“Mundo
Cristiano”, la publicación en la que escribo desde 1992, acaba de cumplir 60
años. Con ese motivo, el director me sugirió que redactara “algo simpático” para
mi columna del mes de abril. No me resultó difícil. Hasta ahora he sido un colaborador fiel y puntual. Solo fallé
una vez y fue por una causa justificada. Había sufrido un episodio cardiaco, y
en la UCI no parecía fácil trabajar con el ordenador.
Por otra
parte, aunque no estuve en el nacimiento de la revista, creo que fui uno de sus
primeros y más apasionados lectores. Así que me puse frente al teclado y en
algo más de media hora logré revivir esta vieja y verídica historia:
Mi abuelo
Eugenio, que era hombre sabio y sentencioso, me dijo en cierta ocasión que no
me fiara de los recuerdos. Sobre todo de los que parecen más firmes. Acababa de
contarme una de sus batallitas, y se conoce que no estaba muy seguro.
—Cuanto
más colorido tengan más fácil es que te engañes —añadió—. La imaginación hace
milagros y es útil para escribir novelas, pero no conviene seguirle demasiado
el juego.
Yo sé muy
bien que la memoria es tramposa y optimista, al menos la mía. Además han pasado
60 años; pero mis recuerdos de aquella etapa están esculpidos a todo color; son
nítidos y tienen música, letra y aroma de azahar.
Era el año
1963 y yo vivía en Sevilla a punto de terminar la carrera de Derecho. En la
"Fábrica de Tabacos", sede de la Universidad, conocí a Felipe, un
tipo simpático, brillante y generoso. Podíamos haber sido amigos y estoy casi
seguro de que me tomé con él mi primera cerveza andaluza. Lástima que no sintonizáramos. Él frecuentaba las
"Hermandades Obreras de Acción Católica" —la HOAC— y a mí no me iba demasiado el plan. Con el
tiempo Felipe se convirtió en Presidente de Gobierno, y su amigo Alfonso, que
también andaba por allí, le siguió hasta la Moncloa. En aquella época Alfonso
lucía una barba encrespada y furiosa,
negra como el carbón.
Mi amigo
del alma era Ramón Pi, un prometedor periodista recién salido del cascarón, que
empezaba a trabajar en el ABC de Sevilla. Por entonces firmaba con dos
apellidos como los árbitros de fútbol: "Pi Torrente". Además jugaba a
baloncesto en alguna liga local y él mismo redactaba las crónicas de los
partidos elogiando su actuación en la pista sin el menor empacho. ¿Recuerdas,
querido Ramón, aquella larguísima copla que redactamos a medias remedando las
de Jorge Manrique a la muerte de su padre? Era un poema divertido, respetuoso y
pienso que inteligente, dedicado a un conocido ministro del Gobierno que había
prometido terminar con la censura elaborando una ley de prensa liberalizadora;
pero el proyecto se demoraba en exceso y hubo alguna que otra manifestación.
Todo esto
no tiene demasiada importancia, pero me apetecía recordarlo. Lo verdaderamente
importante era el fenómeno de "El Cordobés", un novillero frenético y
heterodoxo que parecía jugarse la vida en cada faena con su salto de la rana y su falta de respeto
al morlaco.
—Cuando
tome la alternativa se le acabarán los jueguecitos —pontificaba mi amigo
Manolo—. A ver qué hace cuando le pongan delante un toro de media tonelada…
En la
primavera falleció en Roma el Papa Juan XXIII. No fue una muerte inesperada,
pero los sevillanos le tenían un cariño especial porque sonreía y era como un
abuelo socarrón y cercano.
Poco
antes, allá por el mes de febrero, vi en un quiosco de la calle Sierpes una
revista nueva con muy buena pinta:
—La dirige
el cura de la tele —me informó la quiosquera—.
—¿Y se
vende?
—Una hartá
"El
cura de la tele" era Jesús Urteaga, que casualmente fue también capellán
de Gaztelueta, mi cole de toda la vida. Así que compré un ejemplar por 2
pesetas, o sea, 0,0060 euros, y la leí de punta a cabo.
—¿Mundo
Cristiano? Con ese título no durará mucho —profetizó alguien—.
Yo me
sentí obligado a defender la revista con el entusiasmo y la vehemencia de mis
21 tacos. Hice propaganda por todas partes, y expliqué con ocasión y sin ella
que Mundo Cristiano haría historia.
Ya veis,
han pasado 60 años y aquí seguimos.