Hoy,
día de excursión, he bajado a Madrid para comprobar que sigo teniendo una casa
donde descansar de vez en cuando y un peluquero marroquí que me corta el pelo a
bajo precio.
Por
la tarde regreso a Riaza. No hay peligro de hielo o nevadas, pero, a los pocos
kilómetros de abandonar el casco urbano, comienza a llover con entusiasmo y unos
nubarrones negros no presagian nada bueno.
Me
detengo en Buitrago, en medio del chaparrón, para poner gasoil al bólido y, por
si acaso, antes de salir al espacio exterior, me encasqueto un sombrero
impermeable. Nada más abrir la puerta del coche, oigo a mis espaldas un grito agudo como un bisturí:
―¡¡Don
Enriqueeeeeeeee!!
Me
vuelvo. Es una chiquilla de unos treinta y tantos años con cara de antigua
alumna.
―¡¡Pero
qué alegría!! ¡Está usted igual que siempre!
―Tú
en cambio estás como nunca ―respondo con un piropo, tal vez inadecuado, mientras
trato de poner un nombre a esa cara redonda de ojos achinados―.
―Ríe
a carcajadas mi interlocutora y se aleja hacia su coche para traerme a un par
de niñas preciosas de cuatro o cinco años.
―¡Miré,
don Enrique; mis dos tesoros! A ver, Ana, ¿cuántas veces os he hablado de don
Enrique?
Me
lo temía: la niña no sabe de qué va la historia y se encoge de hombros. Entre
tanto, la más pequeña dice que quiere hacer pis. A la madre la cosa le hace
muchísima gracia, la toma de la mano y se la lleva al interior del local. En
ese instante viene el marido, que acaba de pasar por caja, y me dice:
―Como
ve, al fin nos casamos.
Yo,
que me había propuesto preguntarle sus nombres de la forma más delicada
posible, me acobardo y pongo cara de póquer.
―Ya
veo, ya… ¿Y os va bien?
―De
cine ―responde―.
La
madre y la niña salen del cuarto de baño y corren bajo la lluvia hacia mí.
―¡Rocío,
vamos a dar un besito a don Enrique y nos vamos!
Al
fin se alejan en un Renault familiar. Yo me dirijo a la caja.
―¿La
número 3? No me debe nada, caballero. Ya está pagada… El caballero que ha
pasado antes…
Me
pregunto si mis amables benefactores leerán este globo. Si fuera así, seguro
que perdonan mi amnesia. A lo mejor, incluso, ponen un comentario a
esta entrada. Yo sólo puedo decir que siento mucho ser tan despistado y les
agradezco con toda el alma que me hayan llenado el depósito.
7 comentarios:
Siempre hay gente buena por el mundo...y el cariño.....
Vaya detallazo!
¡¡ Es usted genial !!. Se ve que allá a donde vaya le conoce alguien.
Siga por Riaza una temporadita mas porfa que en 15 días desembarcamos.
Grande Pater !!!!! Se merece eso y mucho más : todo el mundo lo quiere...Precioso relato: Felicitaciones !!! Bellísima foto: que Dios lo bendga muchoooo....
Tendría gracia que en realidad no lo conocieran de nada y le hubieran confundido con otro D. Enrique...
Imposible Hexamamá, no hay otro don Enrique como don Enrique.
¡Cómo me gustan esas chispas que rebasan lo cotidiano!
Si el despiste es un defecto, me declaro una mujer defectuosa que tiene que exclamar a menudo: ¡siempre mi despiste!, lo que me produce un cierto desencanto conmigo misma, aunque también es motivo para reírme de mí. Los despistes ajenos siempre los disculpo porque son errores llenos de candor humano.
Padre, algo me dice que despistó a la alegre familia...
Gracias por sus letritas y su superrealismo...
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