Belén es una
ciudad pequeña, pero también muy importante para todo buen israelita, porque aquí
nació el Rey David, a cuya estirpe pertenezco.
Antes de emigrar
a Galilea, mientras viví en Belén, nos conocíamos todos. Por eso, cuando regresé
con María aquella noche, pensé que sería muy sencillo encontrar un lugar donde
alojarnos y descansar. Pero la ciudad estaba abarrotada de viajeros que habían
llegado para inscribirse en el censo. Sólo mi prima Raquel, que tenía la casa
llena de parientes, se ofreció a quedarse con María unas horas mientras yo
cumplía con los trámites legales.
No me costó
convencerla: ella necesitaba recuperarse del viaje y yo, entre tanto, buscaría un
alojamiento mejor donde pudiera nacer el Niño.
No conseguí nada
en toda la noche. Los judíos nunca rechazamos a un pariente o a un peregrino
que busque posada. Y menos en Belén, a un descendiente de David. Pero mi Esposa
necesitaba mucho más. ¡Si hubieran sabido quién era! ¡Si hubiesen
recibido, como yo, el mensaje del Ángel...!
Ya de madrugada,
calado hasta los huesos por la lluvia, que había empezado a media noche,
supliqué a Jahvé que nos mandara desde el Cielo un palacio para María y para
Jesús. Yo dormiría en el establo que me había ofrecido Joaquín, el dueño de la hospedería,
pero Ella no.
—¡Es tu Esposa,
Señor! —pedí con todas mis fuerzas—. ¡Es la Madre de tu Hijo!
Cuando regresé a
la casa de Raquel, María me aguardaba en la puerta, protegida de la lluvia por
una larga estola de piel. No tuve que
decirle nada. Ella siempre parece adivinarlo todo. Me miró y sonrió como una niña traviesa, sin
la menor sombra de duda o tristeza:
—Vamos a ese
establo, José. Si te vieras… Das miedo. Tenemos que hacer fuego y secarte esa
ropa; no sea que caigas enfermo.
4 comentarios:
De nuevo, gracias. La espera merece la pena.
¡Un diario de San José! Interesante. Lo iré siguiendo.
Preciosidad de historia vivida!
Gracias don Enrique.
Me encanta!
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