miércoles, 13 de febrero de 2008

María y el parquímetro


El parquímetro se reía de mí descaradamente.

Hasta ese momento yo me había portado de forma ejemplar: había introducido la tarjeta de “prepago” por la ranura adecuada, la había recargado con todas las monedas que llevaba en el bolsillo —unos diez euritos—, había marcado el tiempo que pensaba tener estacionado el automóvil y había apretado al botón verde, como todos los días, para que el infernal aparato escupiera el tíquet.

Un momento, por favor

Espero. Sigo esperando. Algo iba mal. De pronto el artilugio emitió una especie de eructo electrónico y mi tarjeta salió despedida por donde había entrado.

Tarjeta desconocida

—¿Desconocida? ¡Anda ya, que es la misma de ayer y de anteayer! Además tiene impresa la matrícula de mi coche, de acuerdo con las nuevas normas de nuestro amado alcalde.

Tomé aliento. Aguardé unos segundos y volví a introducir la tarjeta.

“Un momento, por favor”

En esta ocasión el “momento” parecía no tener fin. Quise anular la operación pulsando el botón rojo, pero la tarjeta se había atascado. Para colmo, apareció un extraño mensaje en alemán, holandés o algo así.

—Por mí, como si me lo dices en chino.

A estas alturas, había empezado a dialogar en voz alta con el monstruo.

Recurrí al procedimiento manual. Agarré el borde de la tarjeta, que sobresalía por la ranura y tiré con firmeza. En ese momento oí una voz a mi derecha:

—¿Me das algo?

Era la rumanita de la esquina. Se llama María, tiene once años y una mirada tan cándida e inocente que sólo puede proceder de un entrenamiento concienzudo. María es una profesional de la limosna, que desarma a los peatones con sus ojos enormes y transparentes.

—María, lo siento. Todas mis monedas están en esta tarjeta.

—¿Y billetes? Si quieres yo te cambio.

Metió la mano en una especie de bolso negro y sacó un buen montón de euros en monedas. Le di un billete de cinco, y me lo cambió por cuatro, con la celeridad y precisión de un cajero.

—Ahora ya no necesitas la tarjeta…

En efecto, metí una moneda y el parquímetro funcionó.

María sonrió con dulzura. Estoy convencido de que la máquina y ella estaban compinchadas.

4 comentarios:

Álvaro P. dijo...

Estimado don Enrique. Es un gusto poder saludarlo.

Soy un abogado chileno que leyó su libro "pensar por libre", de ahí que al ver un link con ese nombre en la web quise entrar inmediatamente. Antes había leído su libro "El Belén que puso Dios", el que encontré realmente interesante.

Felicitaciones por sus escritos, son realmente muy amenos.
Saludos cordiales,
Álvaro Paúl D.

Benita Pérez-Pardo dijo...

Las tarjetas con la matrícula del coche!!. Qué cosas pasan por ahí!. Aqui podemos compartirlas entre coches!

Pasaba por aquí para decirle que le he dado un premio. Ya sé que tiene muchos y del mismo género pero...se me ha escapado!

Anónimo dijo...

Madrid cada dia se pone más complicado. Cuando voy ni lo reconozco. Y los madrileños muy civilizados dan vueltas y vueltas con el coche antes de aparcar fuera de la zona, o sin tarjetita.... Si puedes ir en metro, no lo dudes. Y si puedes ir andando, harto mejor. Pero aún es la ciudad más bonita del mundo...y la más castiza!

maria jesus dijo...

Alegórico el alcalde-parquímetro. Yo guardo en la guantera las monedas menudas para estos casos