miércoles, 27 de febrero de 2013

Texto íntegro de la última audiencia de Benedicto XVI

Aquí está lo que el Santo Padre dijo, en italiano, a los millones de personas que presenciamos desde todo el mundo su última audiencia en la Plaza de San Pedro. 


¡Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Presbiterado! ¡Distinguidas Autoridades! ¡Queridos Hermanos y Hermanas! Os agradezco que hayáis asistido en número tan grande a esta mi última Audiencia General. 
¡Gracias de todo corazón! ¡Estoy realmente conmovido! ¡Veo a la Iglesia viva! Y pienso que debemos incluso agradecer al Creador el tiempo tan bello que nos regala en medio del invierno.
Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en mi corazón, sobre todo, el deber de dar gracias a Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que siembra su Palabra y alimenta así la fe de su Pueblo. En este momento, mi espíritu se dilata y abraza a toda la Iglesia dispersa en el mundo; y doy gracias a Dios por las “noticias” que en estos años de ministerio petrino he podido recibir sobre la fe en el Señor Jesucristo, sobre la caridad que verdaderamente circula en el Cuerpo de la Iglesia y lo hace vivir en el amor, sobre la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la vida en plenitud, hacia la patria del Cielo.
Siento que os llevo a todos en la oración, en un presente que es el de Dios, donde acojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Acojo todo y a todos en la oración para confiarlos al Señor: porque tenemos pleno conocimiento de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual, y porque podemos comportarnos de manera digna de Él, digna de su amor, dando fruto de todo tipo de buenas obras (cfr Col 1,9-10).
En este momento hay en mí una gran confianza, porque sé –sabemos todos nosotros– que la Palabra de la verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, da fruto allí donde la comunidad de los creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y en la caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.
Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años acepté asumir el ministerio petrino, tuve la firme certeza que siempre me ha acompañado: esta certeza de que la vida de la Iglesia nace de la Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he manifestado otras veces, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: “Señor, ¿por qué me pides esto y qué quieres de mí? Pones sobre mis hombros un peso grande, pero si Tú me lo pides, con-fiando en tu palabra echaré las redes, convencido de que Tú me guiarás, incluso con todas mis debilidades”. Y ocho años después puedo decir que el Señor me ha guiado, que siempre ha permanecido cerca, que he podido percibir cada día su presencia. Ha sido una etapa del camino de la Iglesia que ha tenido momentos de gozo y de luz, pero también momentos no fáciles; me he sentido como san Pedro con los Apóstoles en la barca sobre el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa ligera, jornadas en que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en que las aguas estaban agitadas y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y parecía que el Señor dormía. Pero siempre he sabido que en esa barca va el Señor; siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino suya. Y el Señor no permite que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también mediante los hombres que ha elegido, porque así lo ha querido. Esta ha sido y es una certeza que nada puede oscurecer. Y por esto hoy mi corazón está lleno de gratitud a Dios, porque no ha permitido jamás que me falte a mí y le falte a la Iglesia su consuelo, su luz, su amor.
Nos encontramos en el Año de la Fe; lo proclamé precisamente para fortalecer nuestra fe en Dios en un contexto que parece desplazarlo cada vez más a un segundo plano. Quisiera invitaros a todos a renovar la confianza firme en el Señor, a abandonarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten seguir caminando cada día, incluso en el cansancio. Quisiera que cada uno se sintiera amado por aquel Dios que ha entregado a su Hijo por nosotros y nos ha mostrado su amor sin límites. En una bella oración que se reza cada día al despertar se dice: «Te adoro, Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te doy gracias por haberme creado, por haberme hecho cristiano…». Sí, estamos contentos por el regalo de la fe; ¡es el bien más precioso, que nadie nos podrá quitar! Demos gracias cada día al Señor por este don, con la oración y con una vida cristiana coherente. Dios nos ama, ¡pero también espera nuestro amor!
Pero en este momento quiero dar gracias no sólo a Dios. Un Papa no se encuentra solo en la guía de la barca de Pedro, aunque sea su primera responsabilidad. Yo jamás me he sentido solo en la tarea de llevar el gozo y el peso del ministerio petrino; el Señor ha puesto a mi lado muchas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y me han hecho sentir su cercanía. Ante todo vosotros, queridos Hermanos Cardenales: vuestra sabiduría, vuestros consejos, vuestra amistad han sido preciosos  para mí; mis Colaboradores, comenzando por mi Secretario de Estado, que me ha acom-pañado en estos años con fidelidad; la Secretaría de Estado y la entera Curia Romana, así como todos aquellos que, en diversos ámbitos, prestan su servicio a la Santa Sede: son muchos los rostros que no aparecen, que permanecen en la sombra; pero precisa-mente en el silencio, en la dedicación diaria, con espíritu de fe y humildad, han sido para mí un apoyo seguro y fiable. ¡Y un pensamiento especial para la Iglesia de Roma, mi Diócesis! No puedo olvidar a los Hermanos en el Episcopado y en el Presbiterado, a las personas consagradas y al entero Pueblo de Dios: en las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he percibido una gran atención y un profundo afecto. También yo he amado a todos y a cada uno, sin distinciones, con aquella caridad pastoral que es el corazón de todo Pastor, sobre todo del Obispo de Roma, del Sucesor del Apóstol Pedro. Cada día os he llevado a cada uno de vosotros en la oración, con corazón de padre.
Quisiera que mi saludo y mi gratitud llegase a todos: el corazón de un Papa abarca al mundo entero. Quiero expresar mi agradecimiento al Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede, que hace presente a la gran familia de las Naciones. Pienso en todos los que traba-jan para que sea posible una buena comunicación, a los que agradezco su importante servicio.
En este momento quisiera también dar gracias de todo corazón a todas las personas del mundo entero que, en las últimas semanas, me han enviado signos conmovedores de atención, de amistad y de oración. ¡Sí, el Papa no está nunca solo!; ahora lo experimento una vez más de un modo tan grande que me llega al corazón. El Papa pertenece a todos; y muchísimas personas se sienten muy cercanas a él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo  –de los Jefes de Estado, de los Líderes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura,…–. Pero recibo también muchísimas cartas de personas sencillas que me escriben desde su corazón con sencillez y me hacen percibir su afecto, que nace del estar juntos en Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe a un rey o a un personaje importante al que no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas o como hijos e hijas, con el sentido de un vínculo familiar enormemente afectuoso. Aquí se puede tocar con la mano lo que es la Iglesia: no una organización, una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar así a la Iglesia y poder casi tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor, es motivo de alegría, en un tiempo en el que tantos hablan de su declive. ¡Pero vemos cómo la Iglesia está hoy viva!
En estos últimos meses he sentido que mis fuerzas habían disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminase con su luz para tomar la decisión más adecuada, no para mi bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su seriedad y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de espíritu. Amar a la Iglesia significa también tener la valentía de realizar elecciones difíciles, dolorosas, teniendo siempre presente el bien de la Iglesia y no a sí mismo.
Permitidme en este punto regresar una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de la decisión (de renunciar) residía precisamente en el hecho de que, desde aquel momento y en adelante, yo estaba entregado siempre y para siempre al Señor. Siempre: quien asume el ministerio petrino ya no tiene vida privada alguna. Pertenece siempre y por completo a todos, a la Iglesia entera. A su vida, por así decir, le es completamente quitada la dimensión privada. He podido experimentar, y lo experimento peculiarmente ahora, que uno recibe la vida cuando la entrega. He dicho antes que muchas personas que aman al Señor aman también al Sucesor de san Pedro y lo quieren de veras; que el Papa tiene realmente hermanos y hermanas, hijos e hijas en todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de vuestra comunión; y es así porque no se pertenece ya a sí mismo: pertenece a todos y todos le pertenecen.
El “siempre” es también un “para siempre”: no hay ya retorno a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca esta realidad. No regreso a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias,… No abandono la cruz, sino que me quedo, de un modo nuevo, junto al Señor Crucificado. No llevaré ya la potestad del ministerio para el gobierno de la Iglesia; pero en el servicio de la oración permanezco, por decirlo así, en la órbita de san Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como Papa, me servirá en esto de gran ejemplo. El nos enseñó el camino para una vida que, ya sea activa o pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.
Agradezco a todos y cada uno el respeto y la comprensión con la que habéis acogido esta decisión tan importante. Yo continuaré acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con esa entrega al Señor y a su Esposa con que he tratado de vivir cada día hasta ahora y con la que quiero vivir siempre. Os pido que os acordéis de mí ante el Señor; y os pido, sobre todo, que oréis por los Cardenales, llamados a una tarea tan relevante, y que oréis por el nuevo Sucesor del Apóstol Pedro: que el Señor lo acompañe con la luz y la fuerza de su Espíritu.
Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno y a la entera comunidad eclesial; a Ella nos acogemos, con profunda confianza.
¡Queridos amigos! Dios guía a su Iglesia, la gobierna siempre, también y sobre todo en los momentos difíciles.  No perdamos jamás esta visión de fe, que es la única verdadera visión de la Iglesia y del mundo. En nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, exista siempre la gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, se nos hace cercano y nos envuelve con su amor. ¡Gracias!
 

10 comentarios:

Vila dijo...

Mogollon de gracias. He tenido un dia completito y estaba buscando esto xq en la TV las noticias eran muy escasas.

Gracias mil y hasta mañana ;)

(Menuda semana de locos....) al fin a descansar.

Mercedes dijo...

Gracias Don Enrique.Yo lo pude ver por la 13 TV pero tenerlo así....escrito....ayuda a rezarlo despacito.
Qué cerca de Roma estos días y siempre: corazón y cabeza con el Papa y la Iglesia Universal.

Cordelia dijo...

Gracias, yo también me lo había perdido.

Llumla dijo...

Bellísimo! Esta despedida es como una explosión de luz, color y calor.

yomisma dijo...

Sabe Ud. a qué oración se refiere el Papa? La que dice se recita cotidianamente por la mañana :" Te adoro Dios mío y te amo con todo el corazón..." Me gustaría conocerla.

Enrique Monasterio dijo...

Es una fórmula de "ofrecimiento de obras" muy tradicional. Dice así:
Te doy gracias, Dios mío, por haberme creado, hecho cristiano y conservado la vida. Te
ofrezco todos mis pensamientos, palabras y obras de este día a honra y gloria tuya. No
permitas que te ofenda y dame fortaleza para huir de las ocasiones de pecar. Haz que
crezca mi amor hacia Ti.

Merche dijo...

Muchas gracias. Como dice mi tocaya, esto hay que leerlo despacito, rezarlo y asimilarlo.

yomisma dijo...

Gracias Don Enrique, la rezare desde ahora todas las mañana, en unión con Benedicto XVI

Sinretorno dijo...

me ha conmovido una vez más, pero esta vez más.....

Luna dijo...

¡Qué suerte tenemos! Nos abre el corazón todo un Papa. Me fascina la claridad y serenidad que desprende su discurso.

Saludos a la globosfera, buenas noches.