viernes, 26 de mayo de 2023

La última meditación de don Jesús

 

 



Era casi verano cuando llegué a Molinoviejo, la histórica casa de retiros segoviana que ha sido como mi segundo hogar durante años. Andaba yo bastante fatigado, convaleciente de un "episodio" cardiaco, y me enviaron a descansar unos días.

Jesús Sánchez Guillén, un sacerdote más que amigo con el que me había citado dos días antes, abrió la puerta de la finca. Él no estaba recuperándose de su enfermedad; al contrario: después de dos cirugías y varios ciclos muy duros de quimioterapia, los médicos habían dictado sentencia: su cáncer de páncreas progresaba imparable a pesar de la medicación. 

Jesús me lo comunicó en un breve whatshap: "dice la oncóloga que no hay nada que hacer. A partir de hoy, analgésicos. Yo estoy contento. Ahora toca pensar en la vida eterna".

No tenía buena cara aquella mañana, pero los dos sonreíamos cuando le pregunté:

—¿Cómo te encuentras?

—No me puedo quejar.

—Seguro que puedes —le respondí—.  Necesito que te quejes un poco para que pueda hacerlo yo también.

Nunca olvidaré aquel largo fin de semana en el que Jesús, sin una sola queja, se desvivía para que yo me recuperara del todo.

Un mes más tarde volvimos a coincidir en Molinoviejo. Yo, plenamente repuesto, atendía un curso de formación para mujeres. Jesús, algo más delgado, escondía sus dolores y sus nauseas detrás de su sonrisa más radiante. Había estado en Madrid con el Prelado del Opus Dei, con el Padre, y sus palabras y su bendición "de viaje" parecían haberle rejuvenecido.

Hablamos en confidencia muchos días. Siempre me daba las gracias a pesar de que era yo quien más se enriquecía escuchándole. Quiso predicar y celebrar Misa para las chicas de la administración.

—Lo necesito. Y no te preocupes; si me encuentro mal, te llamo.

La enfermedad avanzaba, y, tras una gozosa escapada a Galicia, regresó a Madrid ya en fase terminal. Se internó en "Laguna" un conocido hospital de cuidados paliativos.

Le visité dos o tres veces, pero sobre todo nos comunicábamos por whatshap. Cuatro días antes de morir, escribió en el móvil su conversación con el Señor de aquella tarde y me la remitió. Era su última meditación y su despedida.

No sería discreto reproducirla aquí; son veinte minutos de oración personal; pero puedo hilvanar algunas frases:

Estamos en las manos de Dios: es una gran verdad. Tenemos un futuro incierto: podemos enfermar o morir en cualquier momento. Para llevar esa cruz es necesario penetrar en el misterio del infinito e intensísimo Amor Misericordioso que Dios nos tiene.  Su Amor es tan grande, que podemos no entenderlo. Pero siempre podemos amarlo.

La enfermedad no es una imperfección, ni un castigo, ni una maldición: es una señal de confianza del Señor: Él envía la enfermedad y los sufrimientos concretos que la acompañan  porque confía en que la soportaremos bien, por Amor,

 El Señor me bendice con la cruz. Es un premio, porque me permite estar más cerca de Jesús, pegado a Él, hecho uno con Él; nos va engalanando, purificando  para el momento definitivo.

 La enfermedad es una condecoración, un privilegio. Dios me pide lo que me va a hacer más feliz.

La enfermedad tiene también algo de misión: amando la Voluntad de Dios, somos su consuelo. Y en estos tiempos recibe tantas ofensas…

Entiendo lo que Santa Teresa decía al Señor: "Jesús, no me quieras tanto". Deo gratias!

La Virgen, siempre me escucha. Sancta María, Stella Maris, guíame. Madre, en estos momentos difíciles de enfermedad  —y todo pinta a que lo van a ser más—, dame ese bálsamo de ternura que me lleve al Amor y a la fidelidad.

 

 

 

2 comentarios:

María Emilia dijo...

Amén

Mary S. Guillen dijo...

Es difícil explicar la alegría de tener un hermano tan cerca de Dios. Nos falta su presencia física, pero de alguna manera, está siempre con nosotros.