Era casi
verano cuando llegué a Molinoviejo, la histórica casa de retiros segoviana que
ha sido como mi segundo hogar durante años. Andaba yo bastante fatigado,
convaleciente de un "episodio" cardiaco, y me enviaron a descansar
unos días.
Jesús
Sánchez Guillén, un sacerdote más que amigo con el que me había citado dos días
antes, abrió la puerta de la finca. Él no estaba recuperándose de su
enfermedad; al contrario: después de dos cirugías y varios ciclos muy duros de
quimioterapia, los médicos habían dictado sentencia: su cáncer de páncreas
progresaba imparable a pesar de la medicación.
Jesús me
lo comunicó en un breve whatshap: "dice la oncóloga que no hay nada que
hacer. A partir de hoy, analgésicos. Yo estoy contento. Ahora toca pensar en la
vida eterna".
No tenía
buena cara aquella mañana, pero los dos sonreíamos cuando le pregunté:
—¿Cómo
te encuentras?
—No me
puedo quejar.
—Seguro
que puedes —le respondí—. Necesito que
te quejes un poco para que pueda hacerlo yo también.
Nunca
olvidaré aquel largo fin de semana en el que Jesús, sin una sola queja, se
desvivía para que yo me recuperara del todo.
Un mes
más tarde volvimos a coincidir en Molinoviejo. Yo, plenamente repuesto, atendía
un curso de formación para mujeres. Jesús, algo más delgado, escondía sus
dolores y sus nauseas detrás de su sonrisa más radiante. Había estado en Madrid
con el Prelado del Opus Dei, con el Padre, y sus palabras y su bendición
"de viaje" parecían haberle rejuvenecido.
Hablamos
en confidencia muchos días. Siempre me daba las gracias a pesar de que era yo
quien más se enriquecía escuchándole. Quiso predicar y celebrar Misa para las
chicas de la administración.
—Lo
necesito. Y no te preocupes; si me encuentro mal, te llamo.
La
enfermedad avanzaba, y, tras una gozosa escapada a Galicia, regresó a Madrid ya
en fase terminal. Se internó en "Laguna" un conocido hospital de
cuidados paliativos.
Le
visité dos o tres veces, pero sobre todo nos comunicábamos por whatshap. Cuatro
días antes de morir, escribió en el móvil su conversación con el Señor de
aquella tarde y me la remitió. Era su última meditación y su despedida.
No sería
discreto reproducirla aquí; son veinte minutos de oración personal; pero puedo
hilvanar algunas frases:
Estamos en las manos de Dios: es una gran verdad. Tenemos un futuro incierto: podemos enfermar o morir en cualquier momento. Para llevar esa cruz es necesario penetrar en el misterio del infinito e intensísimo Amor Misericordioso que Dios nos tiene. Su Amor es tan grande, que podemos no entenderlo. Pero siempre podemos amarlo.
La enfermedad no es una imperfección, ni un castigo, ni una maldición: es una señal de confianza del Señor: Él envía la enfermedad y los sufrimientos concretos que la acompañan porque confía en que la soportaremos bien, por Amor,
El Señor me bendice con la cruz. Es un premio, porque me permite estar más cerca de Jesús, pegado a Él, hecho uno con Él; nos va engalanando, purificando para el momento definitivo.
La enfermedad es una condecoración, un privilegio. Dios me pide lo que me va a hacer más feliz.
La enfermedad tiene también algo de misión: amando la Voluntad de Dios, somos su consuelo. Y en estos tiempos recibe tantas ofensas…
Entiendo lo que Santa Teresa decía al Señor: "Jesús, no me quieras tanto". Deo gratias!
La Virgen, siempre me escucha. Sancta María, Stella Maris, guíame. Madre, en estos momentos difíciles de enfermedad —y todo pinta a que lo van a ser más—, dame ese bálsamo de ternura que me lleve al Amor y a la fidelidad.
2 comentarios:
Amén
Es difícil explicar la alegría de tener un hermano tan cerca de Dios. Nos falta su presencia física, pero de alguna manera, está siempre con nosotros.
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