(esquema para una homilía en la fiesta de la Visitación de la Virgen)
Cuando María Santísima recibió el anuncio del Ángel se puso en marcha “deprisa” camino de Judá. Así lo dice el Evangelio.
¿Por qué corría tanto la Señora? San Gabriel le había explicado que su prima esperaba un hijo; pero tampoco le indicó que fuera a comprobarlo. En todo caso el viaje no parecía urgente.
Sin embargo María preparó el hatillo y se unió a una de las muchas caravanas que pasaban camino de Jerusalén. Con Jesús ya en su seno, se dispuso a emprender un largo trayecto: tres días de viaje. Fue la primera procesión del Corpus Christi. Jesús escondido en el Sagrario más rico que pueda concebirse.
¿A qué iba María? ¿A servir a su prima? Es una razón, desde luego, y así lo entienden muchos santos y escritores eclesiásticos. No seré yo quien les lleve la contraria. Pero la Virgen quería algo más.
Al llegar a Ain Karin, preguntó a los vecinos dónde vivía Isabel. Llamó a la puerta o quizá gritó su nombre por las angostas callejas del pueblo. Isabel —avergonzada como una adolescente— se asomó a la puerta y vio a María, una chiquilla de quince años con una mirada honda y chispeante.
María comprendió que Isabel lo sabía todo. Isabel supo que María también conocía su secreto. Y entre ellas saltó una chispa. El Espíritu Santo incendió los dos corazones.
Isabel, “a voz en grito”, inventó la mitad del avemaría. Juan comenzó un zapateado en el vientre de su madre. Y María, al fin, pudo desahogarse: cantó, bailó el Magnificat, en presencia del bueno de Zacarías, que, por estar mudo, sólo pudo tocar las palmas.
¿Por qué fue María a casa de su prima? ¿No es evidente?: a charlar, a contarlo todo.
Dios, nuestro Señor, pidió a su Madre grandes sacrificios: la expuso a la soledad, a la calumnia, al dolor de ver a su Hijo perseguido y amenazado. Quiso incluso que le acompañara en las horas terribles de la Pasión. Y la llamó desde la Cruz. Es cierto, no hay dolor como el dolor de María. Pero no quiso exigirle algo que, para cualquier mujer, puede resultar excesivo: el silencio.
¿Nueve meses callada? ¿Nueve meses conteniendo con la alegría? ¿Nueve meses sin poder gritar la noticia más grande de la historia de Israel? ¿Nueve meses soportando el dolor y la angustia de mirar a su esposo?
Por eso el Ángel le dijo:
—Ahí tienes a tu pariente, Isabel, que ha concebido en su vejez. O sea, que está en el ajo: vete corriendo. Tenéis tres meses para contároslo todo. Y serás la comadrona de Juanito. Zacarías no os molestará.
Y así fue.