónico. Así fue desde su primer mensaje, cuando, al cumplir 18 años, me comunicó escuetamente que se había ido de casa porque estaba harta de la dictadura del "novio" de su madre.

La historia no es especialmente agradable. La cuento ahora porque Helena ha leído Mundo Cristiano y me pide que lo haga.

—Pero no ponga mi nombre de verdad. Llámeme Helena, con hache. Siempre he querido llamarme así.

Tampoco contaré la historia entera. Os basta saber que a los 20 años se fue a los Países Bajos con un grupo de heavy metal. Allí empezó a tomar "pastillas" y a esnifar cocaína. Algo más tarde se separó del grupo, vagó por Europa, alquiló un cuartucho, creo que en Marsella, y empezó a "trabajar" como "chica de compañía de alto standing". Pero no dejó de escribirme.

Al fin regresó a Madrid. El Covid acababa de dar la cara y, su "negocio" se vino abajo gracias al virus. Quedó confinada en casa de Lola —así llama siempre a su abuela—. Pero no quiso hablar con su madre.

Durante más de un año no tuve noticias suyas. Hasta aquella llamada telefónica con la que he empezado estas líneas. Me dijo que estaba rota, y que lo suyo no se arreglaba con "cuatro consejitos piadosos y una bendición en latín".

Dos días después nos vimos en el parterre que hay junto a su parroquia. Volvió a decirme que estaba rota, despedazada, y yo le hablé del Kintsugi.

Kintsugi significa en japonés "carpintería de oro" y es una técnica centenaria nacida, según parece, en el siglo XV. Resulta que un tal Ashikaga Yoshimasa, shogun plenipotenciario de Japón, quiso reparar dos tazas de té rotas y pidió a unos artesanos del país que arreglaran el desperfecto salvando, en la medida de lo posible, la belleza original de la porcelana. Aquellos artistas unieron los fragmentos mediante un barniz de resina espolvoreado con oro. El efecto fue deslumbrante: las siluetas de las fisuras doradas daban a las piezas un aspecto único, original y sorprendentemente bello.

Este arte tan singular ha acabado por convertirse hoy día en una filosofía de vida. Se trata de aprovechar los defectos, las heridas, las cicatrices que nos  deja la vida, para renacer con nuevo ímpetu.

Helena me escuchó atentamente:

—Pero yo no soy de porcelana.

—Es verdad. Tú eres mucho más valiosa. Vales toda la sangre de Cristo. Y Dios es un artista infinitamente más grande que los que reparan tazas de té. Sabes de qué te hablo, ¿verdad?

—Sí. De la confesión. 

Aquí debo terminar el relato. Helena ha recuperado la sonrisa, y le he pedido que no hable a todo el mundo de su pasado. Ahora va por ahí diciendo que es una chica de oro. Supongo que le conté lo que me dijo hace años un buen amigo matador de toros cuando me enseñaba sus cicatrices.

—Cada una de estas cornadas son un error mío, porque el toro no se equivoca nunca. Él va a lo suyo. Pero si un torero no tiene cicatrices, a lo mejor ha toreado, pero solo de salón.

 


domingo, 4 de junio de 2023

La parábola de los vencejos

 

 


 

Han llegado puntualmente y yo he salido a la terraza para escuchar sus gritos. Llevaba años sin oírlos. Pensé que se habían olvidado de mí o que el cambio climático los había desterrado a otras latitudes, pero la culpa era de mis viejos tímpanos, incapaces de captar las voces afiladas de estos viajeros chillones del aire. Ahora, con mis audífonos recién estrenados, me asomo cada día al balcón para escuchar los sonidos de la calle: las obras del Santiago Bernabéu, los rugidos de los aficionados cuando hay fútbol en el barrio; las sirenas de las ambulancias y de la policía, las conversaciones de los chavales que montan un modesto botellón en el parterre de enfrente… Todo me suena a nuevo; pero sobre todo la danza aérea de los vencejos.

Unamuno escribió un largo y melancólico poema sobre el eterno retorno de estos pájaros negros siguiendo la estela de Bécquer y sus oscuras golondrinas: con ritmo de saeta, ritmo yámbico, los versos vivos de su vuelo tejen, chillando la alegría de sentirse vivientes…

Hace unos días hablaba de los vencejos con un buen amigo. Pongamos que se llama Juan. Creo que me puse pesado con mi pedantería pajaril. Le contaba  que los vencejos son puro vuelo, que su cuerpo es diminuto pero le nacen unas alas enormes, afiladas como puñales que arañan las nubes negras de la primavera. Su vida es el aire. Solo se posan una vez al año para poner un par de huevos en alguna pared vertical. Y en cuanto sus polluelos aprenden a navegar, vuelan a África chillando, sin tocar el suelo.

—Pero bajarán a tierra alguna vez…

—Si lo hicieran no podrían levantarse y morirían. Los llaman apodiformes porque tienen unas patas tan cortas que no les sirven como punto de apoyo. Sus enormes alas no conseguirían despegar por sí solas. Los vencejos viven, duermen, comen y se emparejan en el aire. También juegan y hacen carreras —lo he visto más de una vez— y alcanzan velocidades increíbles.

Juan escuchaba aparentemente interesado mi pequeña disertación.

—Y ahora viene la moraleja.

—Me temo que sí. Porque mientras charlábamos me he acordado de los insectívoros que anillaba hace años en la Sierra de Madrid. Yo tenía una red finísima de seda casi invisible donde los pajarillos caían como moscas. Y cuando la víctima era un vencejo,lo depositaba con cuidado en el suelo. El pájaro daban aletazos tratando de remontar el vuelo, pero sus esfuerzos eran inútiles. Una vez anillado, lo agarraba con dos dedos y lo ponía en la palma de mi mano. Un empujoncito para animarlo, y salía disparado como una bala.

—Me parece que sé por dónde vas…

—No somos muy diferentes de los vencejos. Podemos volar muy alto y sabemos que en la altura se encuentra el sentido de nuestra vida; pero alguna vez caemos o incluso nos precipitamos al barro voluntariamente. En estos casos, ¿seremos capaces de volver al cielo sin ayuda? Yo ahora sé que no puedo, pero tú, como eres muy joven...

—Es verdad —me responde Juan—. El pecado nos atrapa y trata de hundirnos aún más en el barro hasta hacernos perder la esperanza. Por tanto necesitamos una mano que nos eleve y nos dé el empujoncito definitivo. Hasta ahora, tú siempre has sido para mí esa mano.

—En realidad es Dios quien nos saca del agujero, pero si me dejas, seguiré poniendo la palma de mi mano con una condición: con que tú me devuelvas el favor si algún día me encuentras tirado en el barro.