miércoles, 24 de abril de 2019

La gran pregunta




El búho aún no había nacido cuando Rubén se rompió la espalda  por un mala caída y quedó paralítico. Ahora —treinta y ocho años después—  su hermano Elías lo arrastra en la camilla por las enmarañadas callejuelas de la ciudad justo al rayar el alba. Rubén ya apenas se queja a pesar de que la asperezas del camino le dejan molido como si  hubiera recibido una paliza.
Al llegar frente a la piscina de Bethesda, Elías lo deposita siempre en el mismo lugar. Allí están sus amigos: Esther,  Marcos, Tobías, cada uno con su mal a cuestas. El búho contempla la escena.
 *     *     *
El Maestro llegó al caer la tarde. Mis amigos y yo habíamos compartido la comida que traíamos y jugábamos a los dados y a la taba, apostando monedas imaginarias. Día tras día seguíamos el mismo ritual.
Ninguno conocía a Jesús, pero cuando apareció junto a la piscina se hizo un silencio denso, como el que se guarda en presencia del Sumo Sacerdote.
El Señor me miró (¿por qué a mí?) y me hizo la gran pregunta:
—¿Quieres curarte?
¡Claro que quería curarme! Por eso venía cada día a este lugar, igual que la muchedumbre de enfermos que me rodeaban. Según los viejos, de tarde en tarde baja un ángel y remueve las aguas del estanque. Aseguran que el primero en lanzarse queda curado de todos sus males. Ni mis amigos ni yo habíamos presenciado jamás ese supuesto milagro y sabíamos que nos sería imposible entrar en el agua antes que nadie, pero, después de tantos años, ¿qué otra cosa podría hacer? Allí estaban mis compañeros, mi partida de dados, incluso la copa de buen vino, que en los días fríos traía mi amiga Esther.
Traté de explicar todo eso al Maestro, pero él insistió:
—¿Quieres curarte?
¡Qué liviana fue mi camilla cuando Jesús me dijo que la cargara sobre los hombros y volviera a casa! Tan feliz iba yo que incluso me olvidé de despedirme de los demás enfermos.
Han pasado algunos meses y he vuelto a trabajar en la herrería. Ahora voy, vengo, salto y corro sin la menor dificultad; pero nadie está curado del todo, y yo, desde luego, no lo estoy. 
Hablo del pecado, que aún es capaz de encadenarme más que ninguna invalidez del cuerpo. Las tentaciones  más inconfesables se abrazan a mi carne como una sustancia repugnante de la que no sé si quiero librarme del todo.
Muchas veces he pedido perdón al Señor, y entonces he vuelto a oír aquellas dos palabras, la gran pregunta que nunca me atrevo a responder:
—¿Quieres curarte?
—Señor, tú sabes que el pecado es parte de mi existencia. Tú me has creado así. ¿Por qué me pides lo imposible? Yo no quiero ofenderte. Daría mi vida antes que hacerte daño, pero necesito huir de ti de vez en cuando, olvidarme de tu amor y refugiarme en otros afectos, aunque dejen en mis labios el sabor agridulce de la cobardía y la vergüenza.
Un día me atreví a responder a Jesús que sí, que quería dejarme curar del todo y seguirle. Y se repitió el milagro de la piscina. Desde entonces, cuando hablo con algunas personas tristes, casi sin esperanza, les hago la gran pregunta en nombre de mi Señor:
—¿Quieres curarte?   

4 comentarios:

mjau dijo...

Peque, preciosos como siempre, pero... si el buho aún no había nacido, ¿cómo pudo contemplar la escena?

Te hemos extrañado mucho tiempo... a ver si ahora agarras viada

Juan Antonio Ugarte

Enrique Monasterio dijo...

Creo que dejo claro que el búho lo ve 38 años después

Cordelia dijo...

Gracias. Por favor, siga

josemaria dijo...

Don Enrique!!